Yolanda Delgado
La miraba con hambre. Sus ojos rodaban por los senos, bajaban a sus caderas, se escurrían por las piernas. Su risa lo acosaba de día y de noche. La mata de pelo negro con mechones canela lo hacía soñar con selvas insondables, con los rincones más hospitalarios de su cuerpo. Era una mujerzuela, pero qué le vamos a hacer, a él le gustaban las mujerzuelas, aunque no tuviera con qué comprar sus favores.
Como quiera, que se había hecho esclavo, por gracia del deseo, procedió a esclavizarse a la costumbre de seguirla y observarla y a eso dedicó su vida. Conocía todos sus horarios, irregulares y súbitos, sus llegadas con el pelo recién lavado, sus salidas, hecha una piltrafa, del bar Menphis, a las seis de la mañana. Conocía su ropa, los colores de cada vestido, sus noches, sus amaneceres, sus domingos, sus borracheras, sus risas. Memorizó la forma en que movía el culo al caminar, como si estuviera haciendo gárgaras. Sabía si iba o venía de buen humor, triste, cansada, soñolienta, desgarbada, enguayabada, perdida. Sabía de su olor transpirado, del aroma silvestre de sus carnes, del aura de sus caderas, de la saña del trasero, de la estela de perfume barato que dejaba al pasar. Pisaba donde ella pisaba. Y, claro está, sabía de todos con los que se iba a tirar.
Ella lo sabía. Le gustaba que la siguiera como un perro, pero jamás se detuvo para preguntarle nada, para darle una señal, una esperanza. Lo ignoraba con la crueldad que solo una puta puede improvisar. Movía las tetas, se agachaba, para masacrarle su deseo. Lo arrastraba hasta la puerta del Memphis, dos tablones largos que abrían y cerraban a vaivén. Él se quedaba afuera, a ver piernas, zapatillas negras, uñas pintadas de rojo, tobillos flotantes. Por la ventana veía la sala llena de humo, festones de color, luces rojitas y azules que cambiaban y cuerpos de mujeres sentadas en las piernas de los hombres.
Cuando estaba desocupada, salía, se paraba con las piernas abiertas, gesticulaba un poco, prendía un cigarrillo, aspiraba fuerte, enroscaba la boca como para dar un beso, exhalaba el humo y lo miraba sin decirle nada, mientras de adentro salía el aire rancio de un tango.
Fue Jerónimo. Lo alentó. Sólo necesitas unos pesos, no más de cincuenta.
Fue la primera que lo vio seguir. Lo llevó de la mano al rincón más oscuro, sin decirle nada. Se le sentó en las piernas. Le pasó el brazo y lo dejó que se ahogara unos instantes en su mata de pelo, levantó el brazo para que aspirar su axila, le chupó el dedo índice, le respiró con hambre junto al oído y luego le regaló un par de gemidos. Pidió dos aguardientes, una vez los bebieron, pidió otros dos, una toalla y un rollo de papel higiénico.
Se desnudó. Lo atrajo, lo besó, lo desnudó, llevó su mano al sexo, lo frotó y luego lo olió como si fuera una ambrosía.
- ¿Cuánto traés? – fue lo primero que preguntó -.
- Sesenta.
Pero el tiempo pasó para él como si hubiera sido un instante. Una hora junto a ella no fue nada. Cuando apenas comenzaba la sintió decir:
- Ya pasó una hora, no demoran en golpear.
- No, no ha pasado nada – dijo él -.
- Volvé cuando se te pare - le dijo con cariño -.
Encendió el bombillo. La vio vestir su traje rojo, se sacudió, lo ajustó, se subió el cierre, calzó sus zapatillas y prendió un cigarrillo, mientras él la observaba tirado en la cama.
- Nunca uso calzones – le dijo al salir, justo al apagar el bombillo -.
Entonces él permaneció quieto, tirado en el colchón, respirando el aroma concentrado a coño que se había quedado prendido en toda la habitación.
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