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viernes, 3 de septiembre de 2010

Platillos en la banda


Jorge Enrique Villegas

 -No tienes la culpa abuela. Lloras mucho y el dolor que sientes es profundo. Por favor, escúchame. Para que estés tranquila voy a contarte lo que pasó. Estábamos los dos, ¿recuerdas? Tú en la cocina y yo por ahí, jugando con mi carrito de madera. Iba y venía por las paredes de la casa que convertía en calles. Lo impulsaba con el combustible de mi voz, imitando los ruidos de los carros de verdad. Me metía debajo de las camas y perseguía a las cucarachas. Cruzaba los asientos, que para mí eran puentes,  y  me perdía veloz  detrás de los armarios. Así pasaba la tarde hasta cuando llegué donde estabas, en la cocina. Me miraste y de una bolsa sacaste un pan tostado, me lo ofreciste con un poco de café.
-Come Roco – dijiste.
Mientras lo hacía te sentaste y comenzaste  a pelar papas que colocabas en la cacerola entre las piernas. Eran para la cena. No supe decirte lo bien que me sentí.  Ni sabías lo bien que te veías con tu trenza  recogida detrás de la cabeza. Tu mirada era serena. Te vi hermosa abuela.

Mi hermano mayor jugaba en la calle. No me llevó porque no sabía qué hacer conmigo. Las pocas veces que lo hizo,  siempre fue detrás del balón y yo me quedaba sentado, mirando sin entender mucho. El calor y el polvo que levantaba con sus amigos me hacían parar y me refugiaba bajo  unos matarratones. Era mucho más entretenido. En ellos siempre hubo mariposas, libélulas, y torcazas que podía seguir. Algunas veces me subí a esos árboles y cogí avispas. Ya sabía cómo quitarles el aguijón y en su lugar ponía pedacitos de papel y las echaba a volar. Eran helicópteros que se perdían  entre las hojas. Fueron momentos  que disfruté con ganas.

Cuando terminé de comer, encendí otra vez el carrito y me senté en el piso mientras llenaban su tanque con gasolina. Luego me fui a recorrer otras tierras. Subía lento, muy lento las montañas. Tenía que hacerlo para llegar a la  parte de arriba de la casa donde quedaba el baño y el lavadero. En cada grada que para mí era una cima, paraba y oteaba el paisaje hacia arriba y hacia abajo. Hacia abajo crecía mi asombro. Tan lejos estaba de todos. Mi hermano y tú, abuela, eran solo recuerdos. Hacia arriba tenía nuevos retos. Y continuaba más lento. El carrito se esforzaba y yo también. No sentía miedo pero mi corazón latía fuerte. No sabía  por qué. Faltaba poco para alcanzar el premio y  tenía que llegar. Cuando pasé la meta, cuadré el carro bajo la losa del lavadero y me senté otra vez. Oí algunos gritos que venían de la calle y nada más. Luego me acosté, puse mis manos como almohada y miré las nubes blancas. Se movían rápido. Sólo vi la silueta de un perro y un viejito con pipa. Me puse de pie. Mi corazón latía más rápido.

Quise mirarte abuela y que supieras de mi triunfo. Me arrimé a la orilla. Fue alucinante. Sentí por un instante un vahído y vi unos brazos que se abrían para recibirme.

-Ahora me tienes en tu regazo. Moja una de tus manos y la pasas por mi cabeza.
-Ya Roquito, ya. Ya se te pasará  y volverás con tu carrito.
-No abuela. No puedes ver mis ojos ni mi mirada  ausente. Ya no sé quien soy. Puedo decirte que entiendo en forma diferente. Por eso comprendo lo que sufres. Gracias abuela por quererme como lo haces. Nada me duele.

 Ahora soy un testigo extraño. Observo cómo pasas una de tus manos por tu cara y limpias tus lágrimas y vuelves a pasarla por mi cabeza  hundida. No te preocupes.  Puedo salir a la calle, correr junto a mi hermano, seguir las mariposas, volar con las libélulas, montarme en las torcazas. No estoy cansado ni siento hambre. Tranquila abuela. Si te ayuda, rezaré contigo como lo haces todas las tardes. Tú no tienes la culpa.

-¿Sobre qué escribes? –le preguntó Jacinta.
-Siéntate y escucha -respondió Bruno

Leyó  y comentaron  sobre algunos pormenores. Jacinta aprovechó el momento para recordarle que preparara las cosas para el trasteo. Se hacía ilusiones con la casa nueva.

-Ya tengo casi todo listo. Termino lo mío, ayudo a Memo y embalamos lo tuyo. De modo que descansa. Si quieres, recuéstate en mi cama mientras termino de escribir esto.
-Gracias.
-Jacinta ¿Memo dejó alguna razón?
-Sólo dijo que iba con unos amigos.
 -¿Crees que se ha ennoviado?
-Es muy chico, pero me parece que si. Ha cambiado mucho. Ahora es más cariñoso y canta más seguido. Está contento.

Llovía con intensidad. El aire frío llenaba la habitación. Jacinta se acomodó mejor el suéter, recogió sus brazos, juntó sus manos y cerró los ojos. Memo entró.
-Hola, ¿cómo están?
-Calla, la abuela duerme.
-Perdón -respondió Memo, miró a Bruno y volvió a preguntar-.
-¿Me puedo hacer a su lado? Hace frío.
-… acuéstate en tu cama. Jacinta hace oficio todo el día. Además ya estás mayorcito
Memo no obedeció y se quitó los zapatos.
-No la molestaré – se hizo a su lado
-No te muevas mucho.
-Gracias.
Cerró los ojos y con su pensamiento se dirigió a Jacinta
-Abuela, no hablaré pero sé que me oyes. ¿Recuerdas el día en que Roco se cayó? Ese día prometí que iba a estar siempre contigo. Ahora ha llegado tu momento. Déjate ir. 
  
Cuando cumpla su tiempo vendrá con nosotros. Si quieres nos vamos ya. Ahora él no puede entender  y no vale la pena que lo haga. Yo te guío. Bruno se levantó. Tomó una manta y cubrió las piernas de Jacinta y de Memo. Fue a la cocina y preparó café. Se sentó junto a la ventana y lió un cigarro. Pensaba en la historia que escribía. Aspiró el humo, saboreó el café. 

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