Eduardo Toro
“Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización”
Cuento La Santa de GGM
La
primavera estaba rezagada, el invierno con un manto inclemente de nieve mojada
cubría las colinas de Roma. La radio y la televisión alertaban sobre una
tormenta que, en pleno inicio de la primavera, azotaría a la ciudad por espacio
de por lo menos cuarenta y ocho horas. Anunciaban que los vientos helados
llegarían con peligrosas ráfagas de hasta ciento ochenta kilómetros. Las alarmas
se accionaron cuando el fenómeno que no tenía antecedentes se acercaba, etiquetado
con el nombre de “La bestia siberiana”.
Cerraron aeropuertos y carreteras, alertaron sobre posibles interrupciones en el sistema eléctrico, invitaron a la prudencia y a tomar suficientes abastos, ordenando a la población no abandonar sus casas y refugios. La ciudad estaba desierta y blanca como un descomunal pastel de boda.
Solo
albergaba en sus parques algunas palomas que picoteaban afanosas bajo la nieve.
En
el aeropuerto Leonardo da Vinci, tomé un taxi que rápido me llevó al hotel reservado.
El conductor justificó su afán debido a las inclemencias climáticas anunciadas
y me aconsejó no salir del hotel.
Desde
la ventana de mi cuarto veía languidecer el día y las palomas que tercamente
picoteaban bajo la nieve.
Habían pasado cinco inviernos desde mi última
visita a Roma. Las horas expectantes en mi cómodo refugio invernal, las
aproveché planeando la manera pronta y segura de llegar hasta Margarito Duarte
y su hija envalijada. Estaba obsesionado con el destino final de mi paisano y
la santa. Tenía preguntas sin respuestas sobre la vida de Margarito,
intencionalmente oculta por quien narró parte de su historia. Buscaría hasta
encontrarlo, aun con la certeza de que la vida no le alcanzaría para vivir los ochenta
y nueve años que calculaba podría tener a estas alturas.
Pero
también pensaba que Margarito podría estar desabrigado congelándose en un
andén.
No
sabía si comenzar mis pesquisas por el Alto Tribunal de las Santificaciones de
la Santa Sede o por nuestra embajada en Roma. Opté por la segunda porque deduje
que era más humana y cercana; desprecié la primera por temor a sucumbir en un
laberinto de antesalas y genuflexiones o quedar perdido en una espesa selva de
mitras y ríos de preciosos ornamentos bordados en plata y oro, en los que el
propio Margarito navegó sin brújula, en procura de un Papa que elevara a los
altares a su pequeña santa.
Si
Margarito Duarte está muerto, la levedad del cadáver de su hija debe
manifestarse en algún lugar de Roma.
La
primavera llegó con tres días de retraso. Muy temprano me presenté a la
embajada. El secretario me saludó y se puso a la orden con amabilidad cachaca,
pero con un lejano acento italiano: era viejo, canoso, de piel blanca y
trasparente aun con rastros del invierno reciente; llevaba un chaleco con un
clavel primaveral en el bolsillo relojero: detrás de sus gafas redondas se
asomaba la mirada de un secretario vitalicio. que seguramente sabía más de
diplomacia que el propio embajador.
El
toque primaveral estaba a cargo de su asistente, una viejita sonriente y
huesuda que llevaba un vestido estampado con flores azules y rosadas; iba
exageradamente maquillada, tanto que el carmesí de sus mejillas estaba más
acentuado en uno de sus pómulos: apretaba a su pecho, en actitud protectora,
una agenda de color azul aguamarina en cuya pasta se podía leer: “Compromisos
del Señor Embajador”: llevaba un
sombrero de paja adornado con flores de fantasía, tan ajadas, que parecían
recién rescatadas del fondo de un baúl.
Recordé
una balada que todavía no había sido cantada: “Jamás duró una flor dos
primaveras”
El
embajador obedecía sin reparos la programación agendada por ella. Asistía a los
eventos sociales, políticos o culturales con puntualidad inglesa, siempre trajeado
de impecable Everfit y bañado en una exclusiva loción que recibía cada cierto
tiempo como atención de su colega, el embajador del Reino Unido. Los discursos
para cada evento eran solemnes y llevaban el estilo impecable de la redacción
diplomática y cachaca del secretario.
Soy
ciudadano colombiano y quiero saber de Margarito Duarte y su hija -fue lo que
dije- Yo sé que él siempre fue muy cercano a esta embajada -agregué con
seguridad- El secretario me miró sin sorpresa, sonrió y suspiró profundo,
parecía decir con sus gestos que por fin alguien se interesaba en el destino
final de Margarito Duarte.
El
secretario y su pizpireta ayudante, me llevaron hasta el fondo de un largo
corredor. Se abrió la puerta de dos alas que protegía un salón grande
atiborrado de cosas en escrupuloso orden y limpieza. Aquí están algunas cosas
que el tenor Rafael Ribero Silva, nos hizo llegar para su custodia y algunas
también relacionadas con nuestro paisano entregadas por Antonieta y María Bella
-dijo el secretario- y agregó, como quitándose un gran peso de encima: también
hay cosas que el mismo Margarito nos dejó en custodia.
Nunca
antes había estado tan cerca de Margarito Duarte y su santa hija.
En
un rincón del salón sobresalía un maniquí con el traje de luces que el tenor
Rafael Rivero Silva llevó en su última función de la ópera Carmen de Bizet
cuando, en la mitad del aria del toreador, quedó en blanco y no se volvió a
escuchar de su voz más que un destemplado rugido de león que se prolongó por
dos semanas, hasta el día en que también se olvidó de rugir, y se murió.
Todo
lo que hay aquí queda a su disposición -dijo amable el secretario- y puede
venir cuando quiera -agregó la asistente- Pero antes de retirarse a sus deberes
me dijeron en tono confidencial: quien tuvo mayor contacto con Margarito fue el
chofer del señor embajador,
Donde
menos se espera, vuelan las palomas.
Escudriñando
en las estanterías encontré la libreta de apuntes de Margarito. Allí estaba,
con detallada precisión, la rendición de cuentas sobre los gastos causados en
sus estériles diligencias en busca de un Papa que canonizara a su hija. En las
últimas páginas había notas escritas con caligrafía preciosista de escribano
antiguo, en las que dejaba testimonio sobre su perseverancia y a veces de su
desazón espiritual. Me detuve pensativo en una nota que dejaba al descubierto
la última huella visible de Margarito. Leí en voz baja: “La Cofradía de los
Adoradores de la Santa Muerte me ofrecen bienestar económico al tiempo que
brindan sus buenos oficios e influencias para lograr llegar hasta el Papa en
solo cuestión de días. Lo estoy pensando seriamente. Mis recursos y mis fuerzas
escasean, creo que me traslado a Nápoles lugar en el que tiene la sede la
Hermandad de los Adoradores de la Santa Muerte”.
Las
palomas que picoteaban sobre la grama, de pronto volaron espantadas.
Tomé
la decisión inmediata de trasladarme a la ciudad de Nápoles, no sin antes
hablar con el chofer de la embajada, quien se ofreció a acompañarme en mi
aventura. En el trayecto del viaje me confió todo lo que sabía de Margarito
Duarte. Me informó que desde la primavera pasada no sabía nada de mi paisano;
que en sus últimos días en Roma fue protegido por la embajada a cambio de que
mantuviera limpia de mierda de gato todos los jardines y andenes de la edificación;
que tenía serias sospechas de que la Cofradía de los Adoradores de la Santa
Muerte no eran otra cosa que el brazo contemplativo de una banda criminal
dedicada al narcotráfico, que a su vez dependía y rendía cuentas a la Cosa
Nostra en Sicilia; que todo lo que sabía y sospechaba lo comunicó al secretario de la embajada, pero
que éste lo había invitado a guardar diplomático silencio, pues no querían
tener cuentas con gente de tan malas pulgas.
Caía
la tarde y el cielo de Nápoles mostraba un azul precioso y cuando desaparecía el
esplendor de un sol rojizo, las palomas volvieron a picotear bajo una primaveral
llovizna.
Muy
temprano, junto con mi acompañante, nos dirigimos a un castillo situado en zona
boscosa de la ciudad, en donde la Cofradía de los Adoradores de la Santa Muerte
tienen un templo dedicado al culto y adoración de cadáveres incorruptos.
Dentro
del castillo se levanta una bóveda colosal en forma de herradura, sostenida sobre
grandes columnas y arcadas de mármol rosado; el cielo fue decorado con frescos
preciosos que representan la cercana presencia de la muerte; sobre sus paredes
están empotrados los nichos que albergan cadáveres de todos los géneros, edades
y razas, dispuestos con reverente cuidado, para que los adoradores y visitantes
rindan su tributo de respeto a los cadáveres incorruptos ignorados por el
Vaticano. El recinto está fuertemente custodiado por centinelas musculosos,
metidos entre armaduras resplandecientes que les da aspecto de guerreros
antiguos.
Sospeché
que mi acompañante ya conocía el lugar cuando me indicó el camino para llegar
hasta donde estaba el nicho de la hija de Margarito Duarte. Yo hubiera podido
llegar hasta él sin necesidad de cicerone. Sin duda alguna estaba en el lugar
más destacado de la bóveda y era el único altar protegido con un vidrio
hermético de dos centímetros de espesor. El evidente milagro de las rosas
frescas aromaba el espacio. Sí. Era la Santa, la joya de la corona, fuertemente
custodiada por los guerreros romanos. Habían retirado de su cabeza el tocado de
azahares deshechos por el tiempo y lo reemplazaron por una diadema de perlas rosadas
del mar mediterráneo. Sí, allí estaba la Santa, abrazando un ramo de rosas
eternas y fragantes, vestida de blanco, con la mirada de una virgen de Murillo
y, en su rostro, la inocencia intacta del día de su primera comunión.
Al
abandonar el templo exclamé, mientras observábamos las palomas picoteando
alrededor de un anciano que recogía la mierda de los gatos: ¡de lo que se perdieron
los Papas¡
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