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lunes, 27 de febrero de 2012

Los héroes de ayer mirados hoy

    Yolanda de Tenorio
 
          Recuerdo que en   mis  tiempos  escolares, a los siete u  ocho   años, lloraba cuando  la maestra  nos hablaba   del sacrificio de  La Pola,  de  Rosa  Zárate de  Peña   (cuyo nombre nunca olvidé   por la esdrújula de su apellido), de   Antonia    Santos, (qué tremendo    regaño  se llevó mi compañera  Fabiana, por haberla  llamado Toña)  y de  Manuelita   Sáez,   la Libertadora del  Libertador, que  cual  ángel descalzo,  voló  por los corredores  a detener    el paso de quienes venían por  Simón  Bolívar.  Rogué a los cielos porque  Bolívar  hubiera  encontrado una escalera  y una capa   para  protegerse   del frió  debajo del puente.
 
          Juro  que veo a  Simón  Bolívar   cruzando los  Andes,  desnudo,  formando un  único cuerpo, él y su   caballo   Palomo. Igualito al de  Pereira  (lo  vi primero que el  Maestro  Arenas).  Vi  a  José Acevedo  y Gómez    en la plaza  y oí sus palabras: “…Santafereños si  perdéis   estos momentos de  efervescencia…”.
      -     Hermana   ¿qué es efervescencia?...
      -     No interrumpas…
     -    “… y  calor si dejáis  escapar esta ocasión única y feliz antes de  doce horas  seréis tratados como insurgentes…”
     -     Sor ¿qué es  insurgente?  
     -      …  y   lo vi señalar   las  cadenas…            
      Vi a  Ricaurte con los rizos al  viento, en  San   Mateo, clavando la bandera. Después voló en átomos. Y sé que “DEBER  ANTES QUE VIDA”   con  llamas  escribió.
 
            Todavía cuelga en mi  memoria  la cabeza de  Galán  sangrante, con los ojos abiertos, por culpa de   Manuela   Beltrán que  arrancó los edictos. “Un patriota no tiembla ante la muerte….” “Ved que aunque mujer y  joven estoy dispuesta  a morir mil veces más….” “Juro   ante  Dios   ante mis  padres y ante mi Patria que no cesaré de luchar…”.  “…ved dijo señalando  las cadenas y  los  grilletes   que os   esperan…”
 
           El pecho se me   henchía  de  orgullo, de dolor, por los héroes  cuya sangre  estancada   era un inmenso lago en la bandera. Con   La Pola (me parecía tan horrible  dizque  “La Pola”,   ella Policarpa Salavarrieta,  con la que subí al cadalso   con los ojos inundados por  Alejo  Zabaraín.
 
        En medio de todo   veía   feliz a   Manuelita  Sáenz, la   bella  ecuatoriana (la verdad,  no   me parecía  tan linda, pero la monja decía que era  bella)  Además  el   título que la acrecentaba hasta regiones inalcanzables - “La  Libertadora del  Libertador” - me estremecía.  Su valor, su  coraje   para proteger  a   Simón, porque es  que  para   mí, Simón, era  el hombre, Bolívar el  héroe. ( si la    Sor   hubiera leído  mi  pensamiento,  hasta   hoy me tendría confinada en las celdas  de castigo, oscuras   del convento).
 
         Cuando  oía a  la  monja repetir:
          “…  porque   es que la grandeza de  Manuelita es tanta, niñas, que  no le importó   sacrificar   su vida de comodidad por ir tras de  Bolívar…”   Me  parecía  tan   lógico que  hubiera  abandonado  a su  marido, para ir tras  del hombre que  amaba. Lo que le faltó decir a la  profe por allá en 1950 fue: “porque la grandeza de  Manuelita  fue  haber sido la amante, la querida, la moza de  Bolívar...”  Y habernos permitido  leer las cartas que ella enviaba a su  esposo: “… crees,  por   un   momento,   que después de haber sido amada  por este hombre durante años, de  tener la seguridad de que poseo  su corazón, voy a  preferir ser  la esposa  del  Padre, del Hijo  o del Espíritu  Santo,  o de los   tres juntos…? ¿Crees que  me siento menos  honrada porque sea   mi   amante  y no  mi   marido?”. (1)
 
        Ahora que ha   llegado a   mis manos  el libro Adiós   a   los  Próceres , de   Pablo  Montoya,   quiero  detenerme brevemente  en  las   tres mujeres que cruzan  su obra: Policarpa  Salavarrieta,   espía;  Antonia  Santos,  guerrillera; Manuela  Sáenz, amante,  y  por obvias razones, Simón  Bolívar, bailarín.
 
Policarpa Salavarrieta: espía
              Mirando el óleo   que   José María Espinosa hizo  de ella, Montoya   la entrega como la tengo registrada en la memoria: una mujer sensual de ojos  y  cabello negro  y labios  bien trazados y fructuosos.  Él vio  los hoyuelos  que anticipaban la amplia nalga femenina. No se detiene  en el  Cristo que cuelga de su cuello   y más bien se pregunta: “¿Cómo eran los senos   de   Policarpa  Salavarrieta?”. Yo  no lo me lo había preguntado, pero ahora le agradezco que lleve mi imaginación  hasta   allá  y mire con él  a la Pola, por entre las mangas y   orillas  de las quebradas donde  se desbordaba su cuerpo de cervatillo. La vemos  entrar a las casas  a cumplir  labores de niñera  y costurera. Valiente  difundía   propaganda  revolucionaria. Enjuiciada  no siente miedo. Pide permiso y se arrodilla de frente   ante el pelotón de fusilamiento. Quién sabe qué   pensó   en   su último   momento. Quizás   en  Alejo  Zabaraín, en su   último  beso,   quizás en su  Patria, pero  Montoya   sí lo sabe, nos dice que   gritó:  “¡Pueblo  indolente, españoles hideputas, todos mojigatos de mierda!”  Y  el  pueblo colombiano  de siempre,  pusilánime e  impávido presenció  los acontecimientos.
           Podemos imaginar  una  Pola   rebelde hasta el último instante. Alucinada con la revolución, esperando la muerte de frente como los  valientes. Si hubiera  sabido cuando leí  a la Pola, heroína,  que en sus senos bebió Alejo Zabaraín, si la hubiera visto más crecida,  caminando por entre las vegas  con su cuerpo   imbuido de redondeces, la habría  encontrado más bella, más  Iluminada,  más   humana.
 
         Pobre   Pablito   Montoya,  si  la  Sor  lo encuentra diciendo que Alejo  Zabarain  se comía   a   la  Pola en los potreros. No alcanzarían las mazmorras del mundo  para   que pagara su  lengua  mordaz.   
                         
Antonia Santos: guerrillera
            Antonia Santos tenía  un coraje mayor que el de los otros.  Su inteligencia era sagaz para la defensa y el ataque.  Dirigía desde su hacienda las campañas de su guerrilla  que se empezaron a llamar  Coromoro.  Comenzó con cuarenta  hombres  y cuando las tropas de Morillo  extendieron la desolación, se le fueron uniendo otras de Mogotes,  Tiipacoque,  Oiba y  Chimam, de los ranchos que se levantaban en las montañas de Chicamoya  y en las de Soatá.  Todos obedecían las ordenes de Antonia, cuyo ímpetu tenía el don de hacer mas brillante el matiz  de sus ojos y más intenso  el   temblor de sus labios. Tal es la   Antonia  Santos  que  nos trae el libro de  Montoya, la   guerrillera.  Y  es que si nos remitimos  a la  historia, sabremos que  ella  preparó y sostuvo  en su  hacienda  El Hatillo a la guerrilla. La misma a la que mi compañera llamó  Toña  La  Negra.
   
       Si  estuviera hoy en el  pupitre de mi  escuela  lloraría mientras leo: “…rápidamente  fue  juzgada y condenada  a muerte.  Ese día  la  mañana era tan fresca que la mujer  sintió  pena de  no   seguir  viviendo.  Se había soltado la cabellera que  flotaba  en el aire como una suerte de águila  penumbrosa. Las campanas del templo sonaron. Aun hoy  se me nublan los ojos  ante    esta  imagen   de  Antonia  Santos, a la  que le crecían  hierbas en los   ojos”.
  
Simón Bolívar: bailarín  
       Quince   años  de lucha por la   libertad nos   traen  un  Bolívar prematuramente  viejo, traicionado, decepcionado, escéptico. Tiene  las   nalgas  enjutas.  Si  Montoya  le vio a la  Pola  los dos hoyuelos que precedían sus   anchas   caderas,  de  Bolívar  dice:  “ Ignoro  si tenía una  incipiente  cola y en la  espalda le  salía   una cadena de vellos  propicia a ser considerada   como   crin”,  de modo  que   queda  forjado  a  nuestro  ojos, un libertador mítico, mitad hombre,  mitad   caballo. “Acaso  -  nos dice, no sin cierta ironía -   el   mago del realismo letrado colombiano, que canta sus últimas proezas  con nostálgica   zalamería (de paso baja un poquito  del  pedestal al  Nobel, pintándolo zalamero y nostálgico).
 
     GGM  nos  trae  un   Bolívar más humano, sin tantas   glorias, muchas menos que las que le endilga la historia oficial. Tal vez,   El  General en su  Laberinto,   le haya servido a   Montoya   de guía. Es posible  que  él no sienta nostalgia por lo que hace, quizás  GGM sí.  Como es posible, muy posible, que muchas personas  no acojan  bien el libro de Pablo, mientras que otras - como  yo - lo  encontremos  precioso.  No me causa nostalgia que a los hombres y mujeres que cruzan  la historia, alguien al fin nos los traigan en versión humana, de carne y hueso, cargados de errores,  pasiones y odios.

       Bolívar fue   bailarín, mujeriego y padecía priapismo, por tanto condenado a cargar una erección eterna.  Después de la muerte prematura de Teresa  Rodríguez del Toro,  contaba la monja, que nunca volvió   a  casarse, y   ese  “nunca volvió  a casarse” sonaba como a: “se mantuvo fiel a su recuerdo por  los siglos de los  siglos”. Bajo de estatura, piernas de fauno, mal nutrido y con  el desculamiento progresivo   que  los   lomos   caballunos  fueron otorgándole, se impuso  como  símbolo sexual   latinoamericano. ¿Qué mujer no habría amado a ese hombre   que   bailaba una contradanza perfecta, de modales   exquisitos,  de  pelo ensortijado, labios  finos y que dictaba  a  cinco amanuenses,  a  la vez, sin equivocarse?  ¿Quién no amaba a ese hombre de fama universal, acrecentada por  Manuela, la gran señora revolucionaria que no se cansó de  alabar las virtudes de su General?  ¿Quién no amaba a  ese hombre   que volaba a caballo sobre  los   Andes, con  su cosaca  tejida en  lentejuelas brillantes por las manos divinas de la  Ábrego?
 
       Encontramos   a  Simón  Bolívar   con la lengua afuera, sudando la resaca de   su última jarana,  con su  juramento  tallado en la memoria por sécula seculorum: “Juro ante  Dios, ante  mis padres y ante mi  Patria que no cesaré de luchar hasta  haber roto las  cadenas de la esclavitud”. Se  me parece tanto  Simón  Bolívar   a  Jesús en el Huerto de Getsemaní,  que se  me confunden sus figuras. Lloro igual por los dos. “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y la venceremos” decía con soberbia.
 
      Montoya nos hace   darle la vuelta a la moneda a mirar muy  de cerca el otro  Bolívar, el que ordenó   masacres y  fusilamientos.  Rechaza el  endiosamiento de Bolívar y nos los entrega como crisálida   desnuda,  con todos sus   errores y  sus   derrotas. Nos  hace ir a buscar la   historia   de  Francisco  Miranda, (no me acuerdo haber   llorado por ese, que  bien merecía unas cuantas lágrimas). Mientras  Miranda   esperaba   en el  Puerto de la  Guaira  para embarcarse, un   grupo de oficiales dirigidos por   Bolívar  lo   apresó  y lo   entregó. Distinto, pero igual, a como lo cuenta  Montoya.
 
           Me   merece  capítulo aparte  cuando Montoya dice que Bolívar   tuvo remilgos de cacorro   con  Sucre.  Me detengo en la palabra   remilgos: “pulidez o delicadeza exagerada  o afectación  mostrada  con gestos expresivos.”  Vuelvo a remitirme a la historia,  y pienso en qué habría dicho la monja. Quizás los remilgos fueron de parte y  parte.
 
De la última carta de Sucre a Bolívar el  8 de  Mayo  de  1.830: “…el  dolor de la más penosa despedida. No son palabras que pueden fácilmente explicar los sentimientos de  mi alma respecto a usted. Usted los conoce,  pues me conoce de mucho tiempo y sabe que no es su poder,  sino su amistad  la que me ha inspirado el más tierno afecto  a su persona. Lo conservaré,  cualquiera que sea la suerte que nos quepa, y  me lisonjeo que usted me conservará  siempre el aprecio que me ha dispensado. Sabré en toda circunstancia merecerlo.  Adiós mi  General,  reciba usted, por gaje  de mi amistad,  las  lágrimas  que en este  momento me hace  verter la ausencia de usted. Sea usted feliz  en todas partes  y en todas partes cuente con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo”.
 
De la carta de respuesta de Bolívar a Sucre: “Cuando el  camino de Cumaná  esté  libre  de facciosos  y enemigos, le llamaré  a usted a mi lado.  Y no lo haré  como un favor,  sino como una necesidad o, más bien, por satisfacer mi corazón que lo ama  a usted y conoce su  mérito”

Manuela Sáenz: amante
            ¿Habrá un nombre  más bello que amante? Vuelvo a mi  puesto de escuela,  donde la monja  nos hablaba  de Manuelita. Quizás hubiera preferido   pasar a la historia   como  la  amante del Libertador, el hombre que bebía de sus  pechos,  seguridad  y  sosiego, el que conocía  su calor, su fuerza, su  olor  de  hembra.
Conocemos a   Manuelita con una   banda  que cruza su pecho, su pelo recogido, su   rostro redondo,   como una moneda y sin rizos, como una efigie. Pero jamás la vimos  abriendo las piernas para luego apretarlas contra el costillar del animal libertador.  Nunca supimos qué sentía cuando cerraba sus ojos y  recibía el calor de las  ancas  y del  lomo de Bolívar, irrigando  sus muslos, las ingles y su vagina de fuego.
Conocemos a sus dos   amigas  negras, Nathan  y  Jonatás, pero  nunca las   vimos  midiendo el diámetro de sus pezones dilatados, la exquisita amplitud de su nalgatorio y el aroma de su “pubis angelical”. No  sabíamos que Manuelita perdió la virginidad con Fausto D´Elhuyar y que, por tanto, no  llegó  virgen al matrimonio, aunque James  Thorne, ni cuenta se dio.
         
(1) Esta carta  de Manuela Sáenz , figura  en el libro de Gregory  Kauffman, traducida por Giovanni A. Orlando.
 

2 comentarios:

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  2. Yolanda escribe sobre nuestra historia patria con entusiasta desfachatez desde su pupitre de primaria. Se pone al lado de Montoya con argumentos lógicos y bien delineados. Mi historia patria al igual que el Padre Nuestro aprendido de muchacho no son negociables, ya no tienen cambio posible. Yolanda escribe con pasión y nos deleita sin posturas incómodas. E, Toro.

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