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jueves, 16 de septiembre de 2010

La mordida

Eliseo Cuadrado del Rio

                                                                      
A pesar de la oposición de las futuras consuegras los preparativos para el doble matrimonio siguieron su curso. Todos los problemas habían sido superados, menos el que presentaba la lista de invitados. Muchos nombres eran tachados por unos y vueltos a colocar por otros, con  dificultad duplicada.
Ambas familias eran agüeristas y la noción del riesgo que corrían al contraer matrimonio el mismo día, no se le escapaba a nadie, pero las novias se burlaban del temor de sus mayores.              
La madre de Susana era la más preocupada por haberle trasmitido a su hija, no solo su belleza física, sino su capacidad para disparar todos los sentimientos del sexo opuesto sin importarle las consecuencias. Era una coqueta integral.    
Los hermanos, Genaro y Felipe  se casaron el mismo día con las hermanas, Susana y Gabriela, quienes han vivido felices como cuatro personas normales en un apartamento de dos alcobas. Los temores de la madre de Susana  por lo pronto eran infundados.
La compatibilidad y la armonía  reinaban en la pequeña familia y la situación se mantuvo estable hasta que cierto día Genaro llegó con la noticia perturbadora: La Empresa lo había trasladado a otra ciudad. Ya Susana sabía que le avisaría tan pronto se instalara en las condiciones especificadas por ella.
 Planearon una gran fiesta de despedida en un restaurante muy elegante, donde el brindis se hizo con champaña al que siguió bebidas más fuertes. El ambiente era lúdico aunque todos estaban tristes por dentro. Nadie había notado que Gabriela lo estaba mucho más al presentir que las cosas empeorarían.
En el apartamento quedaron dos mujeres y un hombre quienes guardaron las reglas de la moral  occidental.
Muy juicioso Genaro cumplió su palabra y le informó a Susana los datos del vuelo agregando que la estaría esperando. Por obligada cortesía, Felipe y Gabriela acompañaron a Susana al aeropuerto.
Durante el abrazo de despedida Susana se dejó morder la oreja de Felipe segura  que la caricia pasaría desapercibida por Gabriela. En el acto Susana sintió que algo tenía dentro del caracol de su oreja derecha.  A solas, en el baño, exploró su oído y encontró un diamante que calculó en dos quilates. 
 No han vuelto a encontrarse los cuatro. Pero la relación entre Gabriela y Susana ha cambiado.
Las charlas telefónicas, no se han cumplido. El chat  todavía no se ha iniciado y de vez en cuando se intercambian mensajes con  imágenes polícromas ajenas al problema subyacente.
 Cuando se quedan solas, cada quien donde se encuentre,  atan cabos sueltos llenas de angustia. Han llegado a tejer una red de hipótesis macabra sin tener  evidencias.
          Felipe tiene pesadillas frecuentes en las que flota cerca de Susana, arrastrada por el viento que la deja sin ropas. Él trata de alcanzarla pero rotan ingrávidos separados por la mínima distancia. Despierta agitado con una conocida sensación bajo su pubis.
 Genaro vivió dichoso algún tiempo,  hasta cuando sonó el teléfono y escuchó la inconfundible voz que siempre había temido.
        

¡Gringos go home!

Jose David Tenorio



Ahora que se ha alborotado el cotorro en Colombia con la posible autorización para que aviones militares yankees  utilicen bases del país, luego que los han echado del Ecuador, es como bueno dar un repaso a la historia para tratar de encontrar por qué despiertan tanto rechazo.

En primer lugar hay una enorme dosis de envidia: su riqueza, su poderío, su capacidad industrial, sus inventivas y, sobre todo su potencial defensivo y de ataque. (En toda su historia como país solo han sufrido el ataque de los mexicanos López de Santana y de Pancho Villa). Una envidia que le sale por los poros a muchos europeos, particularmente los que fueron potencias e imponían sus usos y costumbres. Tal el caso de los franceses que en lugar de estar agradecidos porque gracias a los gringos se libraron de los nazis y de que hoy ellos – como toda Europa- no están hablando el alemán. O por la ayuda que recibieron para la reconstrucción por intermedio del Plan Marshall. No, se derriten de la envidia cuando cualquier gringo de esos grandotes e ingenuos va al Mercado de las Pulgas en Paris y se deja estafar pagando crecidas sumas por elementos de recuerdo que “ pertenecieron a Napoleón”.

A esos europeos se les olvidan los oprobios que cometieron cuando fueron los colonizadores . Por ejemplo: ¿hay algo más infame  que la Guerra del Opio? ¿Haberle impuesto a cañonazos a los chinos se volvieran adictos consumidores de opio? ¿O la masacre de sudaneses casi al final del siglo XIX cuando ametrallaron a negros inermes que solo tenían lanzas?

El pueblo norteamericano es un pueblo sano, trabajador e inmensamente creativo (por algo será que han acaparado la mayor cantidad de premios Nobel). Claro que esa imagen negativa y ese rechazo de que son objeto no es enteramente gratuita y se la deben a esos explotadores que manipularon las “repúblicas banana” de Centro América y a los depredadores que han envenenado el medio ambiente cuando explotan los recursos naturales y asolan la naturaleza.

Pero por otra parte están los empresarios honestos que han venido a crear empresas estables y a generar progreso y fuentes de trabajo. Sin el concurso de esos capitales, de esos conocimientos es posible que en Colombia todavía estuviéramos  manejando hacha, azadón y machete como últimas tecnologías. O se habría demorado el paso de la mula al jet.

Sin embargo los mamertos no hacen distinción entre unos y otros y volveremos a los estribillos que contaban en los años 60 de “gringos, go home”, como ocurrió cuando espantaron a las fundaciones gringas que tanto apoyo y recursos aportaron a la facultad de medicina de la Universidad del Valle colocándola entre las mejores del mundo. Pero el caso era que había que sacarlas, no importaba lo que se perdiera.

Con esto de las bases militares  se debe tener presente, como se ha repetido una y mil veces, que  no es un nuevo tratado; es algo que ya existe y viene de años atrás. Es una ampliación para permitir que aviones espías (no son aviones de combate) ayuden  a vigilar a narcos & compañía, todo sometido a control y supervisión de los comandantes colombianos. Si uno de los flagelos más grandes de este país es la producción y comercialización de la coca y de la amapola, ¿cómo no va a ser bueno y aceptable que nos brinden esa ayuda y colaboración para detenerlos, derrotarlos o llevarlos a procesos de paz ciertos y duraderos, así sean como lo que hubo con el M-19?

Adicionalmente hay otro posible beneficio indirecto: si en su vesania nuestro querido vecino le da  -  con todas las ganas que tiene -  por estrenar sus aviones rusos bombardeando a Colombia, no incurrirá en la locura de hacerlo atacando las bases en donde hay  naves y/o marines gringos. Si tal cosa llegara a suceder ( Dios no lo quiera) quizás Obama deje de lado su política de apaciguamiento tipo Chamberlain y haga ver que los gringos no son de los que ponen la otra mejilla para que les den más cachetadas.- Sin embargo,  habría posibilidad, de que Obama en aras de mejorar sus relaciones con los países del sur y como consecuencia de la baja popularidad que empieza a registrar , determine que pueden prescindir de las bases aéreas ya que cuentan con los satélites espías y entonces nos dejen colgados de la broca : con el pecado y sin el género.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

La mirada

Jesús Herney Cifuentes



Frente al espejo veo a mi padre,
sus ojos azules difuminados
mi voz, es su voz, mis arrugas son sus arrugas.
balbucea lenguas desconocidas
vienen a mi memoria recuerdos de tierras lejanas,
hay olor a hierba húmeda.

El humo está impregnado de olor humano
En mi sueño la chimenea con su humo anuncia
A dios calcinado, lenguas de fuego lo devoran
Nietzsche tiene razón, “dios ha muerto”.


Veo campos enrejados, barracas de madera.
olor a humedad, la desesperación grita
las plegarias gravadas en la madera
con los ojos encendidos
mis sueños, son sus sueños,
luna llena es el único testigo
de la irrealidad hecha realidad
burbuja dentro de burbuja.

El espejo me asigna otro rostro
y se queda con la sombra.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Platillos en la banda


Jorge Enrique Villegas

 -No tienes la culpa abuela. Lloras mucho y el dolor que sientes es profundo. Por favor, escúchame. Para que estés tranquila voy a contarte lo que pasó. Estábamos los dos, ¿recuerdas? Tú en la cocina y yo por ahí, jugando con mi carrito de madera. Iba y venía por las paredes de la casa que convertía en calles. Lo impulsaba con el combustible de mi voz, imitando los ruidos de los carros de verdad. Me metía debajo de las camas y perseguía a las cucarachas. Cruzaba los asientos, que para mí eran puentes,  y  me perdía veloz  detrás de los armarios. Así pasaba la tarde hasta cuando llegué donde estabas, en la cocina. Me miraste y de una bolsa sacaste un pan tostado, me lo ofreciste con un poco de café.
-Come Roco – dijiste.
Mientras lo hacía te sentaste y comenzaste  a pelar papas que colocabas en la cacerola entre las piernas. Eran para la cena. No supe decirte lo bien que me sentí.  Ni sabías lo bien que te veías con tu trenza  recogida detrás de la cabeza. Tu mirada era serena. Te vi hermosa abuela.

Mi hermano mayor jugaba en la calle. No me llevó porque no sabía qué hacer conmigo. Las pocas veces que lo hizo,  siempre fue detrás del balón y yo me quedaba sentado, mirando sin entender mucho. El calor y el polvo que levantaba con sus amigos me hacían parar y me refugiaba bajo  unos matarratones. Era mucho más entretenido. En ellos siempre hubo mariposas, libélulas, y torcazas que podía seguir. Algunas veces me subí a esos árboles y cogí avispas. Ya sabía cómo quitarles el aguijón y en su lugar ponía pedacitos de papel y las echaba a volar. Eran helicópteros que se perdían  entre las hojas. Fueron momentos  que disfruté con ganas.

Cuando terminé de comer, encendí otra vez el carrito y me senté en el piso mientras llenaban su tanque con gasolina. Luego me fui a recorrer otras tierras. Subía lento, muy lento las montañas. Tenía que hacerlo para llegar a la  parte de arriba de la casa donde quedaba el baño y el lavadero. En cada grada que para mí era una cima, paraba y oteaba el paisaje hacia arriba y hacia abajo. Hacia abajo crecía mi asombro. Tan lejos estaba de todos. Mi hermano y tú, abuela, eran solo recuerdos. Hacia arriba tenía nuevos retos. Y continuaba más lento. El carrito se esforzaba y yo también. No sentía miedo pero mi corazón latía fuerte. No sabía  por qué. Faltaba poco para alcanzar el premio y  tenía que llegar. Cuando pasé la meta, cuadré el carro bajo la losa del lavadero y me senté otra vez. Oí algunos gritos que venían de la calle y nada más. Luego me acosté, puse mis manos como almohada y miré las nubes blancas. Se movían rápido. Sólo vi la silueta de un perro y un viejito con pipa. Me puse de pie. Mi corazón latía más rápido.

Quise mirarte abuela y que supieras de mi triunfo. Me arrimé a la orilla. Fue alucinante. Sentí por un instante un vahído y vi unos brazos que se abrían para recibirme.

-Ahora me tienes en tu regazo. Moja una de tus manos y la pasas por mi cabeza.
-Ya Roquito, ya. Ya se te pasará  y volverás con tu carrito.
-No abuela. No puedes ver mis ojos ni mi mirada  ausente. Ya no sé quien soy. Puedo decirte que entiendo en forma diferente. Por eso comprendo lo que sufres. Gracias abuela por quererme como lo haces. Nada me duele.

 Ahora soy un testigo extraño. Observo cómo pasas una de tus manos por tu cara y limpias tus lágrimas y vuelves a pasarla por mi cabeza  hundida. No te preocupes.  Puedo salir a la calle, correr junto a mi hermano, seguir las mariposas, volar con las libélulas, montarme en las torcazas. No estoy cansado ni siento hambre. Tranquila abuela. Si te ayuda, rezaré contigo como lo haces todas las tardes. Tú no tienes la culpa.

-¿Sobre qué escribes? –le preguntó Jacinta.
-Siéntate y escucha -respondió Bruno

Leyó  y comentaron  sobre algunos pormenores. Jacinta aprovechó el momento para recordarle que preparara las cosas para el trasteo. Se hacía ilusiones con la casa nueva.

-Ya tengo casi todo listo. Termino lo mío, ayudo a Memo y embalamos lo tuyo. De modo que descansa. Si quieres, recuéstate en mi cama mientras termino de escribir esto.
-Gracias.
-Jacinta ¿Memo dejó alguna razón?
-Sólo dijo que iba con unos amigos.
 -¿Crees que se ha ennoviado?
-Es muy chico, pero me parece que si. Ha cambiado mucho. Ahora es más cariñoso y canta más seguido. Está contento.

Llovía con intensidad. El aire frío llenaba la habitación. Jacinta se acomodó mejor el suéter, recogió sus brazos, juntó sus manos y cerró los ojos. Memo entró.
-Hola, ¿cómo están?
-Calla, la abuela duerme.
-Perdón -respondió Memo, miró a Bruno y volvió a preguntar-.
-¿Me puedo hacer a su lado? Hace frío.
-… acuéstate en tu cama. Jacinta hace oficio todo el día. Además ya estás mayorcito
Memo no obedeció y se quitó los zapatos.
-No la molestaré – se hizo a su lado
-No te muevas mucho.
-Gracias.
Cerró los ojos y con su pensamiento se dirigió a Jacinta
-Abuela, no hablaré pero sé que me oyes. ¿Recuerdas el día en que Roco se cayó? Ese día prometí que iba a estar siempre contigo. Ahora ha llegado tu momento. Déjate ir. 
  
Cuando cumpla su tiempo vendrá con nosotros. Si quieres nos vamos ya. Ahora él no puede entender  y no vale la pena que lo haga. Yo te guío. Bruno se levantó. Tomó una manta y cubrió las piernas de Jacinta y de Memo. Fue a la cocina y preparó café. Se sentó junto a la ventana y lió un cigarro. Pensaba en la historia que escribía. Aspiró el humo, saboreó el café. 

Pesca milagrosa


Jorge Enrique Vilegas


-Vamos allá. Son fáciles de coger. La última vez vine con Lucho y cogimos seis. A ese man le picaron cuatro y a mi dos. Eran muy bonitas. Cada una pesaba como de a libra  - dijo Fredy.
-Bueno, bueno, sin chicaniar- respondió Ramiro.
-Es verdad,  lo juro por chucho lindo. Eran unas jijuemadres grandotas. Hasta hicimos un asado y comimos una cada uno. Ése man me enseñó a pelarlas. ¿Por qué cree que este río se llama Sabaletas?  Hay unos charcos muy chéveres y no se espantan. Si nos quedamos por aquí no pescamos nada. Mucha gente metiéndose al río las ahuyenta. Mire eso, es que llegan en galladas. Hasta traen a los perros. ¿Así cómo?
-Bueno, está bien. Busquemos primero al  guardabosque, nos orientamos y avanzamos antes de que nos coja la noche.
A la distancia vieron el techo de lo que parecía ser una casa al otro lado de la falda  de donde iban.
-Creo que tenemos que llegar allá. ¿Por qué me mira así?, ¿no me cree? Aguante un poco. También estoy cansado y ahora tengo sed. Se lo advertí pero no hizo caso y mire cómo lo estamos pagando. Lo que no logro entender es por cuál camino se fueron los otros. ¿Recuerda? Veníamos bien, subíamos despacio. Para mí era inevitable que usted se cayera en algún momento y menos mal que lo paró ese hoyo. Para su fortuna yo estaba cerca pero no oyeron mi llamado pidiendo ayuda.
-Le debo una. Mire cómo se me rompió el pantalón y este raspón en la rodilla cómo me arde. Gracias por traer ese lazo. Si no… no quiero pensar lo que me hubiera sucedido.
-¡Pero es que usted también hombre! Cuando preparábamos esta salida le advertí sobre lo que tenía que traer y cómo tenía que vestirse, y le dije además cuáles eran los mejores zapatos para el tiempo  lluvioso. Ahora le pregunto: ¿para qué tiene esas botas allá en su casa? En la próxima salida úselas,  y verá cómo le rinde. Sabía que veníamos para el bosque, a la montaña, y se puso  tenis. ¡Hágame el favor! Ya aprendió que esos zapatos con la humedad y la hierba se vuelven jabón.
-Está bien. Suficiente. Ahora me angustia pensar en la noche  y el aguacero que parece va a caer.
-Todo indica que nos equivocamos al tomar el camino del centro cuando llegamos a esa portada.  Hubiéramos tomado  el de la derecha ya estaríamos con los demás.
-¿Y porque  el de la derecha y no  el de la izquierda?
-Pues porque por la derecha siempre se gana y por la izquierda se pierde.
Se miraron y luego se rieron a carcajadas por esa conclusión extraña y ridícula.
-Vamos donde dice. Pero eso sí, sino cogemos nada, usted paga la gaseosa y si le toca regresar a pié,  de malas.


No podía entender por qué. Pensó que Ramiro se aprovechaba.
Llegaron al rincón de las sabaletas, un tramo con poca corriente y con muchas piedras.
-¿Dónde están los charcos?
-Tranquilo, antes de empezar mire el río y dígame ¿cuándo había visto tantas libélulas y tan bonitas, jugando entre ellas, posándose en las piedras? Esto es gratis mompa, aún no lo cobran. Mire y aprenda. Parece que le estuvieran diciendo a uno sea paciente y disfrute de esta paz.  Los charcos son fáciles de hacer. Movemos las piedras, hacemos un muro y listo. Aquí no se trata de nadar. Para eso están las piscinas.
-Está bien.  A lo que venimos. ¡Hagámosle!


Fredy sacó de su bolsa los gusanos que usaría de carnada, acomodó uno en el anzuelo y lanzó la cuerda que sostenía en la otra mano. Ramiro lo vio y se rió.
-Éste man si es bruto. ¡Pescar sabaletas con gusanos! Eso se pesca  con masitas de aguacate, papá.
-Pues hágale a ver quien coge más. Además estos no son cualquier clase de gusanos. Son mojojoy. Le apuesto  mi mango a que me va mejor que a usted con esas masitas.
-Listo
-Y usted ¿qué me da si pierde?
-¿Y quién dice que voy a perder? Jódase  porque ese manguito será mío. Y no olvide, también la gaseosa.
-No mompa, si no apuesta nada, no hay apuesta.
-Está bien. Apuesto la mitad de mi pan.
-Vale

Como lo habían hecho tantas veces, el grupo de caminantes se reunió temprano ese día par el calentamiento. El guía les recomendó no dispersarse. Dio algunas indicaciones más y empezó la marcha.  Alex pensó que en las caminatas era difícil ir en grupos y que lo común era la fila india.
       -En grupo uno no se puede detener y menos observar con tranquilidad.


El guía no advirtió  sobre este bosque tan tupido, ni  la niebla que se alza cubriendo las zonas altas, o sobre las escasas flores que podríamos encontrar. Fue muy poco lo que mencionó sobre las especies vegetales que encontraríamos y  los animales que hay aquí. El grupo vadeó el río,  atravesó un puente hecho con el tronco de un árbol y se internó en un sendero  que ahora presentaba hilillos de agua y pequeños charcos.
      
     Mucho rato después Alex miró al frente y  sus ojos se posaron en la altura próxima.  Anhelaba que no pasara lo de otras ocasiones. Alcanzar  la cima llegó a significar otro ascenso.  Esto realmente es duro, se dijo a sí.


Por el esfuerzo sentía  latir fuerte  su corazón; sus piernas se resentían  y el sudor ahora copioso, se reflejaba en su rostro. El sombrero que llevaba le protegía pero al mismo tiempo le incomodaba. Por momentos se lo quitaba, dejaba que el aire  le refrescara y tomaba un poco de agua. Detrás de él,  venía  John, que repetía una y otra vez, dándole aliento
-¡Vamos, vamos!, ni uno menos, ¡vamos, vamos!


Sólo cuando lo vio extenuado le dijo que parara para que  tomara aire,  regularizara la respiración,   caminara despacio, quince o veinte pasos, y volviera a parar y a repetir. Llegado el momento apretarían la marcha, los compañeros les habían tomado mucha distancia.


 Alex no previó que el bastón de apoyo que usaba fuera a ceder y doblarse  cuando intentó superar una roca y rodó hasta caer al  hueco. El termo con el agua y el morral de asalto en el que guardaba los comestibles  se perdieron en la caída. Al ver el desastre, John le dijo que podían compartir lo que llevaba pero que era urgente restablecerse y continuar.
-¿Se dio cuenta? Con gusanitos no se coge nada. La próxima vez use aguacate como cebo- dijo Ramiro- Mire las que pesqué. Tenga, le regalo estas tres. Lléveselas a su mamá. Cómase su mango y regresemos rápido.   Nos va a dejar el bus.
¿Si vio la que se me fue?
-Si,  y qué, ¿dónde está? No hay nada. A mí también se me fueron varias.
-Eso no cuenta. Las de verdad son esas que llevo en la bolsa…lo tenaz es que ahora si siento hambre y con esta ropa mojada siento frío. Hágale mompa que va a llover, mire esas nubes.  Es  agua papá.


Al principio el susto, luego el dolor en la espalda por la caída. Gritó pidiendo ayuda. Se vio la ropa, se tocó las piernas y sintió ardor en la rodilla derecha. Estaba sangrando.
- Por favor John ayúdeme a salir de aquí.
Con un lazo que Alex se amarró en la cintura, John, con gran esfuerzo logró izarlo. Alcanzado el propósito, tomaron sorbos de agua y fue Alex quien ahora le indicó que siguieran.
-John, llame por el celular y pida que nos esperen
-No se puede
- ¿Por qué?
- Tanto bosque y estas montañas no  dejan salir o entrar señal.  Lo claro es que no hay señal.  Hagámosle. Allá en la casa del guardabosque las cosas se componen.
-Perdón, ¿cómo sabe que es la casa del guardabosque? Si usted conociera por acá no estaríamos tan embolatados.
-Tiene razón, pero muchas veces son necesarias las mentiras. Ahora que lo sabe, ya no importa. Lo que sí importa, es que en esa casa pueden darnos ayuda. Póngale fe.


Alex agradeció la franqueza y prosiguió la marcha. Cuando llegaron a la casa la encontraron deshabitada. En lo que debió ser la cocina, había algunas manchas de carbón en las paredes y el piso. Nada más. Afuera, a un lado, bajo un árbol cargado con naranjas, encontraron el lavadero. Aún llegaba agua  en largas varas de guadua
-¿Dónde estará la bocatoma? -pensó John mirando el bosque.


Se lavaron la cara y los brazos, comieron naranjas y guardaron otras para el camino. Tomaron el sendero.
-Nos llevará a alguna parte. Vamos que empezó a llover -dijo John.
- Vamos.
Alex se sentía mejor, con más ánimo.
-Cómo me arde la rodilla. Temo que se infecte.
-Tranquilo, cuando lleguemos buscamos una farmacia.


Descendían de prisa. John, experto en caminatas, marcó el paso y advirtió sobre los peligros, hasta cuando llegaron a una carretera.
-Por aquí debe pasar algún vehículo. Pronto se habrá acabado todo.
-¿Vamos hacia arriba o hacia abajo?
-¿Y eso importa ahora?  El hecho es que llegaremos a alguna parte. ¡Qué lavada tan tenaz!
No dejaba de llover. Después de un  rato, oyeron el  ruido de un viejo motor.
-Parece un camión
-O un bus… sí, es un bus, mírelo, allá asoma en la curva.
Fredy los vio primero y le dijo a Ramiro
-Mirá a esos manes están de barro hasta la corona.
-Juepucha, ¿de dónde vendrán?
Alex y John treparon al bus y encontraron asiento delante de Fredy y Ramiro.
-Gracias a Dios…
- Menos mal que anduvimos rápido. El chofer me dijo que el próximo bus pasa temprano pero mañana -dijo John.
-¡Hermano!, ¿qué le pasó? -interrogó Ramiro a Alex
-Por allá me resbalé, me fui a un hueco y aquí mi compañero me ayudó. El grupo con el que estábamos no se dio cuenta, la verdad nos embolatamos -explicó Alex.
-A propósito ¿alguno de ustedes tiene un celular? El mío con tanta agua que nos ha cayó se dañó -dijo John.
-No, pero para donde vamos consigue  -repuso Fredy.
-¿Y cuánto podemos demorar?
-Por ahí una hora más.
-¿Desde cuándo salieron a caminar? -volvió a preguntar Ramiro.
-Como a las siete de esta mañana -dijo John.   
- Eso es mucho. Ya va a ser de noche -observó Fredy.
-¿Comieron algo?
-Si, unas naranjas  en una casa que encontramos vacía -añadió Alex.
-¿Una casa vieja?
-Casi en ruinas
- En la vereda hablan de una casa abandonada en el bosque. 
-Pero que yo sepa nadie sabe cómo llegar a ella-comentó Fredy.
      
 Así iban ahora. Cada uno decía algo, un diálogo simple, hasta que el bus se detuvo de manera imprevista.
-¿Y ahora qué? -Preguntó John.


Todos oyeron la violencia de la voz de alguien que subió y les dijo: ¡se bajan…!




Atún azul


Jorge Enrique Villegas 



                           Sumito sonreía satisfecho. Su mirada agradecida recorría  el paisaje familiar luego de caminarlo durante tantos años. Recordó que siendo joven, aún en el colegio, su padre le dijo que cuando terminara los estudios volverían a hablar del asunto. Y  desde  entonces, supo  que debería partir para oriente y cumplir su misión. Su misión. No bastaba con  que allá fuesen budistas,  shintoistas,  taoistas o “qué se”  repetía. Pensaba que en oriente les faltaba conocer lo que él ya intuía. Cumplida su misión sería  sencillo freír espárragos.

Sumito obtuvo el permiso y se embarcó. Japón le ancló. Llegó mas allá de Tokio, al norte, hasta Aizu, cerca al lago Inawashiro. Se asombró al ver dos grandes cisnes nadando en sus aguas, dos barcos que llevaban turistas ateridos de frío, mientras tomaban el te, fumaban e iban viendo  las colinas  nevadas. “Bueno, aquí estamos. ¿Por dónde empezar?”. La mejor manera era enseñando  inglés. Fue así como Sumito conoció a Hajime, una mañana en que llovía con intensidad. Llamó su atención el rostro dulce, sus limpios ojos, los labios delgados y su tez blanca. Viajaría pronto y quería mejorar el inglés. Todo fue muy rápido. Supo que por sus labios aprendería el idioma y que por los suyos disfrutaría luego de Morrison,  Roth,  Banville,  Cormac, y  tantos otros.

Nació Naoko y la dicha fue grande. En los ratos libres, luego de sus tareas, Naoko jugaba ajedrez y tocaba piano. Leía a Kawabata y a Fleming. Soñaba matando a los malos y contándoles cuentos a sus hijos. Hajime la sorprendió muchas veces arrancándole las hojas a los libros, deshojando tulipanes, vomitando el ramen comido un poco antes. “¿Que haces? Experimento” fue su respuesta.

Hajime no alcanzó a entender  el sentido del experimento.  Se quedó pensando.  Se lo dijo a Sumito. “Son cosas de muchachos. No te preocupes” respondió, pero ella   más se preocupaba.

Naoko interrogó un día a Sumito por qué no era como los otros papás. Entendió que se refería a que no era oriental. “¿Siempre fuiste Sumito?”. Y tuvieron una larga conversación. Le quedó claro que en su otra vida fue Sebastián y que a Sebastián vuelve cuando va de vacaciones a visitar a la otra familia. Al regreso es de nuevo Sumito y trataba de parecerse a los papás que llevan a los niños al colegio. Entonces Naoko entendió que podía ser una en casa, otra en el colegio, otra en el bosque, otra la que come sushi, otra la que se fastidia con el olor de la tempura.

Cuando le preguntan por lo que hace, da la misma respuesta que desconcertó a Hajime. “Experimento”.

Por eso Naoko no es la misma siempre.

Una tarde de primavera Sumito la vio trepada en las ramas de un florido cerezo. Le llamó su atención observar cómo se empeñaba en imitar a los tórtolos en su nido. Volvía los  labios como embudo, como si tuviese una pajita y estuviese chupando algo. Pasó así un largo rato sin inmutarse con el aleteo rasante y frenético de los padres de los tórtolos. Fue cuando dijo: “¿qué haces? Y escuchó su nítida respuesta “experimento”. Naoko se dedicará luego, cuando mayor, a algo práctico, tal vez a los estudios técnicos, pensó mientras respiraba tranquilo.  Hajime tendrá que entender.

Naoko se sintió crecer y trató de entender mejor su mundo. “Ya no seré reina, ni siquiera princesa, ni bailarina, ni enfermera. Que aburrimiento llegar a mamá. Prefiero el bosque, buscar en las piedras, cazar mariposas, abrir sapos, montar bici y jugar con ratones. Iremos en carro, nos mirarán y sabrán que somos nosotros porque dirán allá van ellos. Y conoceremos el mundo. En las noches nadie sabrá que robaré bancos y me llevaré de las tiendas galletas y chicles. Me hace bien todo esto”. Y reía mientras así soñaba. Se creía grande.

Hajime supo que algo pasaba, cuando  Naoko dejó de  practicar  el piano y el  ajedrez, cuando  las cosas dejaron de marchar en el colegio y  buscaba pretexto para comer afuera, o no comer, y que se irritaba más si le interrumpían la lectura. No sabía que Naoko se consumía por saber cómo sería una cárcel hecha de arena.

En verano, al aire libre, Naoko prendía fogatas y dejaba que el calor le abrazara hasta sentir sed, tomaba agua con sal para sentirla aún más. Llegaba sudando a casa y se pegaba del grifo.

 Sumito volvió a preguntarle por lo que hacía y respondió igual:”experimento”. Es lo propio de quien investiga se reafirmó Sumito en silencio.

Hajime se dijo “esta ya no es mi hija, no la conozco, ni sé lo que hace. Va y viene con Haruki y no dice nada. Si le pregunto se encierra en la biblioteca y cuando responde dice lo mismo:”experimento”. Quisiera saber hasta cuándo irá con sus experimentos”.

  Naoko se interesó por el arte. Por la pintura. Iba a los museos con Haruki buscando obras de Dalí. “Salvador se realiza conmigo, me salva” se decía. Se vio imitando a Dalí o  siendo su modelo. Y pasaba horas en una misma posición, hasta que Haruki, cansado de hacer nada, decía “vámonos”.

De Haruki, Hajime supo muy poco, apenas era su  compañero de colegio,  un poco excéntrico, silencioso, vestido siempre de negro. Tuvo la sensación de que los esquivaba –a Sumito y a ella-. Naoko le dijo que no quería preguntas sobre él, que dejaran las cosas así, que sabía cuidarse. “Ya soy grande” fue la afirmación con la que la sacudió una noche y remató con un “se defenderme”.

De vuelta a la rutina, Naoko preveía lo mismo: Sumito con su maletín madrugaba a los negocios. Regresaba para la cena, tomaba el té y dormía. Siempre llegaba sonriendo. Alguna vez comentó sobre los atunes que compraba y revendía. Recordó el día que habló sobre los 270 kilos de pura carne de un solo ejemplar. “¡Ay, bendito!” Fue lo que dijo y vio cómo se frotó las manos con fruición. “Bendito… ¿Por qué bendito?” Le hubiera gustado saber. Imaginó el atún tirado en el piso, congelado,  izado en la báscula y puesto en la mesa para ser fileteado. “¿Qué tiene eso de bendito?”  Se preguntó. Y miró a Sumito que reía dichoso. “Vaya, también experimenta”, concluyó.

Sumito vivía tranquilo. Tenía dinero, un buen negocio, una familia y paz en el hogar. Hajime no olvidó nunca su té y le agradeció siempre su disposición en la cama. “Yo lo sabía. Siempre lo supe. En oriente cumplí mi sino” se repetía él. Lo que no hubiera creído posible fue la daga que le cortó de un tajo su garganta y la voz  de Naoko que le decía “experimenta y vuelve a Sebastián”.

Felicidad completa

Gloria Bejarano
        Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido - una conjunción no sólo rara sino imposible - ella también quiso sentir lo mismo e inmediatamente se zambulló en la piscina astral que me cubría y juntos nadamos por el mundo paralelo. Este nuevo estado, esta nueva sensación hizo florecer en los dos situaciones y sentimientos desconocidos hasta entonces, como si todo lo vivido anteriormente fuera solo una alucinación, y lo real, lo que valía la pena, fuera este nuevo estado, esta paz y bienestar interior, que jamás imaginamos que existía y que nos cobijaba hasta lo más intimo de nuestros seres.

          Nos habíamos conocido mucho tiempo atrás, de niños, cuando jugábamos a ser adultos debajo de la mesa del comedor de la casa de sus padres. Desde entonces nos habíamos mirado alelados, con una mirada inquisitiva y profunda, hurgando en la esencia, en los confines mismos de nuestra existencia. Aquellos momentos fueron interrumpidos por el traslado de su familia a otra ciudad. Nunca dejé de pensarla. Su recuerdo aparecía en los momentos decisivos de mi vida: cuando un amor me dejaba o simplemente cuando la nostalgia me invadía. Solo ahora volvíamos a encontrarnos.
         Bajamos al submundo de sus entrañas y exploramos como dioses el don del infinito en donde una semilla mía podía llenar ese espacio único, reservado solamente para mí, para los dos, para el goce y la creación. Nunca antes habíamos vivido ese momento de forma tan sublime. Nos transportamos al infinito, llevados por la pasión acompañada del tul translúcido de la armonía, de la unión carnal acompañada de la lujuria, de una forma plena, más angelical que humana.
         Al despertar, todo nos pareció más bello.
         - ¿Qué hacemos ahora? preguntó.
        Yo seguía anonadado entre mi felicidad y la inverosimilitud.
         - Mi marido llegará pronto, inquirió.
        Salí dando tumbos.


         Durante los días siguientes seguí cavilando la forma de arreglar para siempre el asunto. Desde un panfleto, la extorsión, la difamación, hasta un asesino a sueldo. Todo pasó por mi mente. Regresé a la semana siguiente. No la encontré. En su lugar estaba el hombre, recostado en el sofá de la entrada.
        - … lo estaba esperando.
        - ¿Quién es usted? pregunté extrañado.
        - ¡No se haga el huevón! Sabe quién soy¡Vamos a arreglar   
           las  cosas como hombres!
           La felicidad y lucidez de días anteriores se habían ido al traste.
        -Mire, ella se fue porque no me quiere volver a ver, no quiere que yo me le acerque. Es como si algo extraño la hubiera tocado y cambiado su alma. Nunca antes la vi así, tan extraña parecía flotar todo el día, sin atinar a decirme nada, solo el rechazo total.
         La ira del hombre fue disminuyendo. Bajó su tono amenazante y pude ver en él su amor y su dolor. La luz del día se había disminuido y solo nos veíamos como dos siluetas dibujadas en el contraluz del crepúsculo.
           - ¿Nos ha dejado a los dos?- inquirí.
             Nos abrazamos en un apretón de esos que se dan los machos en momentos de la vida.¡Habíamos zanjado el problema como hombres!

Silencio gris


Eduardo Toro

Esta mi soledad es un silencio duro
Que se golpea contra el viento,
Dejando fragmentos de cristal
Bajo el puntiagudo dolor
De todos  los cipreses.

¡Qué se parta la soledad entre mis manos!
Y el silencio se acurruque junto al llanto;
Dadme una hoz martillada de luceros
Para segar las amapolas
Bajo la sombra gris del tamarindo.

 No puedo vivir en esta soledad
Que aturde mis sentidos
¿Bajo qué extraña vaguedad
Se filtra tu presencia?
¿Tu ausencia es un silencio gris?

Cuando pregunto a mi recuerdo
Sobre los tiempos ya pasados,
Surge un reproche de campanas
Devolviendo al vuelo mis preguntas
Entre una nube de  silencio gris.





Un verso



Eduardo Toro                        
                                              A Guillermo Bustamante

De pronto la primavera.
El canto de un pájaro me llama.
Desde la vaguedad de la penumbra,
Alucinado, escribo
 Con el murmullo de mi sangre,
Un verso.


El zorro

Eduardo Toro

                    
          Un día Sebastián de siete años, alegre y descomplicado, escribió a su maestra: “Maestra: escribo este  cuento   para contarle que yo estoy muy enamorado de usted. También le cuento que mi hermanito mayor me dice que esto no puede ser porque soy chiquito, y le cuento que aunque he tratado de no quererla, no la puedo borrar de mi mente. Y además le cuento que hoy me atrevo a contarle todo esto y no firmo con mi nombre porque me da un poco de vergüenza. Le cuento que la amo”.
EL ZORRO.
La maestra, acostumbrada a esta clase de manifestaciones, dirigió sus sospechas a varios  alumnos pero sin poder precisar cuál  el  remitente  optó por escribir en el tablero: “Yo también te quiero mucho. Te invito mañana a comer un delicioso helado de vainilla mezclado con  flores de Jamaica”.
Sebastián no cabía en el pellejito. Cuando llegó a su casa le contó a su hermanito mayor todo, mañana comeremos helados, dijo. Lo que no pudo explicar fue cómo se enteró  quién era el Zorro.
Sebastián tomó a hurtadillas la loción del padre y la aplicó abundantemente sobre su nuca y brazos, antes de salir aquella mañana.
A la hora del recreo la maestra dijo: “”Aquí tengo servidas dos copas de un delicioso helado, una para mí y otra para el Zorro. Pido al Zorro pasar a compartir”
Sebastián saltó de su pupitre como un resorte,  caminó decidido, a donde estaba su maestra, ella lo recibió con un fuerte y cariñoso abrazo, le susurró al oído: ¡Humm, hueles delicioso! Me moría por saber quién era el Zorro”. Luego alzó la voz y les ordenó a los demás alumnos que salieran. 






¿Quién se comió los tamales?


Eduardo Toro


Doña Susana una mujer de talla alta y  porte distinguido, ojos vivos, piel blanca y bien cuidada, cabello cano y corto  que peina en hondas azuladas, a sus sesenta años conserva vivo  el buen humor y una enérgica  disposición para el trabajo. Es madre de dos hijos  profesionales,  Pedro y Juan, y tiene dos nueras y cuatro nietos, dos por cada hijo.

 Doña Susana, más conocida en la ciudad como La Tamalera, amasó una importante fortuna haciendo tamales para satisfacer el mercado gastronómico del lugar, industria que con el tiempo creció  al mismo ritmo en que se multiplicaba  la población de la ciudad. No ha parado de trabajar desde el día en que, empujada por la necesidad, se dio a la faena de hacer tamales para que su joven marido saliera con un canasto grande a pregonar el delicioso producto por las calles del vecindario.

Esta actividad convirtió a la Tamalera en una importante mujer de empresa y fue así como con las primeras utilidades obtenidas amplió su casa hasta convertirla en una gran mansión, educó a sus hijos hasta hacerlos profesionales, invirtió en fincas, apartamentos y apostó en la bolsa de valores  con notable éxito.

Ramón El Tamalero murió a los cuarenta años de casados. Era también un hombre decidido y emprendedor. El día que fue llamado a rendir cuentas eran las once de la mañana de un martes once del mes de agosto de 1998. Doña Susana no derramó lágrimas por su compañero de siempre, pero le rindió el  mejor homenaje  que se le pueda ofrecer al ser que tanto se amó.

Trató de detener el tiempo y ordenó que ninguno de los objetos de la casa cambiara de lugar, los adornos, carpetas, muebles, porcelanas, cuadros y todos lo inanimado de la casa debería quedar quieto en el tiempo, detenido como en una vieja postal; el reloj de péndulo que balanceaba su estirpe europea aquietó su disco y silenció su campana señalando las once de la mañana; el almanaque de taco,  puesto en la pared de la cocina, que al desprender el pámpano de cada día  entregaba una oración para el santo de turno, se quedó para siempre señalando el  martes once de  agosto de 1.998.Para adornos, porcelanas y cuadros se dibujó con tinta indeleble el sitio exacto  en que quedaron el día de la muerte de Ramón El Tamalero y al espacio se le asignó nombre para evitar disgustos;  doña Susana inspeccionaba antes de acostarse que cada cosa estuviese en el lugar correcto.

Doña Susana, madrugadora y diligente, una mañana  observó que el reloj de pie del salón principal balanceaba el péndulo su tac, tac, tac, era ronco y, de pronto, empezó a dar sonoras campanadas que contadas una a una sumaron once. –Estas parecen ser cosas de Ramón- se dijo, sin dar mayor importancia.  Fue hasta la cocina en donde ya estaba adelantada la faena con grandes ollas llenas de tamales en cocción, miró el almanaque de taco de la pared y este señalaba el día miércoles doce -¿Quién se atrevió a desprender el pámpano del día martes?- preguntó un poco alterada.  –Nadie- respondieron en coro las empleadas y siguieron en su labor de limpiar y preparar las hojas de plátano para envolver tamales. – Estas si son cosas de Ramón, ahí está pintado-  exclamó sorprendida. -¡Tan viejo y ni muerto coge juicio!

Ese mismo día, Doña Susana, antes de acostarse, hizo un paneo minucioso por toda la casa inspeccionando que cada cosa estuviese puesta en su lugar. Al día siguiente muy temprano se enfrentó a un verdadero caos: El reloj funcionaba en un loco tac, tac, tac y daba campanazos sin parar; el almanaque de pámpanos marcaba el día jueves trece; los candelabros del comedor estaban en el suelo, los cuadros habían cambiado de lugar, hasta tal punto que el Sagrado Corazón de Jesús amaneció en el baño principal; ningún objeto estaba en el lugar que le correspondía por decisión tomada por Doña Susana el martes once de agosto de 1.998. Las mujeres de la cocina se quejaron por el desorden en que encontraron la zona de labores.

Doña Susana llamó a sus hijos a consulta familiar informándoles sobre los hechos  sobrenaturales  que venían sucediendo en su casa, sin ocultar su sospecha de que estos fueran provocados por el espíritu en pena de Ramón. Sus hijos, incrédulos, más bien quisieron pensar que se trataba de un debilitamiento físico y mental de su madre causado por tantos años de trabajo sin descanso, tranquilizándola con el ofrecimiento de quedarse en casa en las próximas noches para  estar prestos  y vigilantes.

Pedro y Juan armados de un extraordinario espíritu investigativo hicieron un recorrido por toda la casa inspeccionando el estado en que las cosas estaban detenidas en el tiempo. En la noche  se organizaron por turnos para vigilar. Doña Susana, se acostó a dormir sin ocultar una sonrisa maliciosa y socarrona y pidió al cielo:-¡Ay! Ramón, no les hagas muy duro, acuérdate que son nuestros hijos.-

Pedro y Juan, poco visitaban la casa de sus padres pues, a pesar del alto beneficio recibido de la fábrica de tamales, en la medida en que se hicieron mayores desarrollaron una extraña alergia a los tamales, el solo olor les causaba erupción y el comerlos les producía un grado máximo de intoxicación. También pudieron adquirir  este rechazo a los tamales cuando, desde muy pequeños, fueron apodados como los tamaleros, remoquete  que les ocasionó más de un disgusto. Se repetía en ellos el caso de la ovejita que nació alérgica a la lana.

Pedro vigiló hasta la una de la madrugada y entregó el turno a Juan  sin novedad en el frente quien a su vez reportó a las seis de la mañana absoluta tranquilidad y paz en el entorno, todo estaba en su sitio. Doña Susana llegó hasta la sala principal en donde sus hijos discutían la manera de llevarla a visitar  al médico, sin que ella se molestara, aduciendo cansancio. –Buenos días hijos- dijo cariñosa. ¿Cómo pasó todo, hijos? – Aquí no pasa nada extraño madre, todo está en su sitio- -Es muy raro que ustedes no hayan visto ni sentido nada extraño, las mujeres de la cocina me acaban de informar que cuatro tamales que deberían recoger a las siete de la mañana para el desayuno de las Morantes se desaparecieron y el almanaque desprendió la hojilla dejando a la vista el día viernes catorce. Acabo de pasar por el comedor y hay cuatro puestos que fueron servidos con tamales, solo dejaron las hojas,  ¿Desde cuándo comen ustedes tamales? Los hermanos se miraron sorprendidos y callaron.

Los días sábados eran de enorme actividad en la fábrica de tamales, por el portón del garaje  entraba en grandes cantidades la carne de cerdo y pollo, masa de maíz, bultos de papa, cebolla, gajos de achiote y  grandes fardos de hojas de plátano marchitadas al humo listas para envolver el típico alimento. En la amplia cocina se lavaban y alistaban las gigantescas ollas para la cocción de por lo menos sesenta pachas de tamales en cada recipiente. Se trabajarían las 24 horas sin descanso hasta entregar los pedidos a satisfacción.

Esa noche de trajín, de olor a delicioso tamal bien adobado, de risas maliciosas en la cocina, de ir y venir, unas armaban  tamales y otras los ataban, otras los montaban sobre los fondos de agua hirviendo  y otras los retiraban de las ollas después de tres horas puntuales de cocción y los colocaban sobre grandes bateas de madera, otros, los despachadores, atendían los pedidos sobre grandes recipientes de plástico, facturaban y entregaban a las camionetas repartidoras.

Esa noche los hermanos no vigilaron como lo habían acordado con doña Susana, prefirieron dormir, pues creían que durmiendo alejarían la posibilidad de intoxicación. Fue  la noche de una espléndida fiesta fantasmal: los hermanos soñaban  si es  que a esto se le llama soñar, fantasmas con risas burlonas y los pies en el aire danzaban al son de flautines; cantaban y reían sin parar, subían y bajaban las escaleras con rítmico andar;  los cuadros tomaban vida y cambiaban de sitio, también las porcelanas bailaban y corrían y nunca volvían al sitio habitual;  las cortinas flotaban ondeantes a ritmo de vals: los candelabros se encendieron, el péndulo del reloj balanceaba su andar y el almanaque de taco lanzó al aire las hojillas que como mariposas volaban al azar; la ropa de Ramón el tamalero salió del armario, tomó vida y también danzó sin cesar. ¡Dios mío¡ ¡Qué cosas horribles podemos soñar¡

Doña Susana, se levantó como de costumbre a temprana hora y ya acicalada inició su recorrido de reconocimiento por toda la casa, todo era un desastre: las alfombras enrolladas, los cuadros  cambiaron de pared, el Sagrado Corazón de Jesús, sabrá Dios a donde fue a parar, el reloj enloquecido, los pámpanos del almanaque regados por el suelo y, lo más llamativo, los doce puestos del comedor servidos en platos de fina porcelana  alemana  con sobras de tamal y sus mejores vinos también habían sido consumidos servidos en copas de fino cristal.

¿-Hijos, por aquí pasó un huracán? – no madre, todo transcurrió tranquilamente aquí no ha pasado nada- respondieron los hermanos todavía medio dormidos. –No. ¿No pasa nada? ¿Y qué hacen ustedes vestidos con los mejores ropas de Ramón?-  Madre, te aseguramos que no es lo que tú piensas, te juramos que todo está bajo control, todo debe estar en su sitio. –Pues hijos anoche hubo un gran banquete con tamales, vino y música, todo amaneció desordenado, ¿me pueden dar una explicación? –Madre, estamos convencidos de que son imaginaciones tuyas- Como no hijos, entonces respondan, ¿Quién se comió los tamales?, porque ustedes no fueron ni yo tampoco.

Doña Susana salió hacia la cocina en donde ya sabía iba a recibir la queja de la extraña desaparición de doce tamales y con una maliciosa sonrisa se preguntó ¿Quién se comió los tamales?, alzó los ojos al cielo y exclamó: Ramón, amado mío, te supliqué que  les hicieras pasito. Me puedes decir ¿Con quién te comiste los tamales?

Escrito para mi hijo, Samuel Eduardo Toro Gómez, el día de su cumpleaños número 16.