María Fernanda Domenici
Todo empezó en una
fría casa de estilo colonial: un solo nivel, zaguán, patio central
con piedras de río, y un solar con árboles frutales. Aquí vivirá el
protagonista de nuestra historia, un hombre casado, dos hijas, una esposa
supersticiosa, temerosa de Dios, fiel católica hasta la médula. Habían comprado
la casa seis meses antes a un precio sospechosamente atractivo. La casa les
ofreció estabilidad y gozo; todos pensaron que había sido la mejor inversión.
–¡Ay Javier, he visto una flama en la sala!–dijo Lucía nerviosa.
Javier la miró de soslayo, se levantó y se dirigió a la sala, al llegar, no vio nada, ni fuego, ni humo, nada.
–Ahí no hay nada, cómo así que una flama en la sala, ¿estás segura de lo que viste?
–Sí Javier, acabo de verla, justo ahí–dijo señalando hacia la ventana.
Él
se acercó, inspeccionó todo en detalle, se volteó y dijo.
–Estás imaginando cosas, ahí no hay nada, vuelve a dormir.
Ella, sin entender lo que acababa de pasar, le juró que no había sido una alucinación, y regresó a la cama preocupada y pensativa.
Pasados dos días, al parecer todo había vuelto a la normalidad, Lucía había olvidado el incidente, y todos parecían haber recuperado la cotidianidad, pero a la siguiente noche, se escucharon ruidos provenientes del mismo lugar. Lucía, no quiso asomarse, temblorosa, se quedó en cama y se tapó con la sábana hasta la cabeza; escuchó unos pasos, cerró los ojos y luego sintió una mano y una voz que la llamaba.
–Mamá, creo que hay algo en la sala –dijo Helena, la hija mayor, con un hilo de voz –¿no lo escuchas?
– ¡Ay Helena!–dijo echándose la bendición–la otra noche fue lo mismo, fui a ver y había una flama al pie de la ventana, pero cuando llamé a tu papá para que fuera a ver, ya había desaparecido. Él creyó que todo había sido mi imaginación.
Helena se crispó.
–¡Mamá!, no me digas que esta casa está
embrujada –dijo aterrada–¿será algún espíritu?
–¡No lo sé!
–¡Mamá, papá!, ¿qué está pasando? –gritó Clara, la segunda hija, quien había irrumpido en la alcoba
Javier
se despertó al ver a sus dos hijas y quiso saber la causa del barullo.
–Papá, hay fantasmas en la casa –afirmó Helena decidida– tú no te enteras porque te acuestas a dormir y caes como muerto, pero vengo de la sala y ahí se ven y se escuchan cosas raras; mamá ya me dijo que la otra noche vio una flama y tú no le creíste, yo hoy escuché pasos papá, como si alguien fuera de un lado a otro.
–¡Sí papá!– indicó Clara temblorosa– yo creí que ustedes estaban despiertos, y fui a ver qué pasaba, y me encontré con una flama al pie de la ventana de la sala, luego escuché caer unas monedas, ¡pero ahí no había nadie!
Javier salió rumbo a la sala, al llegar encontró una inmensa brasa incandescente,flotando. Su mente quedó en blanco, dio media vuelta y regresó a la habitación.
En
la mañana, tras una noche intranquila, decidió que lo mejor era enviar a su
familia durante un tiempo con su suegra. Ella al enterarse, les dijo que
seguro lo que había en la casa era un entierro, que deberían cavar.
Javier trajo dos peones de su entera confianza, para
que ayudaran con la excavación que requirió un día y medio, al
cabo del cual, una de las palas golpeó con algo.
Comenzaron a retirar la tierra hasta encontrar una enorme vasija, que contenía una gran cantidad de piezas de oro. Al seguir cavando encontraron joyas, esmeraldas y restos óseos.
En la noche, solo en su habitación, Javier caviló sobre el hallazgo, ¿qué debía hacer?, se preguntó, su esposa no quería seguir viviendo en la casa, lo había dejado claro, no viviría en una casa donde había un esqueleto; no hay nada que pensar, dijo, taparían el hueco, y pondrían en venta la casa.
Agobiada, Lucía pensó que aquello era
una obra profana, se sintió culpable y temerosa por el acto reprochable y
egoísta, no era posible que su familia dispusiera de un tesoro que no les pertenecía,
se preguntó si con el tiempo, la vida les cobraría aquel acto de saqueo, y con
firmeza dijo:
Él, sin comprenderla, le dijo en un tono que no admitía reproches:
Lucía
tomó las joyas, las guardó en una bolsa, y salió de la casa.
–¡Los he donado a la Iglesia, era lo correcto!
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