Adriana Yepes
Era un cuatro de junio de 2002 en
Cali. Habíamos quedado de subir al apartamento de mi hermana a saludar a mi
mamá quien no solo había venido de Medellín, sino que estaba de celebración por
su cumpleaños número setenta y uno, le llevaríamos chocolates y flores, me sentí Caperucita Roja
visitando a la abuelita.
Tan pronto llegué por las escaleras al cuarto piso, sentí el lobo feroz adherido a mi cuello, como si me estuviera exprimiendo hasta el último centímetro de aire, una sensación indescriptible de muerte inminente, provocó el vómito al entrar. En voz baja le dije a mi hermana: me estoy infartando. “Dejá de joder ¿cuál infarto, a tu edad?. Carajo, tenés 38 años”. Le insistí que llamara un médico. Bajamos de nuevo los cuatro pisos con mucho cuidado como si presintiera que los minutos estaban contados.
En el carro mientras llegábamos a
la clínica no modulamos ni una palabra, fue un absoluto ritual de miedo y
despedida a partir del pensamiento silencioso de cada uno de los que íbamos.
Solo me dijo: tranquila ya verás que no es nada grave.
En la clínica me recibió un
médico conocido, no resultaba lógico que una mujer joven tuviera un infarto, sin
embargo el dolor era típico. Me ingresaron, me practicaron todos los exámenes y
uno a uno, salieron normales. La conclusión después de dos días de estar en la
clínica: “no te preocupes Adriana, fue tu esófago, tu corazón está bien.
Cuídate”.
Tuve unos días de incapacidad y
volví a mi despelote de siempre, trabajo, casa, conducir mi carro y mi vida. Más
o menos a la semana el lobo volvió a instalarse en mi cuello, más feroz que la
primera vez, no podía respirar, con la
misma sensación con que transitaría por
los últimos minutos de mi vida y sin alcanzar a despedirme.
Mi hermana vuelve a llevarme al
servicio de salud, me identifico como médica y le ruego a la colega que me
envíe a un servicio de mayor complejidad en atención porque estoy segura que me está dando un infarto, a
pesar de que los exámenes practicados eran normales, mi edad no estaba a favor,
sin aparentes factores de riesgo, las cosas no cuadran , lo sé, sin embargo el
dolor en el cuello y el ahogo eran indescriptibles.
Llego trasladada en ambulancia a
una clínica grande de la ciudad y pregunto por un compañero amigo, mi temor a
morir era evidente, la dificultad en el diagnóstico al tener los exámenes
normales y mi certeza eran fuente de la
confusión misma. Hoy me rio de lo que hice: saqué mi billetera, le mostré la
foto de mis hijos y le dije: mirá mis hijos, sí ves lo pequeños que están, no
me puedo morir carajo, hacé algo, lo que te dé la gana, ¡ yo te autorizo!
Nueva tanda de exámenes, todos
normales, excepto uno que apenas se estaba implementando y permitió sospechar una
enfermedad coronaria. Yo no sabía si sentir alegría porque me creían, o un temor verraco por la
posibilidad objetiva de un infarto, que yo había cantado como toda una
pregonera de la edad media.
Me subieron a cuidados
intensivos, me dieron los medicamentos necesarios y me prepararon para llevarme
a cateterismo, la prueba reina y señora que mostraría lo que estaba ocurriendo, me dieron algo para
tranquilizarme porque estaba “jodiendo mucho”.
Muy temprano al día siguiente
estaba en la mesa de cateterismo, completamente despierta viéndome en la
telaraña de mis arterias, hasta llegar mi corazón. Todo era fascinante hasta que se
encontró dónde estaba el problema: mi coronaria derecha tenía una obstrucción,
fue necesario destaparla y reproducir el dolor con la misma intensidad. El
camino estaba despejado para instalar dos stend que mantendrían las paredes de
mi arteria abiertas, permitiendo que mi corazón no se fatigara al bombear
oxígeno a cada rincón del cuerpo.
Recomendaciones, medicamentos,
rehabilitación, mi compromiso con el cuidado de mi salud. Por fin volvería a
casa. No olvido el instante en que abrí la puerta y mi hijo de cinco años se
abrazó a mí y exclamó: “mamita volviste”.
Así estuve por un año, tiempo en
el cual volvió el lobo feroz, se habían tapado los stend y me volvieron a
observar como en cine, el estado de mis arterias. Me instalaron otro stend.
Hay un aprendizaje de todo esto,
mi vida la gran vencedora. Sin proponérmelo abrí un panorama familiar
desconocido y necesario dibujado cada vez más claro. Ahora somos
varios sobrevivientes, otros no alcanzaron a despedirse por alguna razón, no
tuvieron una segunda oportunidad. Cada uno ha elaborado lo que consideró
importante, como cambiar su estilo de vida, tomar medicamentos, aceptar que
tiene una enfermedad ligada al clan familiar. Las futuras generaciones tendrán
que aprender que les dejamos una enfermedad al interior de cada uno y un camino
por aprender.
Aquí estoy, he sobrevivido 22
años, quedé con un corazón como nuevo y una actitud frente a la vida diferente,
los proyectos los vivo a mediano plazo. Cada etapa que mis hijos alcanzan la he
vivido como un triunfo de ellos y de mi vida, le di la mano a la muerte y me
hice su amiga para poder sobrevivir a mi miedo de abandonar este plano tan
joven y sin haber terminado mis proyectos, ahora camino a su lado pero ya no la
siento, solo sé que me acompaña. Vivo a plenitud, ya cumplí con la responsabilidad de acompañar en el
crecimiento a mis hijos, ahora me dedico a hacer lo que me da la gana y a ser
feliz.
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