Jesús Rico Velasco
Me gradué como bachiller en el colegio de Santa Librada en julio de 1960. Habían pasado seis años desde aquel día miércoles primero de septiembre de 1954 cuando empecé los estudios de secundaria en el colegio más antiguo y prestigioso de bachillerato en la ciudad de Cali. Eran las siete de la mañana cuando llegué a la puerta de entrada por la calle 15. Me sentía contento por que de alguna manera estaba familiarmente ligado al trasfondo académico del Colegio.
Mi bisabuelo el Dr. Evaristo García Piedrahita
(1845-1921) había sido el vigésimo quinto
rector del Colegio entre 1878 y 1879. Fue un ilustre Vallecaucano que hizo sus primeros estudios secundarios en
el Colegio de Santa Librada. Ingresó a la escuela de Medicina y Cirugía de la
Universidad Nacional en donde obtuvo el
titulo en 1872. Perfeccionó sus estudios en Paris y en Londres y fue muy
reconocido por el avance en sus conocimientos médicos. Muy amplio en el discurrir
de sus actividades en la política, en la investigación científica, en el
mejoramiento de la salud en las poblaciones, en la escritura y publicación de
muchos temas, miembro y fundador de varias instituciones como la Sociedad de
Medicina del Cauca y la Academia de
Medicina de Bogotá y Medellín. Colaboró ampliamente en revistas, periódicos, y
escritos literarios. La Gobernación del Valle hizo una publicación de algunos
de sus mejores trabajos
El colegio de Santa Librada fue fundado por el general
Francisco de Paula Santander el 19 de enero de 1823 para dar cumplimiento
a sus ideales, como vicepresidente de la Nueva Granada, de fundar un colegio de enseñanza superior en
cada capital de provincia. El 17 de octubre de 1823 se instaló el colegio en la antigua sede del convento de San Agustín situado en la carrera 4 con
calle 13 y su primer rector fue el Dr. Marino Larrahondo Valencia. Sin embargo,
un año después en 1824, Fray Pedro
Herrera Domínguez, un fraile franciscano prócer de la independencia que actuó como vicepresidente de la asamblea
de las ciudades confederadas del Valle del Cauca, fue nombrado como nuevo
rector. A él se le conoce como el verdadero fundador del plantel y de su
organización académica a través de su dedicación a la enseñanza, orden y
disciplina que le infundió al claustro. En
1940 el Colegio fue trasladado al sitio en donde hoy continua en la calle 15
con sexta en el barrio San Bosco y muy
cerca de la Alameda.
También es importante recordar algunas historias relacionadas con su hijo el
Dr. Demetrio García Vásquez quien fue Gobernador del Valle entre 1838 y 1940,
y quién en varias ocasiones manifestó su
deseo de ser rector del Colegio se Santa Librada.
Curiosamente nunca tuvo la oportunidad de desempeñarse como el máximo dirigente
del colegio ,sin embargo, recibió el
nombramiento como “Rector Honorario” en su lecho de enfermo antes de morirse.
Es por esto que se ordenó pintar y colocar un óleo con su figura en la Galería
de rectores en donde está igualmente la de
su papa Evaristo. Demetrio García nos visitó en varias ocasiones con el propósito de presentar sus
publicaciones y argumentos históricos en el auditorio, sobre la participación
de los próceres caleños en las actividades preliminares de emancipación,
documentadas en el acta de independencia de la ciudad de Santiago de Cali,
firmada el 3 de julio de 1810, antes de
los acontecimientos del 20 de julio en Santa Fe de Bogotá. Fue rector y
fundador de la Universidad Santiago de Cali en 1958.
Como vivía en el Barrio del Peñón el colegio me
quedaba a tiro de piedra me iba a pie todos los días solo o acompañado. Despues
de cruzar por el barrio de San Antonio y bajar a Los Libertadores, pasar por la
Loma de la Cruz llegaba al Barrio
Alameda en donde está la puerta de
entrada de la calle 5 que lleva hacia la capilla.
El conjunto arquitectónico y paisajístico del colegio era
muy hermoso, alegre, aireado y amplio
para los estudiantes y para cualquier visitante. Se podría empezar por
la capilla situada en la parte mas alta de una suave colina de donde salen dos caminos vehiculares y
peatonales que llevan a todos los lugares del colegio. La capilla es de ladrillo a la vista, con
ventanales y vidrieras a ambos lados, amplia y fresca para el clima caleño
suave en las mañanas, caliente a medio día y refrescante en las tardes cuando baja el sol. Bajando por la derecha estaba la casa del
rector con una bonita fachada que dejaba ver un interior fresco, suelto y
amplio.
Llega el recuerdo a mi memoria de la casa donde estaba
la enfermería, el consultorio médico y las instalaciones de los servicios
odontológicos. Bajando hacia la derecha seguían los laboratorios de
Bilogía y terminando la calle quedaban los
laboratorios de física y química. La
entrada principal por la calle 15 tenía
una puerta grande de hierro que
daba la llegada al edifico de la administración en donde estaba la
rectoría, la secretaría y el salón de
profesores y por un andén lateral se encontraba el acceso al aula máxima en
donde nos recibieron a los recién
llegados ese miércoles primero de septiembre de 1954. Al salir recorrimos los
lugares emblemáticos como la torre del reloj que marcaría el tiempo desde
nuestra llegada hasta el último día se clases en julio de 1960. Visitamos la
biblioteca, la hemeroteca, la mapoteca, el salón de música, y la sala de estar
para los estudiantes. Y algunos de los salones de clase que aglutinaban las aulas de los cursos de sexto año.
Una atracción para todos era la presencia de una piscina semi olímpica
para las actividades acuáticas, y las canchas de deportes hacia el
lado del barrio Alameda. La edificación central de dos pisos acogía los salones de los estudiantes
distribuidos ecológicamente de acuerdo con el nivel de formación. En el primer
sector bajando estaban los salones para los que cursábamos el primero y segundo año. Hacia las áreas del
centro estaban los de tercero y cuarto año. En la mitad del edificio se
situaban unos servicios sanitarios
amplios, limpios y agradables. Los salones para los alumnos de cuarto y
quinto año estaban distribuidos en la
parte baja y en el segundo piso . En el área próxima a la torre del reloj quedaban los
salones de los estudiantes de sexto año. Recuerdo que en esa promoción de los
primíparos cuando empecé el bachillerato nos distribuyeron en nueve aulas con
aproximadamente 25 alumnos por clase. Seis años después en 1960 terminamos 78 bachilleres con una disminución
lamentable de estudiantes que se quedaron a mitad de camino por diferentes circunstancias
de la vida.
En el bachillerato en el colegio de Santa Librada me
fue muy bien en términos académicos me gané la Medalla General Santander al
mejor estudiante del colegio en los seis años consecutivos. Me levantaba
temprano todos los días a las cinco de la mañana y me bañaba con agua fría en el único baño que tenía la casa al final
del corredor en el patio de atrás.
Preparaba mi desayuno que consistía en una taza de café con leche y un buen
pedazo de pan de salvado, o en ocasiones una rosca de pandebono frío o caliente que daba lo mismo. Revisaba
con mucho juicio las tareas que había realizado en el día anterior y me iba a
píe al colegio cruzando la loma de San
Antonio, el barrio San Cayetano y el barrio los Libertadores por la loma de la Cruz para llegar al Colegio
de Santa Librada hacia las siete de la mañana cuando sonaba la campana para
iniciar la jornada diaria escolar. Las clases iban de 7 a 11:45 en las horas de
la mañana para salir a almorzar y regresar por la tarde en una jornada de 3 a 5
p.m.
Vivíamos en el barrio de El Peñón en la carrera
tercera oeste en una casa de adobe identificada con el número 4-17. Era una
casa relativamente amplia con tres alcobas grandes y dos pequeñas, con portón
de madera que daba acceso directo a la oficina de mi papá, y por un zaguán
contiguo se seguía hacia el comedor que se integraba al primer patio. Sobre un
castado estaban las dos alcobas mayores que tenían ventanas con
sentadero para mirar a la calle. Enseguida del comedor estaba la pieza de mi hermano
mayor, y la mía en un costado frente a la pieza de la empleada. El primer patio
en donde estaba el comedor, era el centro de la vida de la casa, con una mesa
cuadrada muy grande suficiente para ocho personas con un seibó de cuatro
puertas para guardar el mercado, y en
donde estaba el único lavamanos que todos usábamos para lavarnos las manos
antes de las comidas, peinarnos frente
al espejo principal, y
cepillarnos los dientes por lo menos dos veces al día. Teníamos un pequeño
congelador de tapa en donde se guardaban las carnes, la leche y otros productos
perecederos, y una pequeña gaveta de hacer hielo que era lo máximo para todos
nosotros. De vez en cuando se hacían helados, y disfrutábamos de los jugos de
frutas tropicales.
El olor de las arepas de Doña Mercedes de Rojas lo sentía al regresar del colegio al bajar
por la loma de San Antonio. Estaba atento a cualquier posibilidad de conversar con alguno de los Rojas, Fernando,
Humberto o sus hermanas y mencionar con
alboroto el olor de las arepas que se esparcía por todas partes desde el horno
de barro en el solar de la casa hasta la
calle. Era un manjar en un atardecer caleño poder comerse una arepa
regalada sentado en el parque del Peñón.
Sentir la alegría de vivir, jugar , conversar, correr, tirarse sobre el pasto,
mojarse y tomar agua en la pila del parque.
Santiago de Cali era una ciudad pequeña con su centro
en la plaza de Caicedo en memoria al protomártir de la independencia colombiana
Joaquín de Caicedo Cuero y en un costado
lateral estaba la Catedral Católica, principal sede religiosa de la ciudad. La
plaza de mercado “El calvario” a unas dos o tres cuadras del centro era un sitio muy concurrido para la compra de
los víveres necesarios para la vida cotidiana de todos los habitantes en la
ciudad.
La población no pasaba de unos 300,000 habitantes
distribuidos por barrios bien identificados en el mapa popular. Partiendo del
centro de la ciudad hacia el norte su extensión terminaba en las talleres del
ferrocarril en Chipichape. Sobre la
margen izquierda del río Cali reconocíamos algunos barrios como el Barrio Versalles, el barrio Granada,
Centenario y el Peñón. Siguiendo el río
nuestras vidas se llenaban de agua en las oportunidades de ir a nadar a los
diferentes charcos como el de la Estaca que era para nosotros el primero en la
línea hacia Santa Rita de mucha atracción popular los fines de semana. Cerca de
nuestra casa a unos 200 metros estaba el charco del burro, en
donde pasó nuestra juventud y adolescencia acuática. También recuerdo el charco
de los Pedrones y la confluencia del río aguacatal con el río Cali que era el
sitio conocido como “entre ríos”.
Otros barrios próximos hacia el occidente estaban San
Antonio, San Cayetano, Libertadores, San Fernando, Miraflores, y Siloé. La
ciudad hacia el sur para la época terminaba en el Templete que se hizo para las
celebraciones religiosas católicas del Congreso Eucarístico en 1949. En el sur
oriente y para nosotros la ciudad terminaba
en los barrios populares alrededor de la estación del Ferrocarril y en
la vía que conducía al río Cauca que en ocasiones se inundaban.
Yo era un buen estudiante, disciplinado, respetuoso y
dedicado al cumplimiento de todas la tareas que ponían en el colegio. Sin embargo, como adolescente también tuve dificultades en los procesos de acomodación y
respuesta a la vida estudiantil. Un día cualquiera, cuando caminaba sobre los
14 años y estaba en el curso tercero de bachillerato decidí en un momento de
desubicación con lo terreno, no regresar definitivamente al colegio. Me fui a
la casa y sin decirle a nadie, tomé alguna ropa de diario y me fui a la
estación del ferrocarril. Era un sábado en horas muy tempranas de la mañana,
compré un tiquete hacia la población de Timba, en donde ocurrió el principio del
asesinato de mi papá, que siempre recuerdo. No sé como pero hacia el medio día
subía subía la cordillera hasta llegar a la Liberia en donde vivía Tulia y Rubio que habían trabajado con
mi papá. Sorprendidos no entendían que estaba haciendo yo en el lugar. Me enteré que casualmente
ellos estaban en los momento de salir definitivamente de los trabajos en las minas de carbón y viajando en esa semana hacia la ciudad de
Cali para trabajar como cuidadores de una finca en la región de Yanaconas muy
cerca de la ciudad. Todo sucede por algo. Estuve con ellos toda la semana y
hacia el sábado en la mañana llegó una volqueta y cargamos los muebles y enseres para regresar a Cali.
Al llegar al sitio en Yanaconas, Tulia con un gran afecto se acercó y me dijo:
-Hijo, tienes que irte. Regresar a la casa. No te
puedes que dar con nosotros. Tienes que continuar tus estudios.
Cogí mi bolsa de ropa y empecé el camino de regreso a
casa a píe por las lomas de Pichindé bordeando el descenso del Río Cali hasta
llegar a los predios de Santa Rita que conocía. Hacia las once de la mañana
estaba entrando a mi casa. Mi mamá aterrada de mi existencia, no sabía nada, en
donde estaba ni que estaba haciendo. Todavía después de tantos años que han pasado
tampoco tengo las explicaciones clara de que fue lo que realmente me pasó. Fueron ocho días alejado de todo sin saber porque lo hacía,
para adonde iba o que era lo quería. Un episodio
de neurosis desconocida que quedó en mi memoria grabada de las posibilidades
que existen de perderse en las profundidades
de una realidad mental sin entradas ni salidas. Al
final, tuve la fortuna de contar con amigos del colegio que en pocos días me
facilitaron todos los trabajos que se había realizado en el tiempo que duró mi
ausencia, que no se notó, no se supo y
me señalaron como enfermo. Recuerdo a mi compañero de salón Antonio Pizarro que vivía a tres casas de por
medio y apenas supo de mi regreso me fue a buscar para saber que me había
pasado y poder ayudarme con los cuadernos y las tareas . Fredy Tafur y Armando Córdoba que vivían en el barrio y
con quienes iba y venía al colegio se apresuraron a ayudarme para ponerme al
día. También los compañeros Jaime Rodríguez, Enrique Morel, e Iván Pérez
Delgado me ayudaron en el proceso de regreso a la vida estudiantil que la había
perdido.
Pienso que cuando terminé el bachillerato fui reconocido por algunos de los compañeros y profesores como un buen estudiante,
disciplinado y respetuoso. Ahora que han pasado los años por encima de los
ochenta recuerdo algunos profesores con mucho cariño : el profesor
de química Marulanda ( “pajarito”) me regaló un libro de Linus Pauling
sobre química (Premio nobel de
química 1954) en el día de la
graduación. Lo guardé por poco tiempo y despues frente a alguna necesidad lo
vendí a un compañero del colegio que se interesó en el libro. El padre Cohen me dio el premio
de religión, y otros que no me regalaron nada físico pero que también recuerdo
con mucho cariño. El profesor Cuervo de física, el profesor Mosquera de
filosofía quién me hizo repetir un examen por sospecha de que era demasiado
bueno, J.J. Caicedo de anatomía, Ms.
Leví de francés, el profesor Capdevila, español expatriado, Don Pablo Manrique
de educación física que nunca logró que
doblara la cintura y tocara el suelo con las palmas de las manos y me
calificó siempre por debajo de 3.5 durante todos los seis años. El padre Carlos
Arturo Silva, rector, quien me empujaba a seguir adelante con constancia y gran
aliento , mango viche, Pablo Tenorio, Chevrolet, literatura Varela, el Dr. Caicedo
( “Quinopodio”) quien nos purgó todos los años y nos curó las gonorreas con
altas dosis de penicilina. Pichita y otros, con Don Roque Aragón profesor de
dibujo quien nos ponía siempre a dibujar la capilla del colegio construida en
ladrillo a la vista y sabía cuantos deberían aparecer en el dibujo. “Morocho”
vicerrector Zamorano quien introdujo el cuento de la agenda azul para enviar
mensajes a los padres de familia sobre el comportamiento de sus hijos.
Seis años de
adolescencia compartida con los compañeros del colegio, con los amigos hombres y mujeres del mismo barrio, en
una vida cotidiana entrelazada con los sucesos personales, familiares y
comunitarios. La vida se enredaba con algunos alborotos, chismes, y comentarios
que llegan a los oídos de todos. Las relaciones sexuales acomodadas con las
muchachas del servicio y casi protegidas en el silencio que no se comentaban
pero todo el mundo sabía. Los concursos entre los hombres sobre los juegos de
masturbación en pequeños grupos para medir la potencia del semen volando entre
las pequeñas ramas de los arbustos en donde nos escondíamos en lotes cercanos
llenos de malezas y propicios para este tipo de juegos. Algunos desafíos muy
esporádicos de relaciones homosexuales
con alguno de los muchachos afeminados en medio de las emociones de los
participantes en ese grupo en ese día.
Con las mujeres adolescentes del barrio,
las amigas, las relaciones se llevaban al respeto máximo, caricias cercanas,
apretones delicados de manos, de pronto un
beso furtivo, y algunos rozamientos pasionales llevados por la
imaginación de adolescentes más allá de las fronteras del amor. La existencia
de la “zona de tolerancia” en la ciudad facilitaba la vida de los papás que
tenían hijos varones y que presionaba sobre la vida sexual de los hombres. Era
una atracción para recorrer y matar la curiosidad de ver una pequeña calle
llena de travestis y homosexuales, también dejarse llevar por el colorido, la
alegría, y los bares con zonas de baile,
pianolas con acompañamiento de baterías localizadas estratégicamente sobre
tarimas, un mundo bullicioso, pernicioso y aceptado.
Una ciudad pequeña pero con muchas salas de cine
localizadas en el centro de la ciudad.
Cerca de la plaza de Santa Rosa estaba el teatro Aristy y el teatro Colón un
poco más sofisticados que pasaban cintas
principalmente en inglés. Por el lado del batallón Pichincha estaba el teatro
Bolívar con su fuente de soda y de mucha atracción juvenil. Las cintas mejicanas eran las más
atractivas y de amplia concurrencia
popular en el Cine Colombia, en el
Teatro Jorge Isaac, Cervantes, San
Nicolás, Sucre y la Alameda, y en especial para adultos el teatro Lux de cine continuo.
Un mundo pequeño con arrebatos culturales grandes que
empujaban corrientes artísticas y
literarias vanguardistas como el Nadaísmo lideradas por Gonzalo Arango desde
Bogotá en 1958, y en nuestro colegio por Jota Mario Arbeláez, Armando Olguín,
el loco Edgar Álvarez, y otros que quisiera recordar pero la memoria no me da.
Un movimiento que impactaba las costumbres, la manera de vestir, de hablar, el corte de pelo corto y
largo, con la presencia de un poco de marihuana, o la fumada de cualquier cosa:
cigarrillos piel roja, pierrot o patialazados, o telaraña con mejoral. El
teatro en las tablas se metia en nuestras cabezas con entusiasmo para sacar
adelante el Soldado de San Marcial de Moliere y presentarlo varias veces en el
aula máxima del colegio liderado por Delio Merino y trasportado a otros municipios
como Yumbo y Jamundí.
La explosión del 7 agosto de 1956 marcó con
profundidad a la gente de Cali. Transformó la manera de relacionarse y empujó
con fuerza la solidaridad, la ayuda a los demás, y a dar respuestas a las
necesidades de las comunidades más necesitadas. Hacia finales de ese año se
programó la primera feria de Cali que empezó en la mitad de diciembre y casi
nunca termina, con la gente bailando, cantando y gozando en las casetas o en la
mitad de las calles. Fue una manera colectiva de reaccionar ante la adversidad
y el dolor. La música empezó a sonar, los bailes en las casas los viernes y
fines de semana se popularizaron, el rock and roll, los boleros, el cha cha, el
fox trop, los tangos y las milongas, se escucharon por todas partes. Apareció
de repente la necesidad de empujar el folhclore colombiano.
Estos fueron los palitos para el primer festival de
teatro que se celebró en Cali, y los orígenes de los arrebatos y posteriores
desarrollos de “Ojo al cine”, el cine
club, y viva la musica de Andres Caicedo en 1971.
También se desprendió un paralelo en el Colegio con la presencia del Militarismo, que se
metió en el Colegio y nos llevó a las actividades obligatorias de todos los
sábados en las horas de la mañana,
cuando un grupo de próximos bachilleres
obligados a presentar el servicio militar nos hacían marchar en las canchas
deportivas. Fue la época de la dictadura del General Rojas Pinilla que terminó
con un paro nacional y un acuerdo político pactado de sucesión de los lideres
conservadores y liberales en el poder.
Cuando terminé el bachillerato mis sentimientos
interiores eran de abandono total a la participación y alejamiento social. Me
retiré por un tiempo alojado en una finca en el corregimiento de Lomitas en el
Municipio de La Cumbre de propiedad de un primo que era mi mompa, que era tan
bajito que lo llamábamos Carreto . Todos los fines de semana montábamos a
caballo, recorríamos las tiendas del pueblo, tomábamos aguardiente, jugamos
billar, y trabajábamos un poco en los quehaceres de la finca: ordeñando las
vacas, recogiendo café, moliendo la fruta, despulpando, secando y escogiendo
los granos sobre el techo limpio de las tolvas en donde pasamos muchos ratos,
hasta llegar al aburrimiento.
Como siempre las noticias llegan en los momentos menos
inesperados. Un día me avisaron que
había sido aceptado para participar en el concurso para la formación de
educadores sanitarios en el Valle del Cauca auspiciado por la Unión
Panamericana. La verdad se me había olvidado que me había presentado al
concurso y regresé a la ciudad de Cali. Asistí a las reuniones de selección y a
la semana siguiente estaba sentado en una mesa con otros 18 asistentes de todo
Colombia. Al terminar la formación fui aceptado como educador sanitario en la
Secretaría Departamental de Salud Publica que dirigía el Dr. Arturo Vélez Gil a
quien le debo el empujón para continuar
estudiando en una universidad.
Para mi la década de 1950 termina con el acto de
clausura del Bachillerato en Santa Librada. La ceremonia tuvo lugar el día sábado 23 de julio en el
auditorio prestado del Colegio Pio XII de los padres franciscanos, debido a que
el aula máxima de nuestra casa de estudios estaba siendo reparada, proceso que terminó sentenciado a ruinas al descubrir que no se podía reparar
por daños estructurales. Ese día se llenó el auditorio con nosotros los
graduandos y nuestras familias. Mi mamá y el padrastro asistieron a la
ceremonia para recibir mi diploma de bachiller. Un acto solemne con palabras
del Rector el padre Silva, la presencia del padre Roberto Cohen de la diócesis
de Cali y los profesores del colegio. Recuerdo las palabras de Alonso Lucio
quién pronunció el discurso de grado y
terminó diciéndonos: “compañeros el viento está soplando, levantemos nuestras
velas”. Aplausos para los recuerdos, abrazos, felicitaciones y alegrías
compartidas entre todos.
Ese día estaba invitado a almorzar a la casa de mi
amigo Pacho Restrepo en su reciente casa comprada por su papá Don Joaquín
Emilio Restrepo en el Barrio El Lido, a
unos pocas cuadras del sitio en donde se realizó el acto de clausura del
Colegio. Don Joaquín, casado con Doña María Luisa Barrientos, era el propietario
de la Editorial Colombia. Un hombre culto, letrado, escritor y periodista
fundador del periódico “El Ingrumá” de Riosucio en donde escribió editoriales
con gran talante y altura literaria: “Con el espíritu tendido a las más
risueñas esperanzas y el músculo tenso sobre la brega, hemos arrimado después
de sortear toda clase de obstáculos a esta ciudad cuya existencia se desliza
frente a la vigilia tranquila de “Ingrumá”.
“…La gota de sudor cavó los cimientos de un futuro triunfal y la fe
juntó los espíritus para arrodillarlos fervientes al pie de la cruz.
Pirámide de soberbias proporciones, cuya
frente bañada en espacio, un día debía recibir de las manos de los creyentes,
el bautismo de amor signando su testa calva con la enseña del Padre de la fe.” (Riosucio
3 de enero de 1942).
La familia de Pacho era hermosa. Tenía un hermano
menor, Luciano, y la compañía de siete bellas hermanas entre las cuales una de
ellas, Beatricita, fue mi primer amor de ventana en el barrio de El Peñón cuando apenas caminaba sobre los
catorce años. Les estaré por siempre agradecido…gracias a ellos tuve fiesta de
grado. Me dieron muchos presentes y entre ellos uno que me acompañó por muchos
años. Un juego de artículos para colocar sobre
el escritorio con una gran carpeta de base verde, un porta retratos con
marco en cuero labrado, un secante con un mango en cuero adornado, y un
recipiente de vidrio para tinta negra y roja y separador en la mitad para colocar los portaplumas que
se usaban en la época. Con la familia Restrepo fuimos referentes toda una vida
hasta ahora cuando algunos han desaparecido y los que quedamos estamos por
encima de muchos años.
La proximidad del verano revolvió mis sentimientos,
presionándome a optar por un abandono total hacia la participación social y un alejamiento
social voluntario. Me refugié en una finca del corregimiento de Lomitas en el
Municipio de La Cumbre propiedad de un primo que era mi mompa, todos lo
llamábamos “ Carreto” porque era muy bajito. Los fines de semana montábamos a
caballo, recorríamos las tiendas del pueblo, tomábamos aguardiente, jugamos
billar. Durante la semana, trabajábamos
un poco en los quehaceres de la finca: ordeñando vacas, recogiendo café,
moliendo fruta, despulpando, secando y escogiendo los granos sobre el techo
limpio de las tolvas en donde pasamos muchos ratos hasta llegar al
aburrimiento.
Ya había terminado el bachillerato. Ahora la necesidad de satisfacer las carencias personales y familiares me forzaban en la definición de un camino hacia un futuro mejor. Mi cuñado Cornelio Celis Portela, casado con mi hermana mayor Blanca Irma, quien era el director técnico de los laboratorios de Merck Sharp & Dohme me había propuesto que trabajara en el laboratorio manejando un medidor de cenizas. Pero nunca le di una respuesta, pues su propuesta no me entusiasmaba. Pero como siempre las noticias llegan en los momentos menos inesperados. Un día me avisaron que había sido aceptado para participar en el concurso para la formación de educadores en salud en el Valle del Cauca auspiciado por la Unión Panamericana. Ante esta noticia, que sonaba demasiado interesante y a pesar de que había olvidado mi participación en este concurso, resolví regresar a la ciudad de Cali. Entusiasmado asistí a las entrevistas de selección. A la semana siguiente, del mes de septiembre, estaba sentado en una mesa con otros 18 participantes de todo Colombia en un proyecto coordinado por el Servicio Cooperativo Interamericano de Salud Pública.
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