José David Tenorio
En agosto de 1.956 llegó al puerto de Buenaventura un cargamento de explosivos para al ejército nacional que fue transportado por tierra con destino a Bogotá en 11 camiones ( por cierto que se comentó que los camioneros fueron obligados a aceptar esa carga y transportarla). Bien sea porque salieron tarde o por la mala calidad de la carretera ( la antigua carretera al mar, la “Simón Bolívar”, era mera trocha) o por lo delicado y peligroso de la carga, los camioneros llegaron tarde a Cali y quisieron estacionarlos en las afueras del Batallón Pichincha ( en el Paseo Bolívar, en donde hoy funciona el CAM) , pero el oficial de guardia no lo permitió y entonces cuatro camiones siguieron hasta Palmira y se quedaron en el Batallón Codazzi. Los otros siete se cuadraron frente a la estación del ferrocarril de entonces (calle 25 entre carreras 1ª y 4ª). Dos o tres manzanas que daban frente a la estación que se habían convertido en antros de miseria, plagadas de cafetines y hoteluchos de mala muerte, la “olla” de la ciudad. Había mucha actividad y concentración de gentes, especialmente en horas de la noche. Era un hormiguero. El sitio más conocido y emblemático del lugar era el llamado Café Roma (también había un cinematógrafo apestoso del mismo nombre). El sector era predilecto de los” pájaros”, en su mayoría de ascendencia campesina y provenientes de pueblos del norte del Valle.
El 6 de agosto habían trasladado gran parte del batallón del ejército acantonado en Palmira, para que participara en el desfile militar del día siguiente. Lo alojaron en el edificio que se tenían para uso de la policía de ferrocarriles, al lado de la estación, frente a la calle 25, donde estacionaron los siete camiones.
A la una y cinco de la madrugada del siete de agosto, por causas que nunca se podrán aclarar (la única tesis que medio se sostuvo fue que, como solía ocurrir en algunas ocasiones, algunos de los “pájaros” hicieron tiros al aíre y uno de ellos impactó la carga explosiva) hubo una horrorosa explosión del material con que venían cargados los camiones. Tan poco se llegará a saber cuántos fueron los muertos. Solo conjeturas. Fueron cientos, tal vez más de dos mil. La peor tragedia en toda la historia de Cali arrasó toda la zona, con repercusión a cuadras de distancia. El cráter que se formó fue inmenso. Como a dos cuadras del epicentro de la explosión se encontró el motor de uno de los camiones.
En la manzana inmediatamente diagonal, frente a la estación, sobre la carrera primera, había un lote donde habían organizado una especie de plaza de mercado o galería, pobre y sucia a más no poder (peor que la parte externa de la Galería de Santa Helena). El propietario del predio sostenía entonces una lucha contra los ocupantes para desalojarlos. Le explosión borró del mapa todo lo que allí había y el dueño (en el momento, el hombre más rico del Valle del Cauca) no solo recuperó su propiedad limpia, sino que recibió indemnización por “los perjuicios causados”. A propósito del señor, referían que cuando se le preguntaba por su junta directiva, decía, a quien le estuviera hablando, que arrimara a ver una fotografía enmarcada, en donde estaba su “junta directiva”. Él sentado en torno a la mesa de juntas.
Al Cementerio Central de Cali (en ese entonces en la ciudad solo existían, el cementerio católico y el de los hebreos) situado detrás de la estación, cruzando la carrilera, no obstante estar protegido por el edificio de la estación, se le abrieran muchas de las bóvedas, algunos de los ataúdes fueron proyectados fuera de sus nichos.
Como ya estaba bastante crecido el desprestigio del gobierno del general Rojas Pinilla y los movimientos de rebeldía habían producido el milagro de acercamiento y paz entre los dos partidos tradicionales, que dio lugar a lo que luego se llamó Frente Nacional, no faltaron los áulicos del gobierno que salieran a decir que la tragedia había sido provocada por la oposición.
Mi familia vivía en la calle 18 Norte, entre avenidas tercera y cuarta (avenida de las Américas), en la misma calle donde estaba la Clínica de Occidente. A tres casas de la esquina, donde hoy se levanta la Torre de Cali. Era un hueco. Pero hasta allá recibimos el impacto de la explosión. En el instante en que ocurrió le estaban dando una serenata a una de mis hermanas, el último acorde coincidió con la explosión. El cielo se iluminó con tonalidad anaranjada. Sentí que todo quedaba en silencio, de repente oí cómo el sonido y la onda explosiva rebotaban entre las cordilleras, como si se tratara de una bola de billar que choca estruendosamente contra las montañas, hasta perderse en la lejanía. Era una noche calurosa. Mi cuarto estaba en el segundo piso, al fondo. La ventana era de batiente. La había dejado completamente abierta. La onda explosiva la cerró de golpe y volaron los vidrios. Me salvé de haber quedado herido o muerto, porque los vidrios pasaron por encima de mi cama y se clavaron en el piso de madera. Uno pocos centímetros más y habrían impactado mi cuerpo. La puerta de la casa era de madera - unos señores tablones que la hacían pesada y fuerte – y tenía una chapa de seguridad de triple vuelta, pasador grueso y cadena “perro”, pero cuando bajé la encontré abierta, astillada en la parte de la chapa. La calle estaba en penumbra, alumbrada por el reflejo de las llamas; un gran polvero (como cuando uno va por una carretera destapada en verano detrás de un vehículo). No vi a nadie en la calle, el silencio era total. Súbitamente, como si todos se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a gritar al unísono y se lanzaron a la calle, tal como los sorprendió el estallido. Pronto se inició el desfile de cuanto vehículo pudiera haber, llevando heridos a la Clínica de Occidente.
El Hospital Departamental , que durante varios años había venido construyendo la Lotería del Valle y que luego pasó a tomar el nombre que tiene actualmente, Hospital Universitario del Valle “Evaristo García”, estaba terminado y en proceso de equipamento para inaugurarlo. Frente a la tragedia, y dado que el único hospital con que contaba la ciudad era el San Juan de Dios, fue necesario improvisar el servicio del Hospital Departamental, que desde luego, resultó insuficiente. Muchos de los heridos terminaron en la pista de baile del Club San Fernando.
Una casa, propiedad de mi padre, quizá la única sobreviviente de la colonia, desde cuando a San Nicolás se lo conocía como “El Vallano”, situada en la esquina de la carrera cuarta con calle 21, de muros de más de un metro de ancho, paredes de adobe, vigas tan duras que las puntillas se doblaban al intentar clavarlas y el taladro echaba humo, se mantuvo en pie, apenas se le movieron unas cuantas tejas. Las casas alrededor –mucho más modernas – sufrieron serios desperfectos y algunas se derrumbaron. Cuando se fue a reparar el pequeño daño, el obrero encontró un occipital y los dedos de una mano.
Después de que era tan difícil conseguir cadáveres para las clases de anatomía de la Facultad de Medicina, de la Universidad del Valle, el anfiteatro de la misma se llenó totalmente. Entre los que llegaron había el de un hombre joven, de aproximadamente 20 años, que no presentaba heridas externas o señal de trauma (podría haber muerto del susto o por el impacto de la onda de choque) que originó una curiosa romería de estudiantes y profesores, porque murió con su monumental pene erecto.
En terrenos de la Hacienda “La Flora ”, propiedad de una familia venezolana vecina a Cali, el gobierno del país hermano levantó el edificio Venezolano, quizás la obra - en su tipo y magnitud – que más rápido que se hubiera hecho en Cali. Fue destinado a los damnificados. Mucho se comentó acerca de la gran cantidad de los beneficiarios que jamás fueron damnificados. El gobierno, empleando casa prefabricadas de aluminio, construyó el barrio de Aguablanca (no confundir con el Distrito de Aguablanca, que se formó años después) y que la gente bautizó con el nombre de “Pueblo Lata”.
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