Jorge Enrique Villegas
Sumito sonreía satisfecho. Su mirada agradecida recorría el paisaje familiar luego de caminarlo durante tantos años. Recordó que siendo joven, aún en el colegio, su padre le dijo que cuando terminara los estudios volverían a hablar del asunto. Y desde entonces, supo que debería partir para oriente y cumplir su misión. Su misión. No bastaba con que allá fuesen budistas, shintoistas, taoistas o “qué se” repetía. Pensaba que en oriente les faltaba conocer lo que él ya intuía. Cumplida su misión sería sencillo freír espárragos.
Sumito obtuvo el permiso y se embarcó. Japón le ancló. Llegó mas allá de Tokio, al norte, hasta Aizu, cerca al lago Inawashiro. Se asombró al ver dos grandes cisnes nadando en sus aguas, dos barcos que llevaban turistas ateridos de frío, mientras tomaban el te, fumaban e iban viendo las colinas nevadas. “Bueno, aquí estamos. ¿Por dónde empezar?”. La mejor manera era enseñando inglés. Fue así como Sumito conoció a Hajime, una mañana en que llovía con intensidad. Llamó su atención el rostro dulce, sus limpios ojos, los labios delgados y su tez blanca. Viajaría pronto y quería mejorar el inglés. Todo fue muy rápido. Supo que por sus labios aprendería el idioma y que por los suyos disfrutaría luego de Morrison, Roth, Banville, Cormac, y tantos otros.
Nació Naoko y la dicha fue grande. En los ratos libres, luego de sus tareas, Naoko jugaba ajedrez y tocaba piano. Leía a Kawabata y a Fleming. Soñaba matando a los malos y contándoles cuentos a sus hijos. Hajime la sorprendió muchas veces arrancándole las hojas a los libros, deshojando tulipanes, vomitando el ramen comido un poco antes. “¿Que haces? Experimento” fue su respuesta.
Hajime no alcanzó a entender el sentido del experimento. Se quedó pensando. Se lo dijo a Sumito. “Son cosas de muchachos. No te preocupes” respondió, pero ella más se preocupaba.
Naoko interrogó un día a Sumito por qué no era como los otros papás. Entendió que se refería a que no era oriental. “¿Siempre fuiste Sumito?”. Y tuvieron una larga conversación. Le quedó claro que en su otra vida fue Sebastián y que a Sebastián vuelve cuando va de vacaciones a visitar a la otra familia. Al regreso es de nuevo Sumito y trataba de parecerse a los papás que llevan a los niños al colegio. Entonces Naoko entendió que podía ser una en casa, otra en el colegio, otra en el bosque, otra la que come sushi, otra la que se fastidia con el olor de la tempura.
Cuando le preguntan por lo que hace, da la misma respuesta que desconcertó a Hajime. “Experimento”.
Por eso Naoko no es la misma siempre.
Una tarde de primavera Sumito la vio trepada en las ramas de un florido cerezo. Le llamó su atención observar cómo se empeñaba en imitar a los tórtolos en su nido. Volvía los labios como embudo, como si tuviese una pajita y estuviese chupando algo. Pasó así un largo rato sin inmutarse con el aleteo rasante y frenético de los padres de los tórtolos. Fue cuando dijo: “¿qué haces? Y escuchó su nítida respuesta “experimento”. Naoko se dedicará luego, cuando mayor, a algo práctico, tal vez a los estudios técnicos, pensó mientras respiraba tranquilo. Hajime tendrá que entender.
Naoko se sintió crecer y trató de entender mejor su mundo. “Ya no seré reina, ni siquiera princesa, ni bailarina, ni enfermera. Que aburrimiento llegar a mamá. Prefiero el bosque, buscar en las piedras, cazar mariposas, abrir sapos, montar bici y jugar con ratones. Iremos en carro, nos mirarán y sabrán que somos nosotros porque dirán allá van ellos. Y conoceremos el mundo. En las noches nadie sabrá que robaré bancos y me llevaré de las tiendas galletas y chicles. Me hace bien todo esto”. Y reía mientras así soñaba. Se creía grande.
Hajime supo que algo pasaba, cuando Naoko dejó de practicar el piano y el ajedrez, cuando las cosas dejaron de marchar en el colegio y buscaba pretexto para comer afuera, o no comer, y que se irritaba más si le interrumpían la lectura. No sabía que Naoko se consumía por saber cómo sería una cárcel hecha de arena.
En verano, al aire libre, Naoko prendía fogatas y dejaba que el calor le abrazara hasta sentir sed, tomaba agua con sal para sentirla aún más. Llegaba sudando a casa y se pegaba del grifo.
Sumito volvió a preguntarle por lo que hacía y respondió igual:”experimento”. Es lo propio de quien investiga se reafirmó Sumito en silencio.
Hajime se dijo “esta ya no es mi hija, no la conozco, ni sé lo que hace. Va y viene con Haruki y no dice nada. Si le pregunto se encierra en la biblioteca y cuando responde dice lo mismo:”experimento”. Quisiera saber hasta cuándo irá con sus experimentos”.
Naoko se interesó por el arte. Por la pintura. Iba a los museos con Haruki buscando obras de Dalí. “Salvador se realiza conmigo, me salva” se decía. Se vio imitando a Dalí o siendo su modelo. Y pasaba horas en una misma posición, hasta que Haruki, cansado de hacer nada, decía “vámonos”.
De Haruki, Hajime supo muy poco, apenas era su compañero de colegio, un poco excéntrico, silencioso, vestido siempre de negro. Tuvo la sensación de que los esquivaba –a Sumito y a ella-. Naoko le dijo que no quería preguntas sobre él, que dejaran las cosas así, que sabía cuidarse. “Ya soy grande” fue la afirmación con la que la sacudió una noche y remató con un “se defenderme”.
De vuelta a la rutina, Naoko preveía lo mismo: Sumito con su maletín madrugaba a los negocios. Regresaba para la cena, tomaba el té y dormía. Siempre llegaba sonriendo. Alguna vez comentó sobre los atunes que compraba y revendía. Recordó el día que habló sobre los 270 kilos de pura carne de un solo ejemplar. “¡Ay, bendito!” Fue lo que dijo y vio cómo se frotó las manos con fruición. “Bendito… ¿Por qué bendito?” Le hubiera gustado saber. Imaginó el atún tirado en el piso, congelado, izado en la báscula y puesto en la mesa para ser fileteado. “¿Qué tiene eso de bendito?” Se preguntó. Y miró a Sumito que reía dichoso. “Vaya, también experimenta”, concluyó.
Sumito vivía tranquilo. Tenía dinero, un buen negocio, una familia y paz en el hogar. Hajime no olvidó nunca su té y le agradeció siempre su disposición en la cama. “Yo lo sabía. Siempre lo supe. En oriente cumplí mi sino” se repetía él. Lo que no hubiera creído posible fue la daga que le cortó de un tajo su garganta y la voz de Naoko que le decía “experimenta y vuelve a Sebastián”.
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