Juan Pablo López
Un epitafio amarillo
«Nunca sonreíste, nunca me miraste,
Nunca sentiste el sol. Este mundo no te quiso,
pero tu nombre te dio vida, me dio vida»
— ¡Hermosa, levántate! Vas tarde para el
trabajo.
Silvia abre los ojos, mira alrededor, él no
está ahí, se ha levantado temprano para prepararle el desayuno, un ritual que
lleva cinco años desde que se
conocieron. Ella revisa las notificaciones, nada importante, cierra de nuevo
los ojos y respira de forma profunda, baja los pies buscando sus chanclas,
revolotea un poco antes de encontrarlas. Todos los movimientos de Silvia son lentos,
como si cada articulación le pidiera a la otra con desdén que se moviera. Se
dirige al espejo: ¿Por qué sigues aquí? ¿No ves las cosas?, piensa, mira bien
todo. Su imagen comienza a hacérsele borrosa y el cuerpo a ganar peso, Silvia
cubre su rostro con las manos.
—
¡Estoy haciendo huevos revueltos, espero que te gusten!
— ¡Sí, sí!
— ¡¿Te pasó algo?!
— ¡No, nada, me voy a bañar!
Abre la ducha y un chorro fuerte la recorre. El llanto es ahogado por la sonoridad del agua mientras lentamente, como el caer de una hoja, Silvia se va acurrucando hasta convertirse en un diminuto punto que pide ser el final de una historia ¿Por qué no me alejé? ¿Por qué le permití entrar? Tú no tenías la culpa, no podías hacer nada, soy yo la que no debió (…). El punto se comprime, sus manos se funden con el vientre, la ducha comienza a convertirse en mar y los pensamientos de a poco a naufragar.
— ¡Hermosa ya está el desayuno listo,
arréglate rápido, vas a perder el metro de las siete!
Se escucha la llave de la ducha cerrar, el mar
fue drenando. Silvia sale con las piernas temblorosas, busca las chanclas,
afianza el pie, pero no lo suficiente y cae llevándose consigo la cortina,
termina envuelta en ella mirando el techo.
— ¡¿te pasó algo?!
— ¡No, tranquilo, me enredé con la cortina,
pero ya salgo!
Silvia se levanta, recoge su cabello y lo tira
para atrás, coloca de nuevo la cortina, pasa por el espejo y se percata de que
tiene sangre en la cabeza, se mira la mano, queda absorta por la forma de la
mancha de sangre, abre la llave y el agua se pierde por el caño como un hilo
rojo. Con unos paños seca la zona herida, revisa y se percata que es pequeña,
usa más paños hasta el punto de que no sangra más. Se termina de vestir,
acomoda un poco la camisa, plancha el pantalón con la mano, coge el celular y
se dirige al comedor.
— ¿Qué te pasó? ¿Te encuentras bien? Mira ese
golpe que te hiciste ¿Por qué no me avisaste?
— Estoy bien, no me ha pasado nada,
solo me resbalé en el baño, nada grave.
— ¿Cómo que no te pasó nada? Mira
como tienes la frente, además tienes los ojos hinchados, ¿has llorado otra vez?
— No… estoy bien.
— … ya lo hablamos antes, no debes
pasar por esto tú sola.
— No lo estoy pasando sola, déjame.
— ¡Pero no te enojes! No te diré nada
más. ¿No quieres que te acompañe?
Silvia coge su bolso, abre la puerta
y ve que está cayendo agua, toma una sombrilla que se encuentra en el aparador y
se despide.
Suena la
alarma.
— ¡Por Dios! ¿Ya es tan temprano?
— ¡Camilo, despierta que te va a
coger la tarde!
— ¡Ya voy mamá! Desde hace rato me
había levantado.
— Siempre dices lo mismo, pero igual sales
corriendo todos los días…
— Claro mamá, todavía no he aprendido lo que
es la responsabilidad.
— Yo no he dicho eso.
— Pero lo pensaste.
— ¡Camilo! … no he pensado, ni te he dicho nada, ¡Por
Dios, este muchacho! Agradece que Miguel nos ayudó y ahora tienes trabajo.
— ¡Muchas gracias Miguel por tu misericordia!
Me termino de vestir, reviso el maletín, a
ver, computador, libro, audífonos, sombrilla, sí, todo está. Me dirijo al
comedor y me siento en la mesa.
— Tienes
que ser más amable y no parecer que todo lo sabes, no puedes saber lo que los
demás piensan, por favor, no puedes leer la mente mijo, tu trabajo es
importante, mira todo lo que nos cuesta pagar las cuentas.
Mamá me sirve el desayuno en los platos que la
abuela le regaló para su matrimonio, ya no habla de esa época, le duele, cada
vez que lo piensa puedo sentir el olor a lluvia.
— Desde que tu padre no está las cosas han
sido duras y tú lo único que has hecho es ser grosero con todos, le huyes a la
gente, tu papá no era así.
Parto el huevo en pedazos pequeños, los
revuelvo con el queso y un pedazo de arepa. Mi mamá cocina muy bien, sus platos
a pesar de que son sencillos tienen
sabor.
— ¿Por qué serás que nunca me prestas
atención? Parece que fuera un cero a la izquierda para ti.
—… los ceros a la izquierda no saben de la
vida, ni de cocina.
— ¿Qué?
Dejo los platos sobre el mesón de la cocina,
cojo el maletín y me dirijo a la salida.
— Que te vaya bien cascarrabias, te quiero
mucho mijo.
— Chao mamá.
Abro la puerta y veo que está lloviendo, no me
había percatado, saco la sombrilla.
— Mijo, colóquese un saco.
— No, así estoy bien.
Siempre le agradeceré su preocupación, aunque no
entenderá por qué me gustan los días de lluvia, cada gota que cae es un sonido
de silencio.
Cerca de la estación la lluvia ha
mermado su intensidad, por cada gota que deja de caer, el ruido aumenta. «Voy a llegar tarde… por culpa de…», «Dios,
hoy otra vez al trabajo… », «¿Será que la señora lleva hoy almuerzos? «Desayuné
lo que mi mamá me sirvió y tengo dolor de cabeza». Saco los audífonos de mi maletín, descubrí que la música apaga el
ruido.
Silvia cierra la sombrilla, la escurre a la
entrada, mira hacia atrás, respira profundo, y se sumerge en la profundidad del
mar, ¡Tenga cuidado,
respete! ¡Casi me lleva por delante! Lo
siento, dice muy suave. Empuja a uno, dos, tres más, su respiración se enfría,
siente que está sitiada, la sobrecarga del vagón la está doblegando. Ve la
línea amarilla que delimita el mundo de las personas y el de las máquinas, la
masa le dificulta avanzar, no lo va a lograr, empuja con más fuerza, parecen
muros infranqueables. Hay un movimiento, la cercanía del tren, el muro se
compacta, lo intenta de nuevo, ya no le quedan fuerzas, el tren arriba, suena
el pito, se detiene, se abren las puertas y la ola se lleva en su corriente a
Silvia.
Oteo la estación… se preocupa demasiado por nada, de las pocas
cosas que se cumplen en la vida, es la hora de llegada del metro. Logro
acomodarme en el último vagón, nunca alcanzo silla, la canción cambia, el
celular tiene poca batería.
La batería se ha agotado, mi espacio se reduce,
«Mañana debo llegar más temprano», «¿Mi tía por qué no me habrá hecho caso?».
Mi pie es como una batería, el sudor recorre mis piernas, el ruido es un río y
colma todos los espacios de mi cabeza, cálmate, Camilo, cálmate, intento no
escuchar, miro hacia afuera, no hemos avanzado «¿Por qué no fui capaz?» La
señora al frente no deja de mirarme, sabe que estoy hecho un desastre, pegadas
a mí cuatro personas alrededor, «¿Por
qué no lo hice en la primera estación?». La distancia entre estaciones es corta,
pero hoy estoy viajando a la luna. «Todo debió acabar antes», el festín de
olores ¿Dios, por qué insistes en hacer padecer tanto al pobre? «¿Debió acabar
antes?». Una publicidad tapiza el vagón, una persona sonríe porque el sistema
adhirió una nueva línea, los de la alcaldía nunca han montado ¿Cuánto más podré
soportar?, «Esperé demasiado, perdóname», siento el olor a lluvia, ¿Mamá?
«No debí dejarlo entrar ese día», los demás
ruidos comienzan a desvanecerse, «Ni para matarme sirvo», miro hacia los lados,
por encima de las personas, «¿Por qué fui tan descuidada? Él siempre fue un
hijueputa, tenía su carácter, era un borracho conocido».
Se me hace difícil mantenerme de pie, «¿Sí
tanto nos amabas por qué nos hiciste daño?, No tenías que haberme hablado como
si nada hubiera pasado, como si nada hubieras hecho», ¿De dónde me hablas? «solo llegar a la próxima estación y todo
habrá acabado», estamos cerca de la siguiente estación. ¿Todo qué, qué dice? ¿Quién
eres? ¿Dios por qué justo ahora y en hora pico?, ¿Qué pretende?, Dígame dónde
está, solo puedo intuir, sin escuchar, ¿Me escuchas? Hola, «¿Quién dijo hola?». ¿En serio me escuchas?, «¿Quién eres? ¿Cómo
puedes hablarme?» Tranquila, estoy aquí
contigo en el tren, «¿Eres Dios?». ¿Dios? No, no, soy Camilo, «¿Camilo? ¿Cómo
puedes entrar en mi cabeza?». No lo sé, yo tampoco entiendo, «sal ya de mi
cabeza, déjame sola». No sé cómo hacerlo, «Averígualo». Lo siento, nunca quise
meterme en tus asuntos, «Sigue buscando entonces, por favor, estoy agotada,
vete de mí cabeza». Yo tampoco entiendo, pero si estamos así es por algo, «Vete
por favor». Déjame contarte algo, «¡No quiero!, sal de mi cabeza». Todo esto de
intuir pensamientos …, «No sigas, no me interesa». Déjame contarte una historia,
dame una oportunidad. «Es lo de siempre». No siempre se habla de este modo. …
pensé que con la tristeza de mi mamá… no podría lidiar, no estaba preparado,
nunca nadie lo está, y ahora estoy acá, contigo, llegando a mi límite. «No me
entenderás, nunca nadie me entenderá, ni yo misma lo hice». Yo también tengo secuelas. «¿Secuelas?, ¿Cuáles?». Esta,
«¿Esta?». Sí, intuyo los pensamientos de las personas, «¿Cómo?». Comenzó cuando
mi papá murió, sus últimos días los pasó en un hospital conectado a unas
máquinas, no se podía comunicar, mi mamá lloraba, yo también lloraba, deseaba
tanto poder hablar con mi papá…durante los últimos minutos escuché que me decía
adiós, no pude escuchar más la voz, mi papá había fallecido, «¿Sabes que se
piensa antes de morir?». No estoy seguro de eso, pero sí sé que puedo intuir,
saber sin que lo digan y hoy en particular ha sido extraño, porque por primera
vez alguien me intuye y podemos comunicarnos, puedo hablarle a alguien, «No
tengo nada de especial». ¿Qué te pasa? «No vale la pena, no quiero estar más en el mundo». La vida es
difícil, pero terminar con ella… «Por favor, no me vas a dar frases de autoayuda
ya lo han intentado». No es eso, por muchos años busqué ayuda, y la gente
empezó a verme con condescendencia…,«Y encontraste solo el camino y ahora nos
quieres salvar a todos». No, no hay camino… «Bien por ti y gracias por la historia,
pero ahora sal de mi cabeza». ¿Quién fue la persona que te maltrató?, «¿Qué?».
Debió haberte maltratado… «Oye, no te interesa». Claro que sí, cada vez que mi
mamá piensa en mi papá percibo el olor a lluvia y cuando la miro sus ojos están
vidriosos, «¿Eso que tiene que ver conmigo?». Cuando entré al vagón percibí el
olor de mi mamá «Perdí a mi bebé», «Me decían que tuviera cuidado, me
advirtieron, pero yo lo maté, yo dejé que lo matara». «Si, si fue mi culpa,
debí haberme ido». «Una noche salimos a tomar algo con sus amigos, él hizo que
la mesa se alegrara, reíamos y tomábamos, pedimos una botella más, y a él se le
salió el monstruo, actuó violento conmigo, los amigos intervinieron, debí irme a
la casa. Cuando abrió los ojos y me miró
saludó como si nada, no se acordaba, pero yo sí, ¡mi bebé!, ¡mi bebé!». ¿Cómo
te llamas?
Estamos entrando a la estación, el tren comienza
a frenar, miro hacia los otros vagones, empujo a los que están cerca, las
puertas se abren «Me llamo Silvia», es lo último que intuyo.
Del otro lado viene el metro, la gente se aglomera detrás de la
línea amarilla, se escucha el pito, corro, empujo a todos, más gritos
colectivos. Grito ¡Silvia! a todo pulmón. No puedo pasar, veo a la gente taparse la boca y llevarse las manos a la
cabaza. El olor de la lluvia y el mar se funden. Entreveo la imagen de una
mujer embarazada mirándose al espejo mientras el ruido vuelve a mi cabeza.
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