Galilea Balseiro, por los días finales del último verano, pasaba
largas horas enredando hilos y repitiendo con palabras mudas los colores que poco
a poco se fueron embolatando en su memoria.
Sus habilidades para los bordados en punto de cruz se disipaban en una maraña de imprecisiones; los dibujos y las cartas de colores reposaban indefinidos o navegaban extraviados en el mar de confusiones del recuerdo; aún había una luz y, a veces, era consciente de lo que estaba pasando. Sabía que olvidar o confundir el nombre de las cosas significa emprender otra vez el largo camino que transitó al lado de la señora Virtudes, su madre, quien llegó a olvidarse hasta de su propio nombre. Galilea empezaba a recorrer el mismo sendero largo y penoso de los desórdenes de la mente que llevaron a su madre hasta el imperio del olvido total.
Como educadora de varias generaciones forjó una personalidad
recia e inexpugnable y adquirió la altivez de un roble. Los árboles también se
olvidan de dar frutos, sus raíces se empobrecen y dejan de alimentar sus ramas
y un día sus hojas se desprenden y entonces quedan muertos, como una mancha gris, como un
punto sin vida, como testigos mudos en la inmensidad del bosque.
Galilea sufría
repentinos cambios de humor y los
eventos depresivos eran cada vez más frecuentes y se prolongaban por largos periodos. También su
orientación se tornó precaria aún dentro de la casa en que nació y habitó por
más de sesenta años; su memoria cercana era confusa y el lenguaje poco claro;
con frecuencia barajaba los nombres de las personas y las cosas: A Fortaleza,
su hermana menor, la llamaba trisagio y al pan lo llamaba misericordia; a los
bordados les decía desilusión y a las
flores les decía pájaros; a los hilos les decía iris y a la comida le decía
dechado.
Cuando Galilea empezó a sentir temor y desconfianza de todo
lo que la rodeaba, se arrinconó en una esquina del cuarto de huéspedes. Allí,
con la ayuda de Fortaleza, puso una silla mecedora y una mesita con sus
labores de bordado, también colgó un espejo cuya imagen reflejada le diría,
aunque no lo comprendiera, el avance de su penosa dolencia. En el rincón de la
ausencia pasaba largas horas meciéndose en la silla de mimbre, cargando una
muñeca de trapo con quien dialogaba en doloroso silencio sobre la llegada del
olvido, su temido huésped.
A veces deambulaba
perdida por todas las habitaciones de la casa, pasaba del corredor a la cocina
y de allí al solar de las coles de Bruselas y después recorría el patio de las
begonias y las azaleas. No era ella: era un fantasma sin palabras ni recuerdos
extraviada en un laberinto sin salida. Una tarde Fortaleza la buscó por todos los rincones de
la casa, hasta encontrarla desnuda y desorientada
en el corral de las gallinas, entonces la tomó de un brazo y la condujo hasta
el rincón de los bordados. Galilea se miró en el espejo que apuntaba como un
maldito reloj el tiempo que pasaba por
su rostro disfrazado de olvido y solo atinó a decir con enorme dificultad:
“Dios mío, yo me quiero morir”. Y dejó caer todo su peso sobre la silla
mecedora.
Galilea, por los días
finales del último invierno, dependía de la buena voluntad de Fortaleza, de quien recibía los alimentos y el
esmerado aseo por la falta de control de sus necesidades corporales. El olvido
se apoderó de ella convirtiéndola en un árbol más que muere y se queda de pie
sujeto a unas raíces secas e inútiles que se niegan a dar vida.
Fortaleza, abnegada y decidida, dedicaba las veinticuatro
horas del día a la atención de su hermana que reposaba rígida sobre una cama
antigua de barandales altos tallados a mano. La enfermedad había hecho lo suyo
con su poder implacable. Ambas permanecían
despiertas: una mirando con sus ojos de olvido hacia el cielo raso y la
otra, con sus ojos de espanto, vigilando el pecho de Galilea agitándose como el adiós de un pañuelo.
En los primeros días de primavera, Galilea se fue de la vida,
como si ya no lo hubiera hecho de tiempo atrás, como si ya no hubiese dejado jirones
de vida cada vez que llegaba el olvido y se llevaba retazos de recuerdos. Murió
tranquila y vacía de ansiedades: se fue
sin sus recuerdos viejos, sin sus recuerdos a corto plazo y sin los de ayer
porque nunca fueron suyos.
Se murió la señora Virtudes–gritaba enloquecida Fortaleza– mientras todos rodearon el lecho de Galilea. Descolgaron el espejo para comprobar los signos vitales y dijeron: por fin descansó en la paz del Señor. Se fue nuestra amada Galilea. ¡No! ¡No! Es mi madre la señora Virtudes quien acaba de morir, insistía Fortaleza.
Días después, con los recuerdos
enmarañados, a los funerales les llamaría fiestas y a los cirios centellas. Quien acudía a ella a presentar un saludo
de condolencia era recibido con un amigable: Buenas Noches Olvido. Y agregaba: dejó de penar la señora Virtudes.
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