Jorge Enrique Villegas
En la universidad, Sam caminaba hasta un punto fijo en la zona verde que separaba los edificios de aulas, regresaba al punto inicial, extendía los brazos con la mirada en el cielo abierto y repetía el recorrido. A veces se le escuchaban expresiones ininteligibles. El cabello le caía en los hombros, el bigote y la barba descuidada, los dientes cariados, ocres. Llevaba consigo una mochila, un lápiz y un cuaderno. Vivía en un tiempo sin tiempo librando sus propias batallas, respondiendo a voces que lo impulsaban a ir y venir hasta dejarlo exhausto y sudoroso. Cansado, se sentaba junto a una de las palmeras en el parque que los estudiantes llamaban Freud.
Al terminar las
clases, Leandro pasaba por un lado del parque y veía a Sam en posición de
meditación, ensimismado, lejos de todos y de todo. Le causaba curiosidad, quería
preguntarle cómo era vivir así. Una vez lo observó coger el lápiz y escribir. Le
hubiera gustado leer lo escrito, descubrir lo que pasaba por su mente.
Sam, junto con el poeta y el doctor,
hacían parte del colorido extraño y humano de la Universidad. El poeta se ganó
la antipatía de muchos porque no le daban algunas monedas por los poemas que
escribía, multiplicaba en una
fotocopiadora de la Facultad y luego los
ofrecía a la muchachada en el campus. El doctor iba a las clases cuando habían
comenzado, se sentaba, cruzaba las piernas, cerraba los ojos y sin más, se
levantaba y salía del lugar en silencio, tal como llegaba.
Leandro recordó la ocasión que vio a Sam en el centro
de la ciudad: olía a mugre, iba descalzo, sin dientes, la ropa raída. En la Universidad le habían dicho que vivía
enlagunado. Entendió que lo que le querían decir era que se drogaba. Estaba más delgado. Recordó también el
escándalo que hubo y la golpiza que le dieron por intentar manosear a uno de
los estudiantes. Por eso le sorprendió verlo en la vía.
La lluvia arreciaba, truenos y relámpagos
se multiplicaban en el firmamento gris oscuro. Leandro
buscó dónde estacionar el vehículo y fue en su búsqueda. Ahora iba sin
los periódicos y las revistas. Lo siguió varias cuadras sin acercarse mucho. Sam
hablaba solo, parecía mirar sin ver, se detenía y dibujaba en su rostro lo que
parecía una mueca. La ropa empapada le resaltaba el cuerpo. Los transeúntes corrían
buscando refugio y lo evitaban molestos
cuando Sam amagaba con asirlos. Fue cuando se les cumplió el tiempo: venía un
chico, estudiante de uniforme y morral en la espalda. Saltaba eludiendo los
charcos en la acera, Sam se abalanzó sobre el niño que gritó pidiendo ayuda. El
estallido de los truenos y las balas
sorprendió a todos. Después el caos. Leandro
aprovechó la confusión y el susto de las personas para regresar al coche. Al
dar marcha sintió una presencia en el asiento contiguo al suyo, volvió la
mirada y ahí estaba Sam. le observó como lo hizo en el instante en que le cortó
el tiempo. Sintió los latidos fuertes y rápidos de su corazón, empezó a sudar,
y un dolor fuerte le atravesó el pecho. Se bajó del auto y se dobló por el espasmo
en el estómago y las náuseas. Corrió ciego hacia la vía...
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