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viernes, 3 de septiembre de 2010

¿Quién se comió los tamales?


Eduardo Toro


Doña Susana una mujer de talla alta y  porte distinguido, ojos vivos, piel blanca y bien cuidada, cabello cano y corto  que peina en hondas azuladas, a sus sesenta años conserva vivo  el buen humor y una enérgica  disposición para el trabajo. Es madre de dos hijos  profesionales,  Pedro y Juan, y tiene dos nueras y cuatro nietos, dos por cada hijo.

 Doña Susana, más conocida en la ciudad como La Tamalera, amasó una importante fortuna haciendo tamales para satisfacer el mercado gastronómico del lugar, industria que con el tiempo creció  al mismo ritmo en que se multiplicaba  la población de la ciudad. No ha parado de trabajar desde el día en que, empujada por la necesidad, se dio a la faena de hacer tamales para que su joven marido saliera con un canasto grande a pregonar el delicioso producto por las calles del vecindario.

Esta actividad convirtió a la Tamalera en una importante mujer de empresa y fue así como con las primeras utilidades obtenidas amplió su casa hasta convertirla en una gran mansión, educó a sus hijos hasta hacerlos profesionales, invirtió en fincas, apartamentos y apostó en la bolsa de valores  con notable éxito.

Ramón El Tamalero murió a los cuarenta años de casados. Era también un hombre decidido y emprendedor. El día que fue llamado a rendir cuentas eran las once de la mañana de un martes once del mes de agosto de 1998. Doña Susana no derramó lágrimas por su compañero de siempre, pero le rindió el  mejor homenaje  que se le pueda ofrecer al ser que tanto se amó.

Trató de detener el tiempo y ordenó que ninguno de los objetos de la casa cambiara de lugar, los adornos, carpetas, muebles, porcelanas, cuadros y todos lo inanimado de la casa debería quedar quieto en el tiempo, detenido como en una vieja postal; el reloj de péndulo que balanceaba su estirpe europea aquietó su disco y silenció su campana señalando las once de la mañana; el almanaque de taco,  puesto en la pared de la cocina, que al desprender el pámpano de cada día  entregaba una oración para el santo de turno, se quedó para siempre señalando el  martes once de  agosto de 1.998.Para adornos, porcelanas y cuadros se dibujó con tinta indeleble el sitio exacto  en que quedaron el día de la muerte de Ramón El Tamalero y al espacio se le asignó nombre para evitar disgustos;  doña Susana inspeccionaba antes de acostarse que cada cosa estuviese en el lugar correcto.

Doña Susana, madrugadora y diligente, una mañana  observó que el reloj de pie del salón principal balanceaba el péndulo su tac, tac, tac, era ronco y, de pronto, empezó a dar sonoras campanadas que contadas una a una sumaron once. –Estas parecen ser cosas de Ramón- se dijo, sin dar mayor importancia.  Fue hasta la cocina en donde ya estaba adelantada la faena con grandes ollas llenas de tamales en cocción, miró el almanaque de taco de la pared y este señalaba el día miércoles doce -¿Quién se atrevió a desprender el pámpano del día martes?- preguntó un poco alterada.  –Nadie- respondieron en coro las empleadas y siguieron en su labor de limpiar y preparar las hojas de plátano para envolver tamales. – Estas si son cosas de Ramón, ahí está pintado-  exclamó sorprendida. -¡Tan viejo y ni muerto coge juicio!

Ese mismo día, Doña Susana, antes de acostarse, hizo un paneo minucioso por toda la casa inspeccionando que cada cosa estuviese puesta en su lugar. Al día siguiente muy temprano se enfrentó a un verdadero caos: El reloj funcionaba en un loco tac, tac, tac y daba campanazos sin parar; el almanaque de pámpanos marcaba el día jueves trece; los candelabros del comedor estaban en el suelo, los cuadros habían cambiado de lugar, hasta tal punto que el Sagrado Corazón de Jesús amaneció en el baño principal; ningún objeto estaba en el lugar que le correspondía por decisión tomada por Doña Susana el martes once de agosto de 1.998. Las mujeres de la cocina se quejaron por el desorden en que encontraron la zona de labores.

Doña Susana llamó a sus hijos a consulta familiar informándoles sobre los hechos  sobrenaturales  que venían sucediendo en su casa, sin ocultar su sospecha de que estos fueran provocados por el espíritu en pena de Ramón. Sus hijos, incrédulos, más bien quisieron pensar que se trataba de un debilitamiento físico y mental de su madre causado por tantos años de trabajo sin descanso, tranquilizándola con el ofrecimiento de quedarse en casa en las próximas noches para  estar prestos  y vigilantes.

Pedro y Juan armados de un extraordinario espíritu investigativo hicieron un recorrido por toda la casa inspeccionando el estado en que las cosas estaban detenidas en el tiempo. En la noche  se organizaron por turnos para vigilar. Doña Susana, se acostó a dormir sin ocultar una sonrisa maliciosa y socarrona y pidió al cielo:-¡Ay! Ramón, no les hagas muy duro, acuérdate que son nuestros hijos.-

Pedro y Juan, poco visitaban la casa de sus padres pues, a pesar del alto beneficio recibido de la fábrica de tamales, en la medida en que se hicieron mayores desarrollaron una extraña alergia a los tamales, el solo olor les causaba erupción y el comerlos les producía un grado máximo de intoxicación. También pudieron adquirir  este rechazo a los tamales cuando, desde muy pequeños, fueron apodados como los tamaleros, remoquete  que les ocasionó más de un disgusto. Se repetía en ellos el caso de la ovejita que nació alérgica a la lana.

Pedro vigiló hasta la una de la madrugada y entregó el turno a Juan  sin novedad en el frente quien a su vez reportó a las seis de la mañana absoluta tranquilidad y paz en el entorno, todo estaba en su sitio. Doña Susana llegó hasta la sala principal en donde sus hijos discutían la manera de llevarla a visitar  al médico, sin que ella se molestara, aduciendo cansancio. –Buenos días hijos- dijo cariñosa. ¿Cómo pasó todo, hijos? – Aquí no pasa nada extraño madre, todo está en su sitio- -Es muy raro que ustedes no hayan visto ni sentido nada extraño, las mujeres de la cocina me acaban de informar que cuatro tamales que deberían recoger a las siete de la mañana para el desayuno de las Morantes se desaparecieron y el almanaque desprendió la hojilla dejando a la vista el día viernes catorce. Acabo de pasar por el comedor y hay cuatro puestos que fueron servidos con tamales, solo dejaron las hojas,  ¿Desde cuándo comen ustedes tamales? Los hermanos se miraron sorprendidos y callaron.

Los días sábados eran de enorme actividad en la fábrica de tamales, por el portón del garaje  entraba en grandes cantidades la carne de cerdo y pollo, masa de maíz, bultos de papa, cebolla, gajos de achiote y  grandes fardos de hojas de plátano marchitadas al humo listas para envolver el típico alimento. En la amplia cocina se lavaban y alistaban las gigantescas ollas para la cocción de por lo menos sesenta pachas de tamales en cada recipiente. Se trabajarían las 24 horas sin descanso hasta entregar los pedidos a satisfacción.

Esa noche de trajín, de olor a delicioso tamal bien adobado, de risas maliciosas en la cocina, de ir y venir, unas armaban  tamales y otras los ataban, otras los montaban sobre los fondos de agua hirviendo  y otras los retiraban de las ollas después de tres horas puntuales de cocción y los colocaban sobre grandes bateas de madera, otros, los despachadores, atendían los pedidos sobre grandes recipientes de plástico, facturaban y entregaban a las camionetas repartidoras.

Esa noche los hermanos no vigilaron como lo habían acordado con doña Susana, prefirieron dormir, pues creían que durmiendo alejarían la posibilidad de intoxicación. Fue  la noche de una espléndida fiesta fantasmal: los hermanos soñaban  si es  que a esto se le llama soñar, fantasmas con risas burlonas y los pies en el aire danzaban al son de flautines; cantaban y reían sin parar, subían y bajaban las escaleras con rítmico andar;  los cuadros tomaban vida y cambiaban de sitio, también las porcelanas bailaban y corrían y nunca volvían al sitio habitual;  las cortinas flotaban ondeantes a ritmo de vals: los candelabros se encendieron, el péndulo del reloj balanceaba su andar y el almanaque de taco lanzó al aire las hojillas que como mariposas volaban al azar; la ropa de Ramón el tamalero salió del armario, tomó vida y también danzó sin cesar. ¡Dios mío¡ ¡Qué cosas horribles podemos soñar¡

Doña Susana, se levantó como de costumbre a temprana hora y ya acicalada inició su recorrido de reconocimiento por toda la casa, todo era un desastre: las alfombras enrolladas, los cuadros  cambiaron de pared, el Sagrado Corazón de Jesús, sabrá Dios a donde fue a parar, el reloj enloquecido, los pámpanos del almanaque regados por el suelo y, lo más llamativo, los doce puestos del comedor servidos en platos de fina porcelana  alemana  con sobras de tamal y sus mejores vinos también habían sido consumidos servidos en copas de fino cristal.

¿-Hijos, por aquí pasó un huracán? – no madre, todo transcurrió tranquilamente aquí no ha pasado nada- respondieron los hermanos todavía medio dormidos. –No. ¿No pasa nada? ¿Y qué hacen ustedes vestidos con los mejores ropas de Ramón?-  Madre, te aseguramos que no es lo que tú piensas, te juramos que todo está bajo control, todo debe estar en su sitio. –Pues hijos anoche hubo un gran banquete con tamales, vino y música, todo amaneció desordenado, ¿me pueden dar una explicación? –Madre, estamos convencidos de que son imaginaciones tuyas- Como no hijos, entonces respondan, ¿Quién se comió los tamales?, porque ustedes no fueron ni yo tampoco.

Doña Susana salió hacia la cocina en donde ya sabía iba a recibir la queja de la extraña desaparición de doce tamales y con una maliciosa sonrisa se preguntó ¿Quién se comió los tamales?, alzó los ojos al cielo y exclamó: Ramón, amado mío, te supliqué que  les hicieras pasito. Me puedes decir ¿Con quién te comiste los tamales?

Escrito para mi hijo, Samuel Eduardo Toro Gómez, el día de su cumpleaños número 16.

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