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miércoles, 1 de marzo de 2023

Luna roja

 

Adriana Lucía Yepes Palacio


                      Desde el Cerro de la Bandera en Puerto Carreño, departamento del Vichada, se divisa Venezuela y la confluencia de los ríos Bita y Meta en dirección al Rio Orinoco. Son trescientos sesenta grados de una sabana que no parece tener fin, interrumpida por unas rocas prehistóricas donde me detuve a observar hace más de veinte y cinco años el llano, donde hay espacio para delfines y atardeceres rosados que insinúan las conocidas lunas rojas que solo he visto en ese lugar mágico de historias, colores, aves y absurdos contrastes de colonos, llaneros e indígenas guahibos, quienes pasaron de ser población nómada y recolectora a ejercer la mendicidad y el reciclaje.

Aprendí a respetar la medicina ancestral, aunque no la entendía, pero me podía aliar a ella con el propósito de aliviar el dolor, el sufrimiento y la cura aunque solo si el Chamán declinaba. En ocasiones el personal de salud lograba el respeto, nos calificaban como buenos chamanes blancos. No era extraño ver la medicina tradicional y la ancestral deambulando en forma simultánea en la habitación del enfermo y en los pasillos del hospital entre cantos, plantas, danzas y humos sanadores  al tiempo con antibióticos, analgésicos y rondas médicas.

Recuerdo que había un paciente hospitalizado y en la revista médica de la mañana se comentó que tenía manejo con antibióticos venosos y con indicación de vigilar la mordedura de raya que padecía. Me llamó la atención una piedra lisa y plana sobre su pierna. Pregunté: ¿esto para qué lo tiene? Un colega  tomó la palabra: “Es la piedra de la monjita misionera, se adhiere a la herida y solo se desprende cuando ella absorbe el veneno, ya sabemos que es efectiva en estos casos. La piedra se esteriliza, no hay riesgo alguno. Usted va a encontrar un sin número de situaciones que no va a entender, le aconsejo que no se pregunte, podría perder la razón”.

El manejo del tiempo obedecía al horario diurno y nocturno, los antibióticos orales solo se suministraban  con la salida del sol o de la luna haciendo caso omiso de tecnicismos científicos. Los pacientes sencillamente  mejoraban a pesar del corto tiempo de tratamiento, las bacterias y los bichos en general gozaban de una pureza que nos favorecía, por no mencionar que los indígenas siempre estaban de afán por volver a su selva.

Nunca había visto en un hospital malocas con múltiples chinchorros donde teníamos hospitalizado el paciente y su familia, siempre andaban en grupo como supervisando lo que hacíamos,  así era la costumbre y lo aceptábamos para intentar negativizar los positivos de tuberculosis, una de las enfermedades más relevantes en esa época  en la comunidad indígena. Hacíamos todo lo posible porque permanecieran al menos mientras se tornaban negativos y disminuía el riesgo de contagiar a otros de su comunidad si regresaban antes de tiempo, sabíamos que tan pronto se sentían mejor, se escapaban por la pared posterior del patio del hospital.

El proceso de selección natural lo respetaba la comunidad a pesar de no ser muy claro para nosotros dada nuestra formación en preservar la vida. El más débil como el enfermo niño o anciano era un obstáculo para seguir el recorrido y la recolección del grupo, similar a una manada, no era extraño observar al acompañante devorando la comida del enfermo y la suya.

Temblábamos cuando veíamos una mujer indígena en trabajo de parto, era cesárea segura; ellas preferían parir a orillas del rio y atendidas por su partera. Yo creía que no confiaban plenamente en nosotros, no desconocíamos  el componente afectivo innegable que brinda su partera,  sumado a las dificultades de acceso en la intransitable sabana llanera.

Una noche de turno en el hospital vi una mujer indígena con su torso desnudo bellamente adornado por collares y su vientre gestante, acompañada de su familia en trabajo de parto. Por fortuna la enfermera que me acompañaba en urgencias me traducía al español lo que la paciente pronunciaba en su lengua piaroa. Me decía que la partera no había podido extraerle el bebé. Con mucha dificultad la ayudé a subir a la camilla de partos, noté que estaba próxima al nacimiento, no paraba de gritar: “Aquí no..aquí no”. A pesar de mi insistencia y ante mi asombro se tiró y se acuclilló, no me dejó otra opción, atendí su parto en cuclillas, a pesar de mi embarazo, entregándole al mundo un bello crio sano y fuerte a quien yo ofrecí a la luna roja del Vichada.

 

 


2 comentarios:

  1. Es un relato conmovedor, intenso, el encuentro entre dos saberes que no tiene que pasar específicamente por la razón,👌 está bellamente escrito!

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  2. Bello relato de los contrastes de nuestro País, descrito desde el corazón...evoque mis años de rural!

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