Adriana Lucia Yepes Palacio
Hace 28 años cuando iba para Bahía Solano (Chocó) me dijeron: “Usted entrará llorando, porque no se querrá ir para allá”. Lo que nunca me dijeron era que también lloraría al momento de salir, porque no me quería ir.
Llegó el trasteo. Buena parte de
las cosas se mojaron y se dañaron a la intemperie en un buque de la Armada
Nacional, los electrodomésticos no los empaqué porque sabía que el municipio no
contaba con energía eléctrica.
Vivía en un puesto destacado de la Armada, a unos veinte minutos caminando del centro de Bahía. Me acompañaban dos infantes de marina, uno cargaba en sus hombros a mi pequeña hija de dos años y el otro nos cuidaba, estábamos en una zona de orden público. El paraguas y las botas pantaneras hacían parte del atuendo, recuerdo que por el tamaño de mis pies las botas lucían un hermoso pato Donald y su caña de pescar a cada lado, podría decir que iba en sincronía con mi hija.
Inicié labores de médica en mi consultorio
particular en el segundo piso de la casa de la maestra Ofelia, reconocida y
amada por el pueblo quien había aprendido el valor de la lectura con sus
enseñanzas.
Comencé a conocer la comunidad de
Bahía y las playas cercanas. Al frente teníamos Los Vidales, dos rocas
gigantes que emergen del mar y custodian
el centro de la población, uno de los lugares más bellos y simples que he
conocido. Todos teníamos un espacio: colonos, militares, personas afro e
indígenas. Habitábamos el territorio, cuna selvática de historias míticas y
mágicas que movían el saber ancestral y se mezclaban con el mío, académico y
flexible.
Con la malaria teníamos una
conversación a diario, los antibióticos funcionaban, los pacientes mejoraban,
el ojo clínico era tan importante como el mal de ojo y el cuajo.
Recién llegada, fue a mi
consultorio Flinty, un hombre afro alto,
delgado, encargado de perifonear las noticias caminando por las calles arenosas
del pueblo.
-
¿Vea ve meica usté no se va a presentá
al pueblo?
-
Claro que si, Flinty.
Le escribí en forma breve lo
relevante respecto a mis servicios como médica: valor de la consulta, horarios,
ubicación del consultorio. Autoricé colocarle el “sabor pacífico” que según
Flinty le hacía falta. Le di el dinero que me pidió. Salí al balcón de mi
consultorio a escuchar el comunicado con megáfono, en el inconfundible
sonsonete pacífico: “ vea vé, ha llegado de Medellín la méica que todo lo cura
y todo lo sabe, solo cinco mil pesitos, vaya ya a la casa de la maestra Ofelia”.
Flinty sonriente me hacía gestos y señales con sus manos complacido del sabor
autóctono de su lenguaje coloquial.
El costo de la consulta no era
obstáculo para atender al paciente, hacia trueque por pescado, camarón y hasta
huevos criollos que a mi hija le gustaban por el colorido de su cáscara y
cuando no había para el trueque, regalaba la consulta.
Estábamos tan lejos de todo y de
todos, las avionetas entraban y salían cada dos o tres días, en varias
ocasiones evacuábamos pacientes a Medellín en el helicóptero de la Fuerza Aérea
que llegaba cada mes a hacer relevos de los militares que custodiaban las
antenas ubicadas en el Cerro Mecana. Gestioné un lugar de paso a los familiares
de los pacientes mientras se recuperaban
en la metrópoli antioqueña.
Confié en mi saber médico y en el
ancestral de la comunidad, mezclados con
gran acierto. En el hospital no contábamos con laboratorio clínico, solo una
citotecnóloga que leía el examen de la malaria en forma permanente y los
RX del hospital que la mayor parte del tiempo no funcionaban. Había tres
médicos, dos rurales y el director, sumada la labor en mi consultorio,
atendíamos personas de la región y de las playas. En una ocasión fue a mi lugar
de trabajo un hombre que no era de la
región, me insistió que fuera a una
playa a atender el parto de su mujer, me llamó la atención que hubiera llegado
sin ella al pueblo, conociendo lo difícil y costoso que era el desplazamiento
en lancha hasta Bahía. Según el padre de mi hija “ me querían hacer la vuelta”.
Al hospital llevaba caminando a mis
pacientes particulares. Cuando mi saber llegaba al límite, entre todos
pensábamos y decidíamos qué era lo mejor dadas las circunstancias. Había
momentos muy duros, las decisiones que tomábamos eran definitivas a pesar de no
contar con recurso tecnológico. Me
sentía parte del ecosistema de la selva, la comunidad y la región.
Cuando el calor me sofocaba,
cerraba mi consultorio y me iba con mi pequeña hija a coger camarones a la
quebrada. Aprendí a bucear y me certificaron para ingresar al mundo submarino
con respeto y asombro, lugar que compartía con ballenas que migraban cientos de
kilómetros con el único propósito de parir en nuestro tibio pacífico
colombiano.
Las cascadas que desembocaban a profundos pozos azules, las playas extensas
y anchas por la marea cambiante, la simpleza de sus pescadores que madrugaban a
sus faenas de pesca y en las tardes jugaban dominó, el amor desposeído y a
carcajadas, la filosofía frente al sexo, la “calentura” y la “arrechera”
nombrados como “corrompiña” hacían parte de la vida sin malicia ni ideas
pecaminosas, la solidaridad de sus mujeres que criaban hijos ajenos como si
fueran suyos, me mostraban que hay mil formas de ver el mundo y registrarlo en
la piel y los afectos.
El Puesto Destacado de la Armada
Nacional donde vivía contaba con planta eléctrica, se prendía por unas horas en
la noche, de allí en adelante mis ojos registraban total obscuridad, no veía ni
siquiera al hombre que tenía al lado. Recuerdo con claridad el olor a humedad y
selva impreso en cada rincón del ambiente. Sayra la chica afro que me ayudaba
en la casa me enseñó la forma de preparar jugos sin licuadora n especial el
borojó y la manera de preservar alimentos sin nevera eléctrica, no iba a trabajar cuando estaba lloviendo y
llovía sin compasión casi todos los días. La ropa solo se aplanchaba en casos
estrictos, para algún evento importante, había una señora en el pueblo que
usaba plancha de carbón, era una artista para entregar la ropa
sin una arruga. Mi hermana le regaló a mi hija una plancha y una mesa de
planchar, por supuesto mi hija no supo qué hacer con ese juguete y solo dijo:
“aló” al colocarlo en su oreja. Ella jugaba con caracoles, cangrejos, era experta
recolectando camarones en la quebrada, amamantaba sus muñecas como lo veía
hacer a las afro e indígenas, se deslumbraba cada vez que visitábamos a la
abuela y veía encender los bombillos, eran para ella “ la lu”. Estudiaba en un
hogar de Bienestar Familiar ubicado frente a mi consultorio. Estoy segura que
esta vivencia le permitió captar la forma
diversa de ver el mundo y ser feliz.
Transcurrieron dos años, era el
tiempo de partir, no quería irme. Mi familia aseguraba que la manigua me había
devorado. Me contaron que en Bahía querían recoger firmas y escribir una carta para
que me quedara y el pueblo me cuidaría.
Flinty supo que me iba y dijo: “Hay que despedíce méica ”. Fue entonces
que confié mis palabras de despedida a Flinty. “ Con lágrimas en sus ojos se
despide de este pueblo olvidado, la méica que todo lo cura y todo lo sabe, nos
dice adió aunque no se quiere i “
Gracias Bahía solano, te guardo en mi memoria,
mi olfato y mis afectos.
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