Eduardo Toro
El río Cauca corría desbordado, arrasando a su
paso toda clase de cultivos. Ruperto
Manzano, el negro Ruper, tuerto y cojo, protegido en su rancho, aunque con el
agua hasta las rodillas, fuma lentamente el último tabaco que le queda, mientras
observa cómo desaparecen los cultivos de su chagra. La única esperanza de vida
es el canto de cuatro gallos de pelea, que protegía en las partes más altas del
caney.
Una
tarde Ruper observó que, en medio de la tempestad, el río traía flotando sobre
sus lomos un islote de raíces y ramas, y encima una pequeña ave con el plumaje
empapado y a punto de morir. Baquiano en las artes del rejo, enlazó el montón
de raíces y salvó a la pequeña ave, un pollo de pelea de aproximadamente tres
meses de edad y de los que más lo apasionaban por su disposición para la lucha.
La proveniencia era desconocida y especuló, adjudicándole un supuesto linaje,
el de los famosos corrales de la Hacienda San Marino. Tenía en la membrana del
ala derecha una placa provisional señalada con el número 26.734, sin el nombre
del galpón.
El
negro Ruper dedicó tiempo y esmero al cuidado del pollo. Cuando bajó el nivel de las aguas se
concentró en hacer lo mismo que hacía cada vez que amainaba el invierno:
recogió lo poco que quedaba y, después de una intensa labor de limpieza, volvió
a sembrar plátano, yuca, maíz y fríjol. Una mañana el hijo del trueno cantó. Por
primera vez dejó escuchar el clarín de su canto y entonces el negro Ruper
sentenció alegre: así canta un gran
campeón, cortico y sonoro. ¡Así es el canto de los invencibles¡ – exclamó entusiasmado-
Seis
meses después, Ruper desbarbó y quitó los sebos a Trueno y en la menguante del
mes siguiente cortó su cresta. Había crecido saludable en medio de especiales
cuidados. Un bellísimo ejemplar de color
rojo brillante, gola abundante y las banderas de la cola blancas, largas y arqueadas; era noble y dócil como los gallos bien encastados. Fue hermosamente
peluqueado y alcanzó una talla normal de tres libras y siete onzas. Cicatrizadas
las heridas de la cirugía de cresta empezó la preparación de atleta.
Se
debía llevar despacio y con cuidado. En topa demostraba todo su potencial de
campeón, sus oponentes en entrenamiento no resistían la fortaleza con que
tiraba las patas, entonces los treinta minutos semanales de entrenamiento,
se limitaban a correteo con mingo o mona y algunos ejercicios de mesa. Se acercaba la temporada grande de desafíos de
feria y Trueno estaba a punto. Los vecinos del caserío ahorraron con la
seguridad de que doblarían su plata apostando
a Trueno.
Alegres
y confiados llegaron a la gallera con el ejemplar marcado con el número 26.734.
El negro Ruper, rodeado de misterios, lo
cubría con un poncho. Había llegado a reñidero un verdadero gallo “tapao”,
escoltado por un nutrido séquito de vecinos que no quería perder ninguno de sus
mortales revuelos. Ya sabían que había que armarlo corto, pues solo picaba en
la cabeza y donde picaba hundía las espuelas con la fortaleza de sus patas, tan amargas como la hiel.
Después
de “pararlo” muchas veces a posibles contendores, finalmente fue cotejado con un gallo giro de
Montería, la apuesta fue acordada por elevada suma, pues Trueno contaba con el favoritismo de los apostadores y todos querían
ser incluidos en lista. Tenía la hermosa estampa de un campeón. Acordaron calzar con espuelas de carey de
treintaicinco líneas, protegidas y sorteadas para evitar suspicacias. Antes de
la ceremonia de empiojar se comentó
insistentemente que el giro de Montería, era un gallo agresivo y atento en combate y que había
salido victorioso y sin heridas graves de
cuatro riñas contra las más famosas cuerdas de la costa norte. ¡Qué lástima del giro!, -comentó
el negro Ruper-, vino desde muy lejos a buscar la muerte. Con el hijo del
trueno es a otro precio.
Con
el coliseo lleno hasta las banderas se anunció el combate número treinta y
cuatro: la canastilla color verde para Trueno y la canastilla blanca para el giro
de Montería; el peso de los gallos tres libras siete onzas. Cada uno de los
jueces tomó un ejemplar, se revisaron
espuelas y picos, los invitaron a careo y soltaron la riña. Por testigo un
reloj electrónico que colgaba en el centro del redondel, y contaría
regresivamente 12 minutos como tiempo límite reglamentario de
pelea. Una multitud expectante y el
corazón del negro Ruper a punto de infartar.
Los
primeros cinco revuelos fueron coreados en voz alta por el juez principal quien dio legalidad al combate.
Los bravos ejemplares se trenzaron en duelo a muerte de principio a fin; el
giro de Montería, ligero de pico, atento y escurridizo, estudiaba los
movimientos de su oponente, pero Trueno con su natural agresividad y codicia llevó al giro
contra tablas y acosándolo, sin opción de defensa, lo dejó tuerto. El giro, un
gallo bien encastado, respondió cortándole el cuello. Trueno volvió contra su enemigo dejándolo ciego. Era tal la
fiereza del giro que al sentirse ciego se quedó parado en su sitio, batió las
alas y cantó desafiante, cortico y
sonoro, en espera de que el enemigo se acercara para lanzar espuelazos
mortales.
Habían
transcurrido siete minutos de riña y el público deliraba ante el magnífico
espectáculo que ofrecían los bravos emplumados, exhibiendo coraje y casta; eran
dos centellas batiéndose en el ruedo; dos bravos gladiadores luchando por la
vida; dos danzarines de plumaje ensangrentado. Trueno con la ventaja de poder
ver a su oponente, pero debilitado por la anemia, tiraba certeros espuelazos
que doblegaron al giro. La pelea estaba ganada, pero el giro moribundo,
mientras el juez hacía el conteo del minuto final de trámite para decretar la pelea
en favor de Trueno, con el último
aliento, levantó las patas y le atravesó el corazón. Los invencibles cayeron
muertos sobre las charcas de su propia
sangre. El Juez de reñidero sentenció el combate empatado, cuando el reloj electrónico marcaba
nueve minutos y dieciocho segundos de pelea y ante el delirio de tres mil
espectadores.
El
negro Ruperto Manzano, el viejo Ruper, tuerto, cojo y desconcertado comentó a sus amigos vecinos de
la vereda, con el cuerpo inánime de Trueno entre sus brazos: a estos benditos
pajarracos no hay quien los entienda, nadie en esta puta vida sabe de gallos,
por eso no se acaba esta vaina y aspiró despacio y profundo el último tabaco que le quedaba.
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