Jesús Rico Velasco
Podría decir que era un muchacho algo extrovertido, de naturaleza abierta, pensativo, un poco espiritual, debido a los rezagos de mi paso por el seminario, pero también orientado hacia el logro material, y práctico. Siempre me gustó el movimiento, desde muy joven cuando me gradúe de bachiller decidí irme de la casa a vivir con una hermana en un apartamento porque no resistía la atmósfera de nuestro propio hogar. Estuve vinculado al mundo laboral desde muy pequeño. A la edad de doce años limpié tornillos en un taller de mecánica, una tarea aburridora que abandoné al poco tiempo. Luego, en otra oportunidad, en una fábrica de tabacos, le ponía el anillo de marca a cada tabaco que salía de las manos de una tabaquera, quien los hacía con esmerada dedicación y belleza.
Al obtener mi grado como bachiller participé en un proceso de formación de educadores sanitarios con el servicio cooperativo de salud pública auspiciado por la Organización Panamericana de la salud. En septiembre de 1960, con 19 años de edad, iniciaba el curso intensivo de Educación Sanitaria. El gerente general era el Dr. Benjamín Rojas Pacheco distinguido médico pediatra, siempre airoso y bien vestido con traje de calle, camisa blanca de cuello y corbata, atuendo bastante exigente para una ciudad tropical como Cali. Sus elegantes oficinas estaban en el quinto piso del edifico de la Beneficencia del Valle ubicado en la esquina de la calle novena con carrera sexta muy próximo a la plaza de San Francisco. Tenía dos secretarias y un chofer permanente. La coordinadora ejecutiva del curso era María Cecilia Posso, una mujer bonita, agradable, excelente en el trato con todos los estudiantes y con un orden riguroso en el manejo de la agenda diaria de las clases y horas de trabajo.
Los 15 becados por la Unión Panamericana proveníamos
de diversas regiones de Colombia con una mayor representación de estudiantes del
Valle del Cauca. En nuestro grupo local recuerdo a Cristina Barney, Clarita
García, Nelly Manzano, y Mirian Millán. Los nombres de los restantes compañeros
se quedaron en la memoria del recuerdo pues provenían de lugares de Nariño, los
santanderes, Antioquia y la Costa Atlántica. El propósito era formar educadores
sanitarios para las diferentes Secretarias y Servicios de salud a nivel municipal
y departamental. El cargo como educador sanitario había sido creado en
congruencia con la recién formulada Ley 19 de 1958 para la institucionalización
de la Acción Comunal. Estas prácticas de ayuda comunitaria estaban ligadas a
comportamientos sociales muy reconocidos en las comunidades indígenas con
nombres como la Minga, el Convite, “brazo prestado”, que se querían expandir a
todas las comunidades urbanas y rurales con la intención de llevar a la práctica
acciones para beneficio común.
La agenda del curso requería una dedicación de tiempo
completo. La mayoría de los profesores provenían de la Universidad del Valle,
especialmente de la Facultad de Medicina, directores de programas de la
Secretaría municipal de Salud, y algunos profesionales muy distinguidos pertenecientes
a agencias nacionales e internacionales ubicadas en Bogotá. Un recorrido rápido
de los componentes temáticos se concretan
en: Salud Materno infantil, Saneamiento
ambiental, y de institucionalización de
las juntas de acción comunal en las
comunidades urbanas y ruarles.
La práctica de dos semanas la realicé en el municipio
de Jamundí en el puesto de salud. Contaba con atención médica medio tiempo
realizada por el Dr. Olimpo Agualimpia, quién había logrado posicionarse ampliamente
en la comunidad local, especialmente en
algunas áreas rurales completamente desprotegidas en términos de salud. Una
auxiliar de enfermería atendía todo el día algunas curaciones, pequeñas
urgencias y vacunación. El servicio materno infantil estaba a cargo de Doña
Inés, una señora entrada en años que llevaba mucho tiempo trabajando en el
lugar. La atención del parto en la comunidad estaba en manos de comadronas
apoyadas por doña Inés y el equipo médico. El parto en casa era la actividad preferida por las madres
embarazadas. Había una especie de relación amistosa entre los profesionales de
la salud y las comadronas quienes atendían la mayoría de partos. Los casos complicados
se enviaban a la ciudad de Cali.
El Dr Agualimpia tenía en alquiler un pequeño
apartamento, y al enterarse de que estaba buscando dónde quedarme durante el
tiempo de mi práctica, con mucha simpatía y gentileza, me lo ofreció.La
desnutrición infantil manifiesta en el bajo peso al nacer y durante los
primeros años de los infantes era muy prevalente hasta llegar a situaciones de
una mortalidad infantil muy alta, y un estado de desnutrición lamentable con
presencia de niños marásmicos y con signos de desnutrición avanzada con
hinchazón y decoloración de la piel. El saneamiento en la población urbana y
rural de Jamundí se reducía a las visitas por parte de un inspector de sanidad
a los domicilios con el propósito de vigilar el correcto uso del agua y disposición
de excretas. El programa ayudaba en el mantenimiento de las letrinas con la
intención de evitar el uso y abuso de las quebradas para la disposición de aguas
residuales.
Hacia principios del mes de diciembre el curso llegó a
su final con una ceremonia de graduación en las instalaciones del Servicio
Cooperativo Interamericano de salud pública para lo cual debí trasladarme a Bogotá.
Era la primera vez que viajaba en avión. Al despegar mi respiración se agitó,
mi corazón latía fuertemente y en algún momento sentí la necesidad de vomitar.
La línea aérea se llamaba Taxader, volaba con aviones Douglas DC-3. El vuelo
comercial salía de “Calipuerto” ubicado sobre la vía al municipio de
Candelaria. Después de un viaje de aproximadamente una hora y media, en la cual
hice grandes esfuerzos mentales para el manejo de mi mareo, la azafata
anunciaba finalmente el aterrizaje y llegada al aeropuerto de “Techo” en el
norte de la ciudad de Bogotá. Gracias a este curso, fui nombrado como educador
sanitario en la Secretaria Departamental de Salud Pública de Cali bajo la
dirección del Dr. Arturo Vélez Gil, prestigioso médico reconocido en la ciudad
y en todo el Departamento, en la gobernación de Alonso Aragón Quintero
dirigente liberal. Dependía directamente de la sección de Saneamiento ambiental
manejada por un ingeniero sanitario, a quién no recuerdo muy bien, porque coordinaba
las operaciones de terreno directamente con Don Alejandrino Biedman administrador de las actividades de
construcción de acueductos y alcantarillados, y con Ricaurte Muñoz que tenía
bajo su manejo a los Inspectores de Saneamiento Ambiental en todo el territorio
departamental. Desde el primer día del mes de enero de 1961 nos hicimos buenos
amigos, tal vez porque recorrimos juntos todos los municipios del Valle. El
contacto con las comunidades rurales del Valle del Cauca despertó en mi una
cierta intención de servir a los demás con mucho entusiasmo y dedicación.
Durante un año trabajé con empeño en el corregimiento
de Zaragoza (Municipio de Cartago) en el desarrollo, construcción y
funcionamiento de un acueducto rural por el sistema de gravedad, tomando agua
de la quebrada, transportada con tubería y depositada en un tanque de dos por tres
metros cuadros y llevada inicialmente a una pila comunal que facilitaba el
acceso a las personas en la comunidad. En el municipio de Obando en la vereda
Molina en las proximidades del río Cauca, el ingeniero de la Secretaría
proyectó un acueducto con un tanque de concreto elevado a 7 metros de altura
que recibía las aguas bombeadas de un pozo profundo. Inicialmente se trabajó
dejando caer el agua libremente a través de tubería hasta la base en donde se
colocó una pila de acopio, sin buenos resultados iniciales pero que se
corrigieron con una pequeña red de conducción a unas pilas comunales.
Inicialmente tratamos de evitar el uso de motobombas de gasolina por los costos
y las dificultades de manejo y arreglo de los motores cuando se empezaron a
presentar daños y no existía la posibilidad de reparación local en el terreno.
También trabajé varios fines de semana en el corregimiento de Vallejuelo
(Zarzal) en la organización de la comunidad para una “minga” abriendo chambas para enterrar los
tubos de concreto de cuatro pulgadas que
ponía la Secretaría de Salud. Logré avanzar en algunos proyectos en
Holguín ( La Victoria) para el suministro de agua potable, igualmente en La
Torre (Palmira). En todos estos lugares mi trabajo principal era organizar a la
comunidad para la institucionalización
de la Ley de Acción Comunal. Enseñar a la gente como elegir una junta
con su presidente, vicepresidente, secretario, tesorero, fiscal y por lo menos
dos vocales. Parecía sencillo pero organizar a la gente para ubicar a las
personas voluntariamente y trabajar para beneficio común requería varias
visitas en un proceso de convencimiento popular. De los 30 días de cada mes por
lo menos 22 de ellos los dedicaba a viajar por los 42 municipios del Valle.
Contaba con el apoyo de J. Quintero quien manejaba la
camioneta equipada con un motor eléctrico, altoparlantes, y un equipo de cine
de 8 mm que era la gran atracción en las zonas rurales en donde llegábamos. Era
joven, tenía mucha energía, entusiasmo y un micrófono que me permitía comunicar
de manera muy acertada la información en las veredas que visitábamos. Esto me
hacía sentir bien y relativamente importante porque los políticos de turno
solicitaban mi presencia para ayudarlos en sus campañas que en este tiempo se
hacían abiertamente en las pequeñas plazas públicas y a viva voz. En esos
tiempos cualquier inauguración de obra se hacía con sancocho de gallina y
discurso del político más hábil que se
presentaba los fines de semana. Esta oportunidad se convirtió en mi primer
acercamiento al trabajo directo con la gente. Una experiencia corta pero que marcaría
los inicios de mi vida profesional.
Al cabo de un año sentí la necesidad de capacitarme,
de saber un poco más, me daba cuenta de que los informes que redactaba sobre
las comunidades que visitaba y presentaba en la Secretaria y en el Servicio
Cooperativo de Salud Publica eran realmente muy pobres. Pensé entonces en
estudiar medicina veterinaria. Esta idea me surgía como una respuesta práctica
a las necesidades que había conocido en las zonas rurales que había visitado. No
era fanático de la idea, y para decir la verdad me daba lo mismo cualquier
carrera. Por ese entonces, la Universidad del Valle ubicada en Cali, no tenía
esta carrera. Así fue que decidí embarcarme en la aventura de viajar a Bogotá a
estudiar en la Universidad Nacional de Colombia.
Esta universidad era la más ambicionada por los
estudiantes del país, sabía que no sería
fácil presentar y pasar los exámenes en una de las universidades más difíciles
para ingresar , y aun así me enfilé con mi maleta en enero de 1961 hacia la capital en un bus de la flota
Magdalena. El viaje duraba 12 horas atravesando el país por una carretera
culebrera y completamente despavimentada. No conocía a nadie en Bogotá, al
llegar pregunté por un hotel barato y me dieron el nombre del Hotel
Central en la calle 19 entre
carreras 8 y 9 que costaba diez pesos la noche. Allí me hospedé
posiblemente mi primer fin de semana.
El domingo por la mañana salí a dar un paseo por la
carrera séptima en pleno centro de Bogotá, un
“septimazo” como se decía en aquella época. Caminando desprevenidamente
y disfrutando el aire fresco de las mañanas de la capital, de repente me
entusiasmó un grupo de personas que se entretenían alrededor de alguien que con
mucho entusiasmo decía:
- “Apuéstele a la bolita, la bolita, la bolita, usted
la vio, apuéstele a la bolita”.
En realidad uno veía la bolita que quedaba debajo de
una tapa de gaseosa, y observaba como un apostador del grupo sacaba un billete y
en dos o tres ocasiones vi como ganaba tan fácilmente.
-“La próxima vez apuesto un poco”, me dije
mentalmente.
Y así fue como empecé con unos pocos pesos y continué
haciéndole hasta que me estaban dejando sin un centavo. De pronto en medio de
las personas que estaban allí escuché una voz que me llamaba y me decía:
- “flaco, flaco, ¿qué estás haciendo?”.
Era un amigo de mi infancia, Humberto Rojas, quien tomándome
del brazo me jaló con fuerza fuera del grupo y me dijo:
- “¡Como sos de guevón!. ¿No te das cuenta que la
bolita no estaba debajo de la tapa cuando apostabas? El señor que las mueve la
mayoría de las veces se la mete debajo de la uña. ¡La bolita es de plastilina!
Por eso, estos estafadores tienen algunas uñas largas en los dedos de la mano”.
Me sentí avergonzado, a duras penas conseguía respirar, no podía creer que
fuera tan pendejo…casi me quedo sin
almorzar. Caminamos un poco mientras mi mente se iba despejando, tratando de olvidar todo lo que había pasado.
Bogotá era una ciudad pequeña y las personas especialmente las de provincia
salíamos a pasear los domingos por la carrera séptima. Estando en estas y en
dirección a la plaza de Bolívar me encontré de repente con uno de los
compañeros del colegio de apellido Lerma. Inmediatamente le conté lo que me
había pasado y en donde estaba hospedado. Me invitó a que conociera su pensión,
pues necesitaba un compañero para compartir la pieza y pagar el arriendo entre
los dos.
Ese mismo día hacia las siete de la noche llegué a la
“Pensión Augusta” que quedaba en la esquina de la calle 19 con carrera sexta y
la administraba Rosalba, una hermana de “Cheito” Velásquez”, un guerrillero
llanero miembro de los grupos que comandaba Guadalupe Salcedo y otros que pactaron la paz con el dictador
Rojas Pinilla. Su hermana en los tiempos libres, en el comedor, nos contaba
historias de su hermano Cheito cuando en
el comienzo de los años 50 fue detenido por las tropas del gobierno venezolano
durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y fue canjeado insólitamente por los “Islotes de los Monjes” ubicados a
pocos kilómetros de las costas, y entregado a organizaciones militares conservadores
que una vez en territorio colombiano le aplicaron la “ley de fuga”, o mejor
como decía su hermana, fue asesinado por los “chulavitas” del gobierno en
septiembre de 1952, bandoleros que
recorrieron los campos sembrando violencia después de la muerte de Gaitán.
Por el día lunes nos levantamos temprano para ir a la Universidad. Era el mes de enero durante el cual se hacían los exámenes de admisión. Yo me había inscrito con anterioridad a mi partida de Cali por correo. Cuando llegué a la ciudad Universitaria sentí un aliento de paz, de tranquilidad, de alegría con la frente en alto. Veía un futuro extraordinario por el solo hecho de pisar el prado. Me dirigí a la Escuela de Veterinaria y antes de llegar a ella me encontré con Iván Pérez otro amigo de los años de bachillerato en el Colegio de Santa Librada.
-Me dijo: “Flaco, qué alegría verte. ¿Qué vas a estudiar?”, yo le contesté que
tenía intenciones de estudiar medicina veterinaria.
Iván me miró a los ojos y rápidamente me dijo:
-Flaco la cosa es muy verraca. La competencia es muy
dura. Para medicina veterinaria se presentan entre 250 a 300 bachilleres para 25
cupos. Lo más probable es que no pases.
Seguimos conversando y me dijo:
-Mira, Flaco. Hay
una carrera nueva con muy pocos aspirantes y necesitan estudiantes. Se llama “Sociología”.
En realidad muy pocas personas sabían de qué se trataba el asunto. Iván me
convenció, además el objetivo era entrar a la universidad a lo que fuera. Nos dirigimos hacia el edificio de la nueva
facultad. Pagamos la inscripción. Cuando publicaron la lista para los exámenes
de admisión aparecíamos unas 75 personas. Presenté los exámenes escritos y
orales que se hacían individualmente ante un jurado. Recuerdo el día de la
entrevista al Dr. Fals Borda, y al padre Camilo Torres entre los otros miembros
del jurado examinador.
Le caí muy bien a la secretaria de la facultad, Rosita,
quien me sopló que la historia de mi trabajo con las comunidades rurales en el
valle del Cauca le había gustado mucho al padre Camilo Torres. Pasados tres
días publicaron la lista de todos los participantes en orden de calificación.
Yo aparecía en el puesto 47 y la línea de admitidos estaba trazada en el puesto
45. Así que con enorme desconsuelo me enteraba de que no había logrado ingresar
a la Universidad Nacional para estudiar Sociología. Y más porque e estas
alturas del cuento ya sabía un poco más en qué consistía la carrera y no me
arrepentía en haber aceptado la invitación de Iván. Con el corazón en la mano y
muy afligido regresé ese día a la Pensión Augusta. Revisando algunos periódicos
que estaban encima de la mesa del comedor, leí que la universidad Tadeo lozano invitaba
a bachilleres con buenas calificaciones para inscribirse en una nueva carrera:
Ciencias del Mar. De nuevo el entusiasmo invadía mi ser, estaba dispuesto a
continuar pese a las dificultades. Con los pocos pesos que me quedaban me dirigí
a la universidad Tadeo Lozano y me inscribí. Al siguiente día realicé el
proceso de presentar el examen de admisión. Y al regresar lleno de nuevas
ilusiones a la pensión, me dieron la
mejor noticia que podría haber recibido: la secretaria de la Universidad
Nacional, Rosita me estaba buscando. Sentí una emoción que desbordaba mis
sentidos. Inmediatamente llamé y me enteré de que dos estudiantes admitidos habían
aceptado otras carreras en las cuales se habían presentado, también. Así que finalmente
lograba ingresar a la universidad. Me sentía dichoso, a pesar de la vergüenza
de ser el último en la lista, cuando estaba acostumbrado en el colegio a
aparecer siempre entre los primeros lugares. Pero me importó un carajo. El
único que sabía era Iván y por supuesto los otros 44 que fueron admitidos
conmigo.
Con gran alborozo regresé en mi flota Magdalena a Cali portando la mejor noticia para mi familia: haber sido admitido en la Universidad Nacional de Colombia. Importaba muy poco en qué carrera, en especial una como la sociología que nadie tenía ni idea de qué se trataba, porque la verdadera felicidad la producía el ingreso a la Universidad. Renuncié a mi trabajo del cual había solicitado una licencia para asistir a los exámenes de admisión en Bogotá. El Dr. Arturo Vélez Gil, quien era el secretario departamental, me felicitó y me dio ánimo para continuar. De la misma manera lo hizo el Dr. Benjamín Rojas Pacheco quien era el jefe del Servicio Cooperativo Interamericano de salud Tales personas fueron bondadosos al brindarme el apoyo para que me fuera a estudiar a la Universidad Nacional, y esa debe ser la razón por la cual los recuerdo ahora con tanto aprecio.
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