Gustavo Urrego Grueso
La última pelea entre mis papás me llegó como un enredo de voces que se coló por debajo de la puerta del cuarto. Papá vomitaba palabras con furia. Ya estoy harto, me largo de esta casa. Me quiero ir bien lejos. Yo no lograba entender. Como si no le importara, escuché a mamá decir, si quiere irse no hay problema, la puerta está abierta. Un gran silencio acabó la discusión.
Molidos en el tedio de estar atrapados
en un matrimonio fermentado, hierven un instante y se quedan rumiando sus
rabias hasta la siguiente pelea. Papá era un perro gruñón que mamá con tiempo y
paciencia había logrado domesticar. Cuando iniciaron la convivencia las peleas
eran violentas. Él, un macho tratando de imponerse por la fuerza, una vez la
golpeó en la cara. Pero mamá asimiló el golpe y agarró la plancha eléctrica y
se la lanzó a la cabeza. Aquí nos matamos los dos, pero a mí no me volvés a pegar,
le gritó con tanta determinación que la advertencia surtió efecto porque de las
malas palabras no volvió a pasar. Papá trabajaba por turnos, la semana que
trasnochaba el mal humor no lo abandonaba. Cuando llegaba en la mañana era como
si el sol no saliera para nosotros. Antes de ir a dormir se sentaba a desayunar
en el comedor y desde allí nos miraba con ojos de trasnocho, que echaban fuego.
Mamá y mis hermanos apenas si nos atrevíamos a respirar en silencio. Silencio
que se prolongaba hasta las cinco de la tarde en que se iba al trabajo. Cuando hacíamos un daño o no cumplíamos
con los deberes, como tender la cama o peleábamos entre hermanos, mamá solía
decir, van a ver cuando venga su papá. Era el coco. A la que más castigaba era
a mi hermana mayor que empezaba a temblar
cuando papá abría la puerta. A mí me salvo el estudio. Me iba bien en el
colegio y eso le gustaba. Lo que me evitó varios correazos. Era un pequeño
dictador abusivo. Yo me sentía acoquinado, hasta llegué a pensar que era
cierto, que nosotros no teníamos ningún derecho, que deberíamos agradecer la
comida y el techo.
Te confieso que ya adulto me parecía
un despropósito ver personas reclamar sus derechos en la calle.
Papá un día decidió vender la casa, sin decirnos
nada. Se dejó convencer por un amigo que el negocio estaba en el transporte. Con
lo que la vendió como si fuera solo suya, se compró un bus en una empresa local
y un taxi. Es que dan plata todos los días decía animado. Pero la dicha le duró
poco. Eran más los gastos en el taller que los ingresos diarios. Con el tiempo
se dio cuenta que los choferes vendían las llantas y las cambiaban por otras
gastadas. Aplicaban una banda elástica en la registradora para marcar menos
pasajeros y dar menos dinero en la entrega. Los dueños de la empresa enviaban
sus buses en las horas pico y el bus de papá lo programaban en horarios
muertos. Los taxistas le acabaron el taxi en los huecos de las calles de Cali. No aguantó más y vendió lo que quedaba del bus
y el taxi. Buscando recuperarse de la mala racha, siguió el consejo de un
vecino de prestar la poca plata que le quedó a un interés del 10% diario a los vendedores ambulantes de la galería Santa
Helena. Regó los billetes entre vendedores que a los pocos días empezaron a
atrasarse en los pagos. Con las letras que habían firmado como respaldo de los créditos,
buscó un abogado para el cobro jurídico, pero el abogado se fue a negociar las
letras con los deudores, si le pagaban el treinta por ciento él a cambio les daría un paz y salvo. Una de
las deudoras le contesto; si no he podido pagarle al señor que me presto, no le
voy a pagar a usted una plata que no es suya. Eso lo supimos porque ella misma
se lo contó a papá. Así se quedó sin dinero y nos dejó sin casa. Pero no todo en
la vida es desgracia y uno de mis hermanos se ganó la lotería y le compró una
casa a mamá de la que papá ya no nos podía echar; cuando se enojaba decía que
se iba a largar.
Papá no era cariñoso y estaba enfermo
del corazón. Solo me abrazaba y me daba la bendición los 31 de diciembre, aún recuerdo
el beso rasposo de su barba sobre mi mejilla. Tenía el corazón grande, los médicos
le diagnosticaron insuficiencia cardíaca. Con el tiempo entendí que tenía
dañada una válvula del corazón. Cuando él era niño padeció amigdalitis que en
la finca le trataron con gárgaras de agua limón. La bacteria de la amigdalitis
termino dañando una válvula del corazón.
Estas seguro de que quieres oír todo
esto?
Sí.
Recuerdo que lo acompañé a la cita con el
cardiólogo, nos explicó que el corazón estaba
muy enfermo y era necesario realizarle
una cirugía para reemplazar la válvula cardíaca por una metálica. Unas semanas
más tarde le realizaron la cirugía de corazón abierto, pasó unos días en la
unidad de cuidados intensivos, salió con corazón renovado pero anticoagulado de
por vida. Tomaba warfarina, un
compuesto para matar ratas, por su
efecto anticoagulante desangrándolas. Debe
estar en control de coagulación con frecuencia, le dijo el médico. El riesgo es
estar muy anticoagulado y sangrar, o con baja anticoagulación y formar trombos
que tapan las arterias.
A los primeros controles asistió puntual haciendo
los exámenes sin falta. Un viernes sintió un dolor en la pierna izquierda. Vaya
al médico le dijo mamá y él se fue a consulta. Caminó una cuadra pero el dolor le
impidió continuar, se devolvió a la casa y se acostó con las piernas en alto
buscando alivio. El lunes al seguir con el dolor consultó al médico pero ya la
pierna estaba fría y con el pulso en el tobillo. Lo hospitalizaron, le
realizaron eco doppler se evidenciaron trombos en la arteria
principal de la pierna. Le realizaron varias endarterectomias, un procedimiento
para retirar los coágulos de las arterias, pero fue inútil, terminó amputándose
de la rodilla hacia abajo. Desde entonces no volvió a repetir que se iba de
casa. No se adaptó a usar prótesis. Se
sentaba con el muñón del muslo, cosido como un bulto de café; lo envolvía en un
vendaje con talco rancio, para apoyarlo en una copa de acrílico color melón sostenida
en un tallo que se doblaba como una rodilla y descansaba en un base que se
cubría con el zapato. Al caminar se apoyaba en un bastón balanceando la pelvis,
como un buque a punto de naufragar. Se enfurecía con mamá porque ella salía a caminar. Decía que él
era un minusválido y nos culpaba por no haberlo llevado a tiempo al médico.
No sé qué pienses pero a veces quisiera
otros recuerdos, poder cambiar el pasado….
Yo lo visitaba los domingos en la
tarde. Solía estar en su sillón, viendo televisión,
haciendo zaping. Nos mirábamos con amor
tratando de contarnos nuestras vidas, pero una barrera invisible nos impedía acercarnos.
Era como una coraza que dejaba al otro afuera. Las palabras no encontraban el
camino del amor y terminábamos hablando de sus medicamentos, de la cita con el médico.
Mi cariño se lo daba en unos billetes para sus gastos mensuales.
Unos años después el trombo no se fue
hacia las piernas, se fue hacia arriba, a la cabeza. Como una marioneta en
pleno acto a la que le cortan de repente
los hilos, la cabeza le cayó al pecho, en un cuerpo hecho trapo; en coma fue
llevado a una unidad de cuidados intensivos donde falleció una semana después,
sin una última conversación, sin haber sido amigos. En el funeral mientras bajaban el ataúd a la fosa y le caía encima tierra y después flores, no me
salieron lágrimas tampoco a mi hermana mayor. Los hermanos menores lloraron por nosotros.
En una reunión en casa de un primo hablamos
de papá. El recordaba que era su tío preferido al que le pedía consejos, cada vez
que iba a realizar un negocio. Era su confidente. Con sabiduría lo orientaba y
le ayudaba a tomar las mejores decisiones. Mi primo había perdido a su papá siendo
aún niño. Yo en silencio recordaba que nunca consulté la opinión de papá, ni
cuando me iba a casar, ni cuando compré un automóvil o el apartamento. Regresé a mi temprana infancia cuando mi padre
todavía era mi héroe y una carga pesada cayó de mis hombros, permitiéndome descubrir
el lado bueno del papá que me dio estudio, una familia y me ayudó a ser lo que
soy. Lamenté su ausencia y me puse a llorar.
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