Eduardo Toro G
Son cosas del percal,
tristezas de percal…
Amanece en Corrientes y toda Buenos Aires despierta cuando se apaga el trasnochado lamento de los fuelles; la luz de un farol muere sobre la cabellera rubia de una linda mujer quien, entre los brazos de dos hombres, equivoca los pasos de un gastado charol.
Uno de los pilares de la simpática escena es de talla elevada,
edad mediana, viste elegante y siempre lleva tirantes, corbata o pajarita, su
cabello engominado y los botines lustrados; no lo llaman por su nombre y, para
ocultar su identidad, simplemente le dicen Señor.
El otro es Macedo, un gordito de arrabal, barriobajero y
pechador; bailador de tango y milonguero de oficio, un chulo bien pagado que
enamoraba a toda cuanta pebeta fichara para él; lucía un desarreglado bigote y
un saco cruzado de aspecto regalado que ocultaba el puñal de tres rayas, su inseparable
compañero de farras.
En el Viejo Café del Paseo Colón el humo y el alcohol, las
pebetas y el tango, la endiablada milonga y una media luz complaciente, invitaba
al disparate de la noche a bailar el dolor de no estar muertos.
En el rincón más oscuro del Viejo Café, saboreaban en
silencio el placer de estar solos. Zulma, la rubia, tosía la palidez de la tuberculosis
sobre un pañuelo blanco, el único que le quedaba de la cajita que en su último
cumpleaños le regaló el Señor; Zulma preguntó: ¿Me estoy muriendo ya? Macedo
respondió con rabia clavando su puñal sobre la mesa: Yo te he querido bien, si vos
te vas este puñal será la cruz para los dos. El señor, cual gorrión engominado,
dijo: el puñal de Macedo será nuestra cruz y bendición, así de simple.
Zulma sonrió halagada, dejó el pañuelo manchado de sangre
sobre la cruz del puñal y con un taconazo marcó un adiós en mitad del salón. Abrazada
a Macedo y al Señor, bailaron el tango más hondo y profundo; lo bailaron desde
el corazón, bailaron hasta que el amanecer adelgazó las notas del viejo bandoneón
que se perdían entre el silbido triste y largo que anidaba en el pecho de Zulma.
Al día siguiente, a la hora vespertina, cuando las
golondrinas emigran hacia el sur en vuelo sin regreso, Macedo, destrozado, le
dijo al Señor: ella ya no está con nosotros -No te podés cabrear. Lo estábamos
esperando, la maldita tuberculosis no da tregua- fue todo lo que dijo el Señor
y soltó dos lagrimones.
En el salón de velaciones, Zulma dormía su palidez de cirio;
a su derecha dos velones que con sus llamas vacilantes ambientaban fragancia de
camelias; en una esquina dos plañideras viejas y teñidas lloraban y sollozaban
sin ganas de llorar; en un rincón brumoso, el Señor y Macedo seguían abrazados
a la misma ausencia y al mismo dolor. El Señor levantó la cabeza y, mirando
fijamente a Macedo, exclamó: ¡decime qué hacemos vos y yo sembrando amor en un
desierto! -¿qué cosa vos y yo?-
respondió Macedo y se fueron abrazados a su pena.
Los dos amigos llegaron al Viejo Café; se sentaron en
el lugar de costumbre, Macedo clavó el puñal en el lugar que dejó Zulma y el
Señor ordenó una botella de grapa, ¡tres vasos y un tango porque esta noche el
cielo está de fiesta! -No ves que estamos solos vos y yo y ese puñal no puede
respirar- No oís que está sonando su canción, -bailemos vos y yo como cuando bailábamos
los tres- bailemos, Macedo, sin parar hasta que vuelva a respirar nuestro puñal-
bailemos vos y yo al son de los recuerdos que Zulma nos dejó… Abrazados
bailaron hasta el amanecer y fundidos en un abrazo fuerte toparon sus frentes y
se quedaron absortos mirando el puñal. Loco, mi fiel Macedo ¿no ves que está de
vuelta? Parame la canción ¿no ves querido amigo que Zulma desde el cielo, envuelto
en su pañuelo, nos manda el corazón?
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