Jesús Rico Velasco
Nidia era linda y de buen cuerpo otorgado por la
naturaleza. Rondaba los 25 años, de pelo largo,
trigueña, ojos negros, piel
caramelo, y una cola que para nosotros, los
mirones de la piscina, “sacaba la cara por ella”. Seguíamos sus
pasos y
movimientos en bikini como un niño cuando ve una golosina. Estaba casada
con Diego un ejecutivo joven de 35 años, Gerente general de la Central de Carga. Un hombre apuesto de buen talante y
sonriente. Su vestimenta era elegante de
las tiendas de Zaz. Le gustaba jugar al tenis en compañía de Francisco en las
canchas de la parcelación.
Nidia manejaba en compañía de Martha hacia la avenida
sexta cuando se percató de la ausencia
de su celular. Decidió volver a su casa para recogerlo. encendida. ado ue la esperara. para ludarme Eran
las cuatro de la tarde. Contaban con
tiempo suficiente para regresar y tomarse un Tom Collins. Al llegar a la casa se sorprendió
al ver el carro de Diego en el garaje. Le dijo a Martha que la esperara.
Caminó tranquila hacia la entrada principal y abrió la puerta. Le causó
curiosidad escuchar una música suave de la alcoba. Pensó que podría haber dejado la televisión encendida. Abrió la puerta y encuentra a
Diego desnudo con Francisco haciendo el amor «cochino, malnacido»
vocifero, su cuerpo se sacudió. Confundida dio la vuelta y se subió al auto.
La imagen se repetía una y otra vez torturándole su
dignidad t. En tantos años con su marido, nunca había notado algo que le
indicara estas preferencias. O al menos
quería creerlo así. Martha le preguntó que había pasado. Pero Nidia no escuchó.
Con la misma velocidad con la que ocurrieron las cosas,
llegaron a un bar. Atormentada por el
dolor encontró en Marta apoyo. Empezaron a atar
cabos, construir posibles explicaciones y encontrar pistas que de nada sirven Las horas pasaron, era la media noche. Sobresaltadas decidieron regresar.
Nidia dejó a Martha en la puerta de su residencia, se
alejó con rapidez. Alfonso la esperaba en la sala tomándose un trago de whisky.
Era un ginecólogo, iracundo le dijo como escupiendo candela:
«¡Puta!. ¡Perra asquerosa!. ¿De dónde venís a esta
hora?¿Qué estabas haciendo revolcándote
con tu amante? »
Martha soporto sus insultos. Había aprendido a aguantar
el maltrato de un hombre celoso porque no concebía la vida sola, sin un marido que la mantuviera y
le diera los gustos y privilegios de la
gente rica. Desde que había conocido a
Nidia se atrevía a dejar sus hijos, buscar
diversión y un poco de cariño.
Era una rubia treintañera bonita pero un poco desabrida. Tenía dos niños : un niña de tres años y un niño de cinco. Contaba con el servicio
de una niñera permanente y una
encargada de la cocina y
mantenimiento de la casa. Su inestabilidad emocional se manejaba con tranquilizantes que su marido médico le recetaba.
Al entrar a la casa, Nidia encontró a Diego llorando.
Los tragos que traía en la cabeza y el tiempo que pasó con Martha, le
ayudaron a estar sosegada. Acordaron en términos más que amigables que él se iría. Nidia comprendió de manera irremediable la pérdida
de su amor. Conscientes de no querer causar grandes alborotos optaron por guardar las apariencias hasta
lograr la separación . Venderían la
casa y se repartirían por partes iguales
y cada uno se quedaría con su carro.
Decirse adiós y terminar con un buen
arreglo no era fácil, en especial para Nidia.
Diego tenía claro lo que quería.
Alfonso comenzó
a suministrarle a Martha dosis más elevadas de medicamentos. Martha a
duras penas sobrevivía entre la poca luz que le llegaba a su vida. Un viernes durante una reunión de Alfonso en el Club Médico, los oscuros
torbellinos de la desesperanza sacudieron el espíritu de Martha. Con profunda tristeza acarició a sus hijos
mientras dormían, los bendijo y se
despidió con un beso . Eran las 11 de la
noche. Buscó con determinación las
pastillas. Vacío un frasco completo y
tragó . Tomó una soga, hizo un
nudo corredizo. Camino al garaje
llevando una silla de plástico. Trepó ,
tiró la soga por encima de una viga del techo . Pasó su cabeza por el nudo corredizo, lo cerró
con templanza y fortaleza alrededor de su cuello. Miró por última vez su
entorno, empujó la silla y quedó
colgando a cincuenta centímetros del suelo.
Alfonso llegó después de la media noche. Encendió las luces altas de su Mercedes Benz
presionó el control para abrir la
puerta eléctrica. La puerta comenzó
a subir y a medida que lo hacía se le
fue mostrando la humanidad del cuerpo
femenino todavía oscilante.
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