Jesús Rico Velasco
¿Por qué escribo
esta historia? Porque tuve un sueño que me señaló el camino para salir del
dolor de la muerte de mi gran amigo Alberto y así lograr una cierta paz y
tranquilidad en mi vida. Soñé que estaba perdido en la inmensidad del cielo entre densas
nubes que me impedían ver con claridad el espacio en donde me encontraba. En la
profundidad alcancé a divisar una luz que señalaba un sendero. Me sentía suave
al volar entre nubes que pasaban por encima y por debajo sin tocarme. Tomé el
sendero hasta llegar a una puerta sólida de hierro y de color oscuro con
dibujos que no pude identificar. Miré hacia el dintel en donde había un letrero
en latín que decía “Lasciate ogni speranza, voi ch´éntrate”. Miré hacia atrás y
me sorprendí al ver una cantidad de gentes que se movían desesperadas buscando
algo. De repente, entre la gente, estaba el padre Hoyos que mientras volaba,
buscaba algo, por los gestos que me hacía. Le señalé la puerta marcada con
letras grandes: “Quien entre aquí, abandone toda esperanza.” Era la puerta del
infierno, que por alguna razón estaba cerrada. Le hice señas para que siguiera
más arriba, donde había otra puerta abierta con un letrero que decía: “Purgatorio”. Aquí es
donde hay que dejar a las personas codiciosas que no pudieron controlar su
avaricia y privaron a los más necesitados de la satisfacción elemental de pasar
momentos de alegría en la tierra.
Tico,
como lo llamaba su mujer,
salió el sábado temprano, antes de las siete de la mañana, a trotar por la
avenida Colombia, muy cerca a su apartamento en el último piso del edificio Candelaria.
Como era su costumbre cogió la avenida del rio que lleva a Santa Teresita, muy
cerca del zoológico, donde se marca con aproximación la mitad del camino y comienza
el regreso a casa. Es un recorrido habitual y frecuentado por adultos mayores y
algunos deportistas que además del ejercicio disfrutan
del paisaje y del sonido del agua del rio golpeteando con cierta alegría sobre
las piedras que dibujan las corrientes del rio. Cantidades de colibríes,
cucaracheros, torcazas y una que otra lora bulliciosa revolotean entre los
chiminangos, y coquetean entre los guaduales, persiguiendo diminutas mariposas blancas que suben y bajan mientras siguen las curvas
del río.
Era una mañana tranquila y fresca por las orillas
del rio, Alberto respiró tranquilo
y profundo, con ganas de realizar la
jornada de ejercicio matinal y regresar a su casa feliz. Caminó una media hora subiendo
por la margen izquierda del río, tomó
el habitual descanso en la portada del Zoológico con respiraciones pausadas al compás de los brazos que se
alzan, el aire que entra y sale por las narices como lo hacen los buenos
deportistas, y siguió el camino de regreso a su apartamento.
La calma de los barrios de la zona en las tempranas horas de la mañana,
agregan paz y armonía al recorrido al descender y pasar por el
puente peatonal que comunica la
orilla del río con el barrio Santa Rita, conocido por
sus bonitas casas y pequeños edificios decorados con jardines de
buganvilias, siemprevivas, heliconias y pequeñas palmeras jardineras.
Avanzó por la avenida frente a la portada al mar y en el
puente de “entre ríos” fue atropellado por un bus de servicio público, que perdió los
frenos y con gran velocidad arremetió contra las barandas del puente llevándose
el cuerpo de Alberto en el aire junto con los pedazos de concreto y de hierro
que fueron a caer destrozados en las
orillas del rio.
Segundos infinitos de energía cuántica quedaron en
el aire con la vida sin poder saber de su existencia sobre la tierra, sin contestar a su
naturaleza humana, a su inmediatez del tiempo que le alejó para siempre de su
familia, de sus amigos, y su perrito que lo esperaba a su regreso en la puerta de su apartamento . Milésimas
de comunicación infinita en el aire con nadie, suspiros, burbujas, sangre,
oxigeno, todo quedó suspendido en un punto eterno para siempre. Alberto murió
despedazado en las orillas del rio aguacatal. Las autoridades tardaron dos días
buscando partes de su cuerpo que fueron
encontradas rio abajo cerca del antiguo
charco de los Pedrones, y que fueron introducidas en su ataúd en silencio
para que regresara completo y
tranquilo al sepulcro.
Unos días antes de que ocurriera el accidente, había conversado
con él. Un encuentro ocasional que se dio en el centro
comercial de Chipichape, conversando
animosamente sobre las probabilidades que tiene una persona de fallecer, en el análisis normal de lo que ocurre en una tabla de vida, mirando las probabilidades
de morir en función de la velocidad
de la muerte entre los valores
de cero y uno, cuando comienza y termina la vida. Una entretención de científicos
conversando con alegría de cuando te vas a morir.
La conversación
terminó en una charla sobre la cinta “Siempre en Domingo” que estaba viendo por
esos días y que tenía en mi casa. Al despedirnos me aseguró que pasaría por mi
casa para recoger la película. No
recuerdo cuanto tiempo pasó pero pronto llegó y se la entregué con mucho
cariño, pero sucedió algo inesperado e infinito. Al despedirse me pidió que lo
abrazara, al hacerlo, tomándome de los hombros me miró y me dijo: -¿Que es ese
abrazo? ¡Dame un abrazo de verdad!. Entonces, nos abrazamos y sentí con profundidad
su cuerpo, la piel y sus huesos y le dije que nos veríamos la próxima semana.
Todavía siento en
mi corazón el recuerdo de ese día, de esa despedida de ese cuerpo de amigo que
me estaba diciendo que iba a desaparecer para siempre. Las lágrimas salen de
mis ojos con mucho dolor al recordar este evento real que ocurrió unos días
antes de su desaparición. Que en paz descanse mi gran amigo del alma.
Ese domingo muy
temprano, una llamada de su mujer nos alertó cuando estábamos por fuera descansando
en nuestra casa de campo en Guacarí.
- Un bus atropelló a Tico y lo mató. En el
puente del Aguacatal. Se lo llevó con todo y baranda. Estoy aquí con la policía.
Esas palabras me dolieron profundo, no pude decir nada. Sólo pude
llorar y gritar. Pensamos en salir
corriendo para Cali y tratar de ayudar a Mercedes. Pero decidimos esperar. Unas
horas más tarde, sonó de nuevo el teléfono y más tranquila me dijo: las cosas se han
ido calmando. Se llevaron al chofer del bus para un interrogatorio. Un juez nos ayudó con prontitud para el
levantamiento del cadáver y poderlo trasladar al anfiteatro para la autopsia.
El martes siguiente la velación se
hizo en la sala sur de la Funeraria
Farallones ubicada en el lado lateral al Hospital Universitario del Valle.
Preparé un escrito de despedida que al leerlo salió de mi garganta con una voz
fuerte que retumbó en el recinto frente al ataúd en donde estaba su cadáver. Lo
sentía en el alma: “Muerte infeliz te
llevaste a mi mejor amigo. Desgraciada, humilladora, le cortaste la vida en los
momentos mas importantes de su capacidad humana, como padre, como marido, y compañero de sus amigos.
No nos diste la
oportunidad de realizar los sueños de dos ancianos caminando por la finca de
Bolombolo, escribir nuestras memorias, realizar reuniones con amigos para conversar y recordar, profundizar
sobre cómo pasar la vida con alegría en los años de la
vejez, disfrutar de las buenas cosas que estábamos cosechando, recorrer los
prados, mirar los árboles de leucadena y
flor amarillo que crecían en las lomas de roca muerta. Disfrutar de los arboles de mango azúcar, aguacate y guanábana que alegran el paisaje de Bolombolo y de las tardes de vientos cálidos que se
resbalan por la cordillera desde el
océano pacifico. Las oficinas construidas en un segundo piso sin escaleras
con rampas para caminar y amplios espacios para mirar el paisaje. Todo
quedó en un instante en el el aire con perdedor el muerto y con el dolor el
vivo.”
Al terminar de
leer, apareció el padre Hoyos en la mitad de la mañana, como
lo había mencionado en la llamada
que me hizo antes de salir de mi casa. De
pie frente al féretro rezó compungido y compartió muchas bendiciones y palabras
de consuelo para todos los presentes. En medio de mi dolor y el sentimiento
profundo de los recuerdos de mi gran amigo, me acerqué y le hablé al oído para
decirle que había decidido donar la finca a la Fundación Bienestar que él
dirigía, como un gesto para honrar la memoria de Alberto. Le sugerí que como
símbolo de esta promesa metía dentro del ataúd la fotocopia que llevaba de las
escrituras. Dando una última mirada a la fotografía ubicada encima del ataúd,
abandoné la sala de velación.
Nos reunimos con
la viuda, su hija, dos íntimos amigos, mi mujer y yo en el apartamento en la noche del domingo
de la semana siguiente para celebrar una misa privada en la cual
comulgamos todos como una muestra de respeto y tributo y medio de comunicación con el muerto. El padre
Hoyos aprovechó la oportunidad para recordar el ofrecimiento que le había hecho
para conmemorar la memoria de Alberto con
la donación de la finca. Me llevó de regalo varios textos sobre la
importancia de redescubrir la vida, y dar a los demás las cosas que ya no necesitamos.
Es un acto de
valientes y generosos poder deprenderse de las bienes materiales que interfieren
en algún momento en nuestra felicidad, que se meten en el alma y corroen, lastiman
e indican con fuerza que debes sacarte en nombre de Dios la materia que te
impide llegar al centro de la felicidad.
Dar a los demás y sacudirte de los apegos ayuda a
disminuir el sufrimiento causado por la muerte, insistía el padre en los
acercamientos que se fueron dando con relativa frecuencia. Le gustaba acariciar
la idea de poseer la finca en donde había estado en varias ocasiones
disfrutando en las fiestas que hacíamos con los amigos de la universidad.
Para nuestra
pequeña hija era un lugar en donde crecía libre y feliz en compañía de una
amiguita, la hija del mayordomo, de seis o siete años. Le permitía tener sus
conversaciones de niñas, nadar en la piscina y jugar a las muñecas. Estaba aprendiendo a montar
a caballo, acariciar sus vacas y sus terneros.
Un mundo fascinante, que abandonamos, por el compromiso con el padre y el
desapego que ya había entrado en mi corazón.
El corazón se pierde y se dejan las cosas
materiales en otras manos algunas veces codiciosas de un clérigo que te
calienta la oreja. La avaricia le quita la oportunidad para que otros más
necesitados puedan disfrutar las delicias de un lugar en donde se respira el
aire fresco en los atardeceres, un lugar para reunirse a compartir y untarse de campo en un espacio que invita a la
meditación, a la conversación amena y también a la diversión.
Unas pocas semanas después apareció el cura en una
visita privada en mi casa para que discutiéramos los pormenores del proceso de escrituración
de la finca. Estaba claro en mi mente el deseo de donar la finca a la fundación sin compromisos ni nombres específicos
para resaltar los egos. En la conversación hablamos sobre algunas ideas de
realización de eventos académicos conjuntos, centro para un conversatorio, le
sugerí la posibilidad de un sanatorio para personas de mucha edad, actividades
educativas con la comunidad de Bolombolo por las cercanías que tenía con sus
habitantes como presidente de la junta de aguas, y otros proyectos que entraban
en la mente del padre.
Después de la firma de la escritura que incluía
las tierras de tres predios con una extensión de 15 hectáreas se citó a una
gran concentración de feligreses pertenecientes a la fundación para la entrega
ceremoniosa con misa a bordo en el gran salón de juegos y garajes. Una asistencia
encantadora de seguidores fieles a sus principios religiosos con ánimo de
compartir. La felicidad de la entrega me hacía pensar en las bondades de desapegarse
y aumentar un poco mas el deseo de servir
a la gente. En comunión familiar tomamos la decisión de entregar la finca con
todos los enseres, chécheres, ropas, y accesorios que estaban en toda partes. No sacamos absolutamente nada.
Todo lo daba y lo dejaba con muy buenas intenciones para que otros lograran alcanzar
un poquito de satisfacción del gusto de estar en una finca con todos los elementos
propios del disfrute.
Han pasado los años y la soledad y el olvido se
metieron en esa tierra manejada por un mayordomo. El padre no pudo volver
reducido a su apartamento mientras pasan las cosas, las oraciones al cielo van
y vienen, mientras aumentan las necesidades de la gente, de las madres solteras
y sus niños que nunca asistieron a la finca, y nunca pudieron usar los predios que con tanto
amor entregué.
En una oportunidad quise saber sobre las actividades
que se estaban realizando en la finca,
por curiosidad y el deseo de hablar con el padre sobre una posibilidad que
pasaba por mi cabeza de compartir un poco con las actividades del cura.
Llegamos a Bolombolo y encontramos al padre para discutir la posibilidad de
usar un espacio de tres mil metros cuadrados y construir una cabaña para nosotros en un
rincón de uno de los predios hacia la carretera. La sorpresa fue enorme cuando
me contestó:¿Tres mil metros cuadrados? Eso es mucho. Yo no puedo tomar esa
decisión. Tendría que discutirlo con todos los miembros de la junta.
Fue la última vez
que pise las tierras de la finca. Me alejé definitivamente. No volví a ver al
padre por varios años. Hasta que un buen
día me visitó en la casa. Lo atendí con cariño, entró y se sentó en la sala y
comenzó diciendo: Vengo a pedirte perdón por todas las circunstancias
relacionadas con la finca de Bolombolo.
Con tranquilidad,
sin condenar y olvidando, acepté su pedido de perdón.
La Divina comedia en un sueño es un prospecto para una bella pesadilla.
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