Un día Sebastián de siete años, alegre y descomplicado, escribió a su maestra: “Maestra: escribo este cuento para contarle que yo estoy muy enamorado de usted. También le cuento que mi hermanito mayor me dice que esto no puede ser porque soy chiquito, y le cuento que aunque he tratado de no quererla, no la puedo borrar de mi mente. Y además le cuento que hoy me atrevo a contarle todo esto y no firmo con mi nombre porque me da un poco de vergüenza. Le cuento que la amo”.
EL ZORRO.
La maestra, acostumbrada a esta clase de manifestaciones, dirigió sus sospechas a varios alumnos pero sin poder precisar cuál el remitente optó por escribir en el tablero: “Yo también te quiero mucho. Te invito mañana a comer un delicioso helado de vainilla mezclado con flores de Jamaica”.
Sebastián no cabía en el pellejito. Cuando llegó a su casa le contó a su hermanito mayor todo, mañana comeremos helados, dijo. Lo que no pudo explicar fue cómo se enteró quién era el Zorro.
Sebastián tomó a hurtadillas la loción del padre y la aplicó abundantemente sobre su nuca y brazos, antes de salir aquella mañana.
A la hora del recreo la maestra dijo: “”Aquí tengo servidas dos copas de un delicioso helado, una para mí y otra para el Zorro. Pido al Zorro pasar a compartir”
Sebastián saltó de su pupitre como un resorte, caminó decidido, a donde estaba su maestra, ella lo recibió con un fuerte y cariñoso abrazo, le susurró al oído: ¡Humm, hueles delicioso! Me moría por saber quién era el Zorro”. Luego alzó la voz y les ordenó a los demás alumnos que salieran.
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