TRES SOLEDADES
Elisa
Olivera, sesentona, bella y alimentada por vivencias lejanas, guarda intactas en su memoria historias que trae al presente con imágenes dolorosas y escenas apocalípticas de
los aciagos días del golpe militar, que
en su lejano país dio al traste con la seguridad y estabilidad económica de un
sin número de familias, entre ellas la suya que, ante el riesgo de una inminente
y peligrosa persecución, tomó la decisión de traspasar fronteras; buscó los vientos cálidos del norte y
felizmente ancló en el verdor de un valle sobre el cual se levanta una
ciudad celosamente vigilada por el Cerro
de las Cruces.
Bajo
este pedazo de cielo, sobre un retazo de esperanza abanicado por palmeras,
encontró en la calidez de su gente un genuino argumento para amar otros océanos,
otra bandera, sin olvidar jamás la estrella blanca que se quedó en la punta del
sur y en lo ancho de su corazón. Piensa que un día va a morir,
desea regresar a su lejano país para
finalmente descansar en paz al lado de sus muertos. Los hijos tomaron el
rumbo que les señaló el destino y otros, también cercanos a sus afectos, se
cansaron de vivir y se fueron de la vida pero no de su corazón y sus recuerdos.
Eduardo Toro
Se vende esta casa, rezaba el aviso con letras grandes y rojas que un día,
pasados muchos años, colgó en el umbral de su puerta. Quería apartarse de
tantos objetos que alimentan sus
recuerdos. Vivir sola es amargo –decía-
Una
tarde, Elisa acudió al llamado del timbre y se encontró con una mujer vieja de raza
indígena, altiva y decidida: Usted,
señora, está vendiendo la casa y yo no vengo a comprarla. ¿Entonces qué quieres?-preguntó
Elisa, desconfiada. No quiero que la
venda. ¿Cuénteme señora, usted tiene hijos? ¿Nietos quizás? Elisa enfrentada a un interrogatorio que no
esperaba, estaba entre responder amablemente que sí tenía hijos, nietos y
muchas amistades o tirarle la puerta en las narices a la impertinente mujer.
Yo
me llamo Antoñita Timaná, vengo de un resguardo indígena del Cauca; hace un mes
nos atacó la guerrilla y mataron a mi marido y a dos de mis tres hijos;
quemaron el rancho, se llevaron a mi hijo menor junto con las gallinas y marranos que teníamos, yo me salvé de milagro, extrañamente me
perdonaron la vida. A mí no me gusta
pedir la caridad, a mí me gusta trabajar. Vea usted – agregó con calma- estos
chumbes son tejidos por mí en pura lana
virgen y los vendo; todas las señoras y
señoritas quieren comprar mis chumbes, los usan de cinturón, con ellos adornan
vestidos o los ponen de cargadera de sus bolsos. Cómpreme, me quedan estos
tres, para usted o para regalar.
Elisa
hizo malabares con los viejos recuerdos que le quedaban de su país lejano, y
encontró en ellos una rara similitud con la tragedia narrada por Antoñita
Timaná. Quiero que entres a mi casa, me
muestras tus chumbes y nos tomamos una taza de chocolate, ¿te parece? Antoñita
aceptó la amable invitación, vendió los chumbes, se tomó el chocolate y se quedó
a vivir en la espaciosa casa, uniendo su soledad a la de Elisa.
Un
día Antoñita salió al mercado y alguien llamó su atención. Le obsequio este
animalito – le dijo una voz amable- Era una perra muy pequeña de raza miniatura parecida a un
diminuto venado, que la enterneció.
¡Pero si es una migaja¡ -exclamó llena de mimos- Eso es, sí señorita, te
vas a llamar Margarita Migaja, mi preciosa muñeca. No fue fácil para Antoñita conseguir
la aceptación de Elisa Olivera quien odiaba a los perros. A mi casa no puede
entrar ese animal –gritó furiosa- Esta también es mi casa fue el trato y si
Margarita Migaja Olivera no se puede quedar en mi casa, pues yo tampoco.
Tranquila que ya nos vamos. Elisa, en tono conciliador, preguntó por qué Olivera y no Timaná. Pues porque esta perrita es de
abolengo y yo soy una pobre india, no está viendo o es que está ciega, carajo.
Elisa
se eternizaba frente al computador, tratando de inmortalizar sus recuerdos, sus
rabias y los amores idos. Escribiendo buscaba librarse de sus propios
fantasmas. Antoñita masticaba recuerdos, pensaba en sus muertos, en su hijo desaparecido, y tejía coloridos chumbes.
Margarita Migaja, retozaba feliz como una princesa.
Desde
que se descolgó el letrero de “Se Vende
esta Casa” habían pasado muchos meses y las tres eran felices acompañadas
de su propia soledad. Los sábados eran
familiares, recibían la visita de los
hijos, nueras y nietos. Se comía al calor del bullicio y las carcajadas. Llegar
a manteles los sábados les eran una delicia, se servían tamales de
pipián con salsa de maní picante acompañados de jugo de lulo y postre de
bienmesabe, la especialidad culinaria de
Antoñita.
La
felicidad de Margarita Migaja era
aparente, echada a los pies de Antoñita, suspiraba por Pinto el Gran Danés de
los vecinos que flechó su corazón desde cachorra. Fueron muchos los intentos de
Pinto por concretar la pasión, pero eran
amores físicamente imposibles. Entonces hasta su puerta llegaron los más encopetados
galanes de su raza y talla pero todo fue
inútil, Margarita Migaja solo tenía ojos
y corazón para Pinto, su platónico amor de vecindario.
Antoñita
esperaba ver algún día en pantalla la
noticia de que su hijo, supuestamente secuestrado por la guerrilla, fuera liberado
o dado de baja. Tenía el corazón aleccionado para que no se le rompiera cuando sucediera. Un día llegó la noticia esperada: “¡Atención!,
¡Atención!, ¡Ultima Hora! Fue dado de baja en
toma guerrillera al resguardo indígena
de Timaná, el comandante del frente ochenta y tres, Alirio Timaná, alias Chuchafrita, quien en la
toma de 1.996 a la misma población, asesinó a su propio padre y a dos de
sus hermanos”. El corazón de Antoñita
rodó y se volvió añicos.
Elisa
se abrazó a Antoñita, en tanto Margarita Migaja Olivera las miraba enternecida.
Vinieron días de silencio y reflexión. Cicatrizaron las heridas de Antoñita y
las atenciones de Elisa y los retozos de Migaja, hicieron que volviera a tejer
chumbes y la fiesta culinaria de los sábados volvió a ser una delicia al
paladar. Pero en el corazón de Antoñita quedaron heridas muy hondas que no iban
cicatrizar.
El
cuadro familiar era el mismo en las horas de mañana y tarde: Elisa, frente al
computador, escribía y gesticulaba como conversando con el pasado; Antoñita
tejía y cantaba en un dialecto lejano tonadas de la tierra y el páramo; Margarita Migaja
Olivera dormía sobre un cojín y suspiraba
por su inalcanzable Pinto. Así pasaban
las horas, los días y los años hasta que un día Antoñita fue diagnosticada de
una enfermedad incurable. No quiero morir aquí- dijo- quiero morir cerca al
macizo, allá en donde el sol es más tibio, el viento más fresco y la tierra más
fértil; quiero que mis huesos regresen al vientre de la Madre Tierra para que
un día se vuelvan a convertir en trigo.
Un
día señalado por el destino, cuando
Elisa regresó de compras notó que
Margarita Migaja Olivera no salió festiva y feliz a su encuentro, tampoco
Antoñita a reclamar por la tardanza, como
era su costumbre. Elisa se estremeció cuando sintió otra vez la misma soledad del día lejano cuando colgó en el umbral de su
puerta el aviso de Se Vende Esta Casa. Alzó la voz y llamó
repetidamente a sus dos compañeras sin
encontrar respuesta, entonces quiso pensar que habían ido de paseo por el
parque. Un rato después se acercó a la habitación de Antoñita y encontró sobre
la mesa de noche una lamparita de aceite que ardía al pie de la imagen del
Cristo del Regreso, al lado la cajita de cobre rosado que un día le obsequió a
Antoñita, para guardar el dinero de los
chumbes y un papelito con algunas letras escritas en garabatos. Elisa contempló
el papel, dejó escapar dos lagrimones y leyó en voz alta y entre sollozos: NOS FUIMOS.
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