Carmen Elisa Piedrahita
Y allí estoy yo, caminando en medio de una tempestad que parece ponerse peor a cada instante. Es como si las compuertas del cielo se hubieran abierto todas al mismo tiempo. Los rayos caen tan cerca, que en cualquier momento alguno podría castigarme por mi terquedad. Han pasado cinco minutos desde que inicié mi retorno y ya estoy arrepentida de no haber escuchado a mis compañeros de gimnasio. Me pidieron, me suplicaron, que no saliera en medio de este diluvio. Pero ya no hubo marcha atrás. Eran más de la cinco de la tarde, y yo tenía que salir de allí.
Me puse la sudadera encima de la lycra, una toalla en la cabeza y comencé mi camino. Las calles están desoladas, no hay carros. El agua golpea mi rostro con fuerza, como si me amenazara con algo peor. Comienzo a rezar.
Una vecina me invitó a ese gimnasio, me dijo que era
sensacional, que los entrenadores eran muy aplicados. Que el progreso se veía
en menos tiempo del que uno podía imaginar. Se encuentra al otro lado de la
autopista, en un barrio de calles estrechas, con mucho concreto y pocos
árboles. Sus casas son sencillas, pero es usual encontrarme con una que otra
vivienda, extravagante, lujosa y de mal gusto, que desentona con el entorno. Me
contó que estos palacetes son de lavaperros y traquetos. Me advirtió también
que ese barrio se puede caminar de día, pero que después de las cinco de la
tarde todo se vuelve extraño, turbio y peligroso.
Hago ejercicio a diario desde que tengo memoria. Es una
necesidad. Una adicción. Me importa menos el tamaño de los músculos de mis
piernas que la sensación que provoca el ejercicio en mi cerebro. Me importa
menos saber que debo atravesar este barrio extraño cada día, aún a sabiendas de
que puedo cruzarme con algún personaje indeseable o algún peligro
inminente.
Pero hoy las circunstancias de la vida me obligaron a
empezar mi rutina de ejercicios a las dos y media de la tarde. Y debí haber
regresado a las cuatro. Pero seguí entrenando.
De pronto, en una esquina, aparece un vehículo. Yo me quedo
paralizada. El conductor abre la puerta de adelante y me grita:
–¡Móntese!
Me subo. No puedo pensar. De pronto veo que el carro está
prácticamente inundado.
–Qué pena con usted, le volví nada su carro– le dije.
Él, un hombre de unos 30 años, alto y de contextura
gruesa, me contesta mientras se estira para cerrar mi puerta.
–Sí, la voy a demandar.
El aguacero no permite ninguna visibilidad. El conductor
inicia la marcha. Mi cerebro racional
empieza a divagar. ¿Cómo te montas en el carro de un hombre que no conoces? en
una calle vacía donde nadie te vio subirte a ese carro? ¿Y si gritas? ¡El ruido
de la tempestad no va a permitir que te escuchen! ¿Quién para en mitad de una tempestad para
que le vuelvas el carro un desastre? ¡Nada es gratis!! ¿Qué hiciste Carmen
Elisa? ¡¿En qué basurero vas a aparecer mañana?!
Entonces, en medio
de esos pensamientos, escucho su voz lejana:
–¡Llegamos!
-¿Llegamos?
El cielo estaba despejado, casi como si no hubiera caído
una gota de agua.
Entre asombrada e incrédula le pregunto:
–¿Cómo supo? ¿Usted me conoce?
El hombre se volvió para mirarme fijamente.
-Es la primera vez que la veo.
Entonces me invade una sensación indescriptible, como si
de pronto hubiese recibido una inyección de endorfinas, y un deseo urgente de
abrazar a mis hijos. Le doy las gracias al extraño y entro al condominio.
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