Yolanda de Tenorio
Recuerdo que en mis tiempos escolares, a los siete u ocho años, lloraba cuando la maestra nos hablaba del sacrificio de La Pola, de Rosa Zárate de Peña (cuyo nombre nunca olvidé por la esdrújula de su apellido), de Antonia Santos, (qué tremendo regaño se llevó mi compañera Fabiana, por haberla llamado Toña) y de Manuelita Sáez, la Libertadora del Libertador, que cual ángel descalzo, voló por los corredores a detener el paso de quienes venían por Simón Bolívar. Rogué a los cielos porque Bolívar hubiera encontrado una escalera y una capa para protegerse del frió debajo del puente.
Juro que veo a Simón Bolívar cruzando los Andes, desnudo, formando un único cuerpo, él y su caballo Palomo. Igualito al de Pereira (lo vi primero que el Maestro Arenas). Vi a José Acevedo y Gómez en la plaza y oí sus palabras: “…Santafereños si perdéis estos momentos de efervescencia…”.
- Hermana ¿qué es efervescencia?...
- No interrumpas…
- “… y calor si dejáis escapar esta ocasión única y feliz antes de doce horas seréis tratados como insurgentes…”
- Sor ¿qué es insurgente?
- … y lo vi señalar las cadenas…
Vi a Ricaurte con los rizos al viento, en San Mateo, clavando la bandera. Después voló en átomos. Y sé que “DEBER ANTES QUE VIDA” con llamas escribió.
Todavía cuelga en mi memoria la cabeza de Galán sangrante, con los ojos abiertos, por culpa de Manuela Beltrán que arrancó los edictos. “Un patriota no tiembla ante la muerte….” “Ved que aunque mujer y joven estoy dispuesta a morir mil veces más….” “Juro ante Dios ante mis padres y ante mi Patria que no cesaré de luchar…”. “…ved dijo señalando las cadenas y los grilletes que os esperan…”
El pecho se me henchía de orgullo, de dolor, por los héroes cuya sangre estancada era un inmenso lago en la bandera. Con La Pola (me parecía tan horrible dizque “La Pola”, ella Policarpa Salavarrieta, con la que subí al cadalso con los ojos inundados por Alejo Zabaraín.
En medio de todo veía feliz a Manuelita Sáenz, la bella ecuatoriana (la verdad, no me parecía tan linda, pero la monja decía que era bella) Además el título que la acrecentaba hasta regiones inalcanzables - “La Libertadora del Libertador” - me estremecía. Su valor, su coraje para proteger a Simón, porque es que para mí, Simón, era el hombre, Bolívar el héroe. ( si la Sor hubiera leído mi pensamiento, hasta hoy me tendría confinada en las celdas de castigo, oscuras del convento).
Cuando oía a la monja repetir:
“… porque es que la grandeza de Manuelita es tanta, niñas, que no le importó sacrificar su vida de comodidad por ir tras de Bolívar…” Me parecía tan lógico que hubiera abandonado a su marido, para ir tras del hombre que amaba. Lo que le faltó decir a la profe por allá en 1950 fue: “porque la grandeza de Manuelita fue haber sido la amante, la querida, la moza de Bolívar...” Y habernos permitido leer las cartas que ella enviaba a su esposo: “… crees, por un momento, que después de haber sido amada por este hombre durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo, o de los tres juntos…? ¿Crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido?”. (1)
Ahora que ha llegado a mis manos el libro Adiós a los Próceres , de Pablo Montoya, quiero detenerme brevemente en las tres mujeres que cruzan su obra: Policarpa Salavarrieta, espía; Antonia Santos, guerrillera; Manuela Sáenz, amante, y por obvias razones, Simón Bolívar, bailarín.
Policarpa Salavarrieta: espía
Mirando el óleo que José María Espinosa hizo de ella, Montoya la entrega como la tengo registrada en la memoria: una mujer sensual de ojos y cabello negro y labios bien trazados y fructuosos. Él vio los hoyuelos que anticipaban la amplia nalga femenina. No se detiene en el Cristo que cuelga de su cuello y más bien se pregunta: “¿Cómo eran los senos de Policarpa Salavarrieta?”. Yo no lo me lo había preguntado, pero ahora le agradezco que lleve mi imaginación hasta allá y mire con él a la Pola, por entre las mangas y orillas de las quebradas donde se desbordaba su cuerpo de cervatillo. La vemos entrar a las casas a cumplir labores de niñera y costurera. Valiente difundía propaganda revolucionaria. Enjuiciada no siente miedo. Pide permiso y se arrodilla de frente ante el pelotón de fusilamiento. Quién sabe qué pensó en su último momento. Quizás en Alejo Zabaraín, en su último beso, quizás en su Patria, pero Montoya sí lo sabe, nos dice que gritó: “¡Pueblo indolente, españoles hideputas, todos mojigatos de mierda!” Y el pueblo colombiano de siempre, pusilánime e impávido presenció los acontecimientos.
Podemos imaginar una Pola rebelde hasta el último instante. Alucinada con la revolución, esperando la muerte de frente como los valientes. Si hubiera sabido cuando leí a la Pola, heroína, que en sus senos bebió Alejo Zabaraín, si la hubiera visto más crecida, caminando por entre las vegas con su cuerpo imbuido de redondeces, la habría encontrado más bella, más Iluminada, más humana.
Pobre Pablito Montoya, si la Sor lo encuentra diciendo que Alejo Zabarain se comía a la Pola en los potreros. No alcanzarían las mazmorras del mundo para que pagara su lengua mordaz.
Antonia Santos: guerrillera
Antonia Santos tenía un coraje mayor que el de los otros. Su inteligencia era sagaz para la defensa y el ataque. Dirigía desde su hacienda las campañas de su guerrilla que se empezaron a llamar Coromoro. Comenzó con cuarenta hombres y cuando las tropas de Morillo extendieron la desolación, se le fueron uniendo otras de Mogotes, Tiipacoque, Oiba y Chimam, de los ranchos que se levantaban en las montañas de Chicamoya y en las de Soatá. Todos obedecían las ordenes de Antonia, cuyo ímpetu tenía el don de hacer mas brillante el matiz de sus ojos y más intenso el temblor de sus labios. Tal es la Antonia Santos que nos trae el libro de Montoya, la guerrillera. Y es que si nos remitimos a la historia, sabremos que ella preparó y sostuvo en su hacienda El Hatillo a la guerrilla. La misma a la que mi compañera llamó Toña La Negra.
Si estuviera hoy en el pupitre de mi escuela lloraría mientras leo: “…rápidamente fue juzgada y condenada a muerte. Ese día la mañana era tan fresca que la mujer sintió pena de no seguir viviendo. Se había soltado la cabellera que flotaba en el aire como una suerte de águila penumbrosa. Las campanas del templo sonaron. Aun hoy se me nublan los ojos ante esta imagen de Antonia Santos, a la que le crecían hierbas en los ojos”.
Simón Bolívar: bailarín
Quince años de lucha por la libertad nos traen un Bolívar prematuramente viejo, traicionado, decepcionado, escéptico. Tiene las nalgas enjutas. Si Montoya le vio a la Pola los dos hoyuelos que precedían sus anchas caderas, de Bolívar dice: “ Ignoro si tenía una incipiente cola y en la espalda le salía una cadena de vellos propicia a ser considerada como crin”, de modo que queda forjado a nuestro ojos, un libertador mítico, mitad hombre, mitad caballo. “Acaso - nos dice, no sin cierta ironía - el mago del realismo letrado colombiano, que canta sus últimas proezas con nostálgica zalamería (de paso baja un poquito del pedestal al Nobel, pintándolo zalamero y nostálgico).
GGM nos trae un Bolívar más humano, sin tantas glorias, muchas menos que las que le endilga la historia oficial. Tal vez, El General en su Laberinto, le haya servido a Montoya de guía. Es posible que él no sienta nostalgia por lo que hace, quizás GGM sí. Como es posible, muy posible, que muchas personas no acojan bien el libro de Pablo, mientras que otras - como yo - lo encontremos precioso. No me causa nostalgia que a los hombres y mujeres que cruzan la historia, alguien al fin nos los traigan en versión humana, de carne y hueso, cargados de errores, pasiones y odios.
Bolívar fue bailarín, mujeriego y padecía priapismo, por tanto condenado a cargar una erección eterna. Después de la muerte prematura de Teresa Rodríguez del Toro, contaba la monja, que nunca volvió a casarse, y ese “nunca volvió a casarse” sonaba como a: “se mantuvo fiel a su recuerdo por los siglos de los siglos”. Bajo de estatura, piernas de fauno, mal nutrido y con el desculamiento progresivo que los lomos caballunos fueron otorgándole, se impuso como símbolo sexual latinoamericano. ¿Qué mujer no habría amado a ese hombre que bailaba una contradanza perfecta, de modales exquisitos, de pelo ensortijado, labios finos y que dictaba a cinco amanuenses, a la vez, sin equivocarse? ¿Quién no amaba a ese hombre de fama universal, acrecentada por Manuela, la gran señora revolucionaria que no se cansó de alabar las virtudes de su General? ¿Quién no amaba a ese hombre que volaba a caballo sobre los Andes, con su cosaca tejida en lentejuelas brillantes por las manos divinas de la Ábrego?
Encontramos a Simón Bolívar con la lengua afuera, sudando la resaca de su última jarana, con su juramento tallado en la memoria por sécula seculorum: “Juro ante Dios, ante mis padres y ante mi Patria que no cesaré de luchar hasta haber roto las cadenas de la esclavitud”. Se me parece tanto Simón Bolívar a Jesús en el Huerto de Getsemaní, que se me confunden sus figuras. Lloro igual por los dos. “Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y la venceremos” decía con soberbia.
Montoya nos hace darle la vuelta a la moneda a mirar muy de cerca el otro Bolívar, el que ordenó masacres y fusilamientos. Rechaza el endiosamiento de Bolívar y nos los entrega como crisálida desnuda, con todos sus errores y sus derrotas. Nos hace ir a buscar la historia de Francisco Miranda, (no me acuerdo haber llorado por ese, que bien merecía unas cuantas lágrimas). Mientras Miranda esperaba en el Puerto de la Guaira para embarcarse, un grupo de oficiales dirigidos por Bolívar lo apresó y lo entregó. Distinto, pero igual, a como lo cuenta Montoya.
Me merece capítulo aparte cuando Montoya dice que Bolívar tuvo remilgos de cacorro con Sucre. Me detengo en la palabra remilgos: “pulidez o delicadeza exagerada o afectación mostrada con gestos expresivos.” Vuelvo a remitirme a la historia, y pienso en qué habría dicho la monja. Quizás los remilgos fueron de parte y parte.
De la última carta de Sucre a Bolívar el 8 de Mayo de 1.830: “…el dolor de la más penosa despedida. No son palabras que pueden fácilmente explicar los sentimientos de mi alma respecto a usted. Usted los conoce, pues me conoce de mucho tiempo y sabe que no es su poder, sino su amistad la que me ha inspirado el más tierno afecto a su persona. Lo conservaré, cualquiera que sea la suerte que nos quepa, y me lisonjeo que usted me conservará siempre el aprecio que me ha dispensado. Sabré en toda circunstancia merecerlo. Adiós mi General, reciba usted, por gaje de mi amistad, las lágrimas que en este momento me hace verter la ausencia de usted. Sea usted feliz en todas partes y en todas partes cuente con los servicios y con la gratitud de su más fiel y apasionado amigo”.
De la carta de respuesta de Bolívar a Sucre: “Cuando el camino de Cumaná esté libre de facciosos y enemigos, le llamaré a usted a mi lado. Y no lo haré como un favor, sino como una necesidad o, más bien, por satisfacer mi corazón que lo ama a usted y conoce su mérito”
Manuela Sáenz: amante
¿Habrá un nombre más bello que amante? Vuelvo a mi puesto de escuela, donde la monja nos hablaba de Manuelita. Quizás hubiera preferido pasar a la historia como la amante del Libertador, el hombre que bebía de sus pechos, seguridad y sosiego, el que conocía su calor, su fuerza, su olor de hembra.
Conocemos a Manuelita con una banda que cruza su pecho, su pelo recogido, su rostro redondo, como una moneda y sin rizos, como una efigie. Pero jamás la vimos abriendo las piernas para luego apretarlas contra el costillar del animal libertador. Nunca supimos qué sentía cuando cerraba sus ojos y recibía el calor de las ancas y del lomo de Bolívar, irrigando sus muslos, las ingles y su vagina de fuego.
Conocemos a sus dos amigas negras, Nathan y Jonatás, pero nunca las vimos midiendo el diámetro de sus pezones dilatados, la exquisita amplitud de su nalgatorio y el aroma de su “pubis angelical”. No sabíamos que Manuelita perdió la virginidad con Fausto D´Elhuyar y que, por tanto, no llegó virgen al matrimonio, aunque James Thorne, ni cuenta se dio.
(1) Esta carta de Manuela Sáenz , figura en el libro de Gregory Kauffman, traducida por Giovanni A. Orlando.
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ResponderEliminarYolanda escribe sobre nuestra historia patria con entusiasta desfachatez desde su pupitre de primaria. Se pone al lado de Montoya con argumentos lógicos y bien delineados. Mi historia patria al igual que el Padre Nuestro aprendido de muchacho no son negociables, ya no tienen cambio posible. Yolanda escribe con pasión y nos deleita sin posturas incómodas. E, Toro.
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