Jorge Enrique Villegas
Llegó a Teveo un
viernes en la tarde. Un pueblo distante de la capital, aún si internet, lo que
demoraba las comunicaciones. Rentó una habitación en el único hospedaje del
pueblo y en las noches repetía la romería por bares y cantinas del lugar. Le
atraían los sitios de juego que había en ellas. Observaba y registraba el
nombre de los apostadores en una pequeña libreta que guardaba en el bolsillo de
la camisa y permanecía atento a los chismorreos que no faltaban.
En
uno de los bares conoció al alcalde y al asistente del notario y en una de las
cantinas al gerente del banco del pueblo, al comandante de la policía, a los
campesinos que con arrojo y soberbia se jugaban el dinero de la cosecha
recogida o el obtenido por las ventas de cabezas de ganado.
Conoció la historia de Sumercé Gutiérrez y las movidas que se daban para quedarse con las propiedades que comprometían al notario. En la habitación repasaba los apuntes y colocaba comentarios. Uno nunca sabe…pensaba. No fueron muchas las noches que necesitó Albino para ponerse en sintonía con la vida de los habitantes de Teveo. Se preparó para el sábado siguiente, día de mercado.
Fue a la notaría y se presentó como Albino
Gutiérrez, dolido hijo de la difunta Sumercé Gutiérrez. “No pude llegar a
tiempo. No pude hacer su voluntad. En su memoria—se santiguó— continuaré el
negocio de las tortillas que mi madre tenía y con el que me sostuvo en el
internado”. Nadie dudó del dolido hijo y comentaron que aunque igualitico,
nunca tan despigmentada como él. Dieron por sentado que por fin se conocía el
secreto de doña Sumercé. Albino anunció que tomaba posesión de la casa y de la
parcela que habían sido de su madre. Entre las autoridades y gente del pueblo
hubo comentarios suspicaces pero sin atreverse a más. Insistían en que se
parecía a ella y que menos mal que había aparecido el hijo y frenado el apetito
del notario. Albino se refugió en este comentario. Poco a poco lo integraron al
grupo de los jugadores del viernes, entre ellos el asistente del notario y al
de los bebedores del sábado. Una noche llegó Albino en el momento en el que el
asistente del notario buscaba en los bolsillos dinero para pagar la bebida
consumida y agradecer, con unos pocos billetes, a Karla por el rato
proporcionado.
—Una
grata noche—susurró Albino cerca de él.
—Si.
—¿Cuánto
necesita?
—Gracias,
amigazo.
—Todo
va mejor cuando nos ayudamos.
Las
veces en que se encontraban terminaban
bebiendo.
—Gracias,
amigazo—repetía el asistente y le estrechaba las manos.
Así fue como Albino, entre trago y trago de cervezas,
compró su confianza. Dispuesto a empezar como había dicho, Albino adquirió a
crédito maíz, encargó leche, limpió el molino y comenzó a preparar las
tortillas para el día del mercado. La noche anterior se supo la noticia.
Primero le fue dada al alcalde. Cuando conoció su contenido, corrió donde el
juez. Fueron donde el comandante de la policía y avisaron al párroco del
pueblo: el gobierno central declaraba confinamiento indefinido para toda la
población y cuarentena para quienes llegaran de otros lugares. Una enfermedad
rara, de origen desconocido, azotaba a la región, a la nación y al mundo. El
alcalde decretó horario para diligencias imprescindibles, compra de alimentos y
encargó a la policía velar por el cumplimiento de las restricciones. Vuelto a
casa, Albino miró los bultos de maíz, las cantinas con la leche que le habían
fiado y en las deudas contraídas. “Tendrán que esperar. Por lo menos tengo para
comer”. Se comió primero las tortillas frescas, con el paso de los días las
duras, regañadas y enmohecidas. Siguió con el maíz asaltado por los gorgojos;
se bebió la leche, hizo mantequilla, yogurt, después queso y terminó tomando
suero. Sin nada que hacer buscó en los rincones de la vivienda, removió el piso
buscando algún tesoro, caja o cofre que hubiese enterrado la difunta. Tan solo
encontró papeles sin uso, revistas y periódicos viejos. Los leía y luego
dormía. En las noches de estrellas, sacaba una silla al patio de la vivienda,
se sentaba, las observaba y se ponía a pensar. Desvelado, una noche de luna
llena se sintió inspirado.
—Buenas noches vecino.
—Ni
tan buenas. Aquí encerrado.
—Tiene
razón. Me arriesgo por el nombre de mi madre y del mío. Vengo a proponerle un
negocio.
—Suéltelo.
—Necesito
dinero para cubrir deudas. El préstamo lo respaldo con este documento—lo
mostraba—aquí dice que si pasados tres meses no devuelvo lo prestado, usted
podrá tomar posesión de la casa y la parcela que pertenecieron a mi madre. Este
documento es legal. Observe que está sellado y firmado por el notario. He
hablado con el comandante de la policía y me ha dado un permiso para salir. Voy
a la capital, arreglo mis asuntos y cambio de banco. Espero no volver a pasar
por estas dificultades que me obligan a molestarlo. Diciendo y haciendo lo
mismo, logró que nueve pequeños agricultores y ganaderos le entregaran el
dinero que decía requerir.
Al
final captó 210 millones de pesos. Pasados los tres meses, cada uno de los
prestamistas se ilusionó por la inversión hecha. Nada mal—pensaban—. Seducidos,
cada uno llegó a la casa de la finada Sumercé, encontró puertas y ventanas
trancadas y aseguradas con candado. A gritos llamaban a Albino y resignados, con bronca, murmuraban
improperios. Fueron al pueblo a preguntar por Albino y recibieron la misma
respuesta: “desde cuando comenzó el confinamiento, no se le volvió a ver”.
Fueron
a la inspección de policía, preguntaron por el comandante y supieron que estaba
enfermo, incapacitado. Buscaron al alcalde quien les escuchó y aseguró que todo
se aclararía. Les pidió que no se expusieran a la enfermedad y regresaran a sus
hogares. Preocupado, el alcalde llegó al puesto de salud y habló con el médico
encargado.
—No he visto al comandante. Aquí no ha venido.
—Me
indicaron que tiene una incapacidad por enfermedad.
—¿Quién
la expidió?
Sorprendido,
el alcalde caminó hasta la casa donde vivía el comandante. Le expresaron que se
había ido a una comisión y no sabían cuando regresaba. “Qué cosa más
extraña”—afirmó el alcalde. Preguntó por el gerente del banco. Su asistente le
afirmó que hacía una semana no aparecía por el lugar.
—¿Dejó dicho algo?
No hubo respuesta. Sin
entender lo que pasaba, compartió sus dudas y preocupaciones con el notario.
“Busquemos a mi asistente. El sabrá de algo…”. Fueron donde vivía, luego a los
bares y cantinas. La respuesta fue igual: “por acá no ha venido”. Intranquilo,
el notario puso al tanto del alcalde de los oficios que exhibían los
prestamistas con su firma. “¡Qué locura es esta por Dios!”—expresó el alcalde—.
“Necesitamos al asistente”—repitieron en coro. Cuando regresó el comandante, se
encontró con la orden del relevo del cargo, firmada por el señor ministro.
Cuando lo hizo el gerente luego de unos días de retozo con Karla, la reina del
bar, le fue entregada la carta de despido. Del asistente del notario aún
esperan noticias y las autoridades buscan a Albino.
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