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lunes, 15 de mayo de 2023

¿Vacaciones de semana santa?

 Eran las tres de la mañana.

–Recojamos las cosas. Nos vamos– les dije.

–Esa gente no nos va a dejar salir– dijo Martha, temblando.

–¡Pues saltamos por el balcón!

Eran las vacaciones de semana santa. Mis vecinas, dos hermanas hijas del segundo matrimonio de su padre, y yo, planeábamos dónde las pasaríamos. Las tres teníamos novios absorbentes y posesivos. Nos iríamos de paseo, sin novios y sin familia.

Carmen Elisa Piedrahita

El medio hermano de ambas, Oscar, estaba ennoviado con una chica, le decían “La Turca”. La familia de ella tenía una casa de campo cercana al kilómetro 30 de la carretera al mar. Oscar nos había dicho que la casa estaba disponible.

A mis 16 años, mis padres no me hacían muchas preguntas. Estaban muy ocupados resolviendo su relación y sus problemas existencialistas. Solo bastó con decirles que me iba para una finca el miércoles y que regresaba el domingo.

Los días anteriores hice un curso intensivo de cocina: aprendí a hacer arroz y chocolate. Mis compañeras de viaje aprendieron a hacer huevos fritos. Con todo ese bagaje y muchos enlatados, pan tajado, jamón, queso, huevos y algunas cosas más, estábamos listas para nuestra aventura. Empacamos la comida en una caja y llevamos la ropa en los morrales.

Contratamos un taxi. Nos llevó el miércoles en la tarde y debía recogernos el domingo en la mañana.

La casa era un chalet estilo suizo, se llegaba por una carretera alterna, sin pavimentar que desembocaba en otra carretera sin pavimentar y más estrecha.  A mitad del camino, a mano derecha, había una puerta de hierro que daba paso a un sendero por donde cabía un solo carro, y terminaba en la entrada del chalet. Constaba de una sala, una cocina, un comedor que terminaba en unas escaleras al segundo piso, donde quedaban tres habitaciones alrededor de un pequeño hall. Una de las habitaciones tenía un balcón.

Nos acomodamos rápidamente y salimos a explorar los alrededores. Detrás de la casa había un pequeño bosque que decidimos recorrer al día siguiente. Caminamos la pequeña carretera, al final pasaban las chivas, llevaban pasajeros al kilómetro 30, sitio con las características de un pueblo. Nos tranquilizamos,  podíamos ir en chiva al 30 y abastecernos de lo que hiciera falta. No teníamos vecinos.

La primera noche nos dimos cuenta de un reflector en el exterior de la casa, iluminaba el sendero de entrada, pero el resto era oscuridad absoluta. Mirábamos por las ventanas con cierta aprehensión. Un hombre se había sentado al pie de la puerta de hierro y parecía fumar marihuana. Lo vigilamos. Luego se fue.

Nos levantamos temprano, desayunamos los mejores huevos fritos, el mejor chocolate y el mejor pan tajado del planeta. Caminamos el pequeño bosque, escuchamos el canto de los pájaros, nos encontramos una araña gigante, comimos guama y nos llevamos de vuelta tres palos gruesos, por si acaso.

Por la tarde caminamos la pequeña carretera hacia arriba. A los 20 minutos de marcha decidimos regresar, jugamos parqués y veintiuna. En la noche comimos y, después de contar historias de fantasmas nos acostamos temprano.

De pronto, en mitad de la noche, un ruido fuerte nos despertó. Alguien golpeaba con violencia la puerta de entrada a la casa.  Me levanté sobresaltada, escuché los gritos de varios hombres. Gritos y disparos. Salí de la habitación y me encontré a mis amigas en el hall. Miramos por las ventanas: había dos carros con el motor encendido. Alcanzamos a ver hombres con botas, chaquetas. Uno de ellos disparaba. Nos retiramos de las ventanas y nos acurrucamos en mi habitación sin hacer ruido y sin encender luces. Rezamos.

Pasaron unos minutos. Escuchamos sonidos de puertas de automóvil que se cerraban. Arrancaron. Luego silencio.

–Se fueron– dije.

Miramos el reloj. Eran las 11 de la noche. Pasó una hora. Silencio.

– Se fueron del todo–  dije.

Decidimos dormir juntas en el cuarto del balcón. Lo trancamos con una aldaba y además cerramos con llave.

Nos costó mucho tiempo conciliar el sueño. No sé cuánto tiempo pasó pero alguien que golpeaba con furia en la puerta de la habitación, nos levantó de un brinco, pero esta vez en la puerta de nuestra habitación. Miramos por el balcón, allí estaban los mismos dos carros.

–¡Abran!– gritaban–¡Abran y no les hacemos nada! Si nos toca tumbar la puerta, no respondemos. Abran, ¡maldita sea!

Irracionalmente abríamos los cajones y las puertas del armario, tratando de meternos en ellos. Los gritos continuaban:

–¡Abran! ¡Abraaan!

Se oían golpes de puños y patadas.

–Abramos –les dije–de todas maneras van a entrar.

Frente a la puerta, vimos a dos hombres sudorosos, de treinta o más años, con chaquetas de cuero, botas. Pálidos, con mirada de desquiciados.

–No pensábamos encontrarnos tres florecitas.

Mis amigas reconocieron al hermano malandro y drogadicto de la Turca.

–Nosotras somos hermanas de Oscar–  dijeron con voz insegura y temblorosa.

–Qué egoísta ese Oscar, que no había presentado. Abajo tenemos una fiesta. Están invitadas.

Los tipos se quedaron mirándonos y luego bajaron con lentitud.

Cerramos la puerta y la aseguramos. Nos quedamos en silencio. Empezó a oler a marihuana. Tenían música a todo volumen. Se oían carcajadas, gritos de las mujeres. Nos acordamos de los palos. Los teníamos a mano.

–Voy a bajar– dije.  

–¡No! ¡Cómo se te ocurre!

– ¡Tenemos que saber cuántos son!

–¡No bajes por favor!

No hice caso. Bajé, hice como que iba a la cocina. Me observaron mientras permanecían callados.  Eran más o menos diez. Tres mujeres. Había mucho trago, marihuana y algo que aspiraban. Subí con rapidez.

–Entonces, ¿por el balcón? –dijo Rosmery.

–No es tan alto. Además no hay más salida–  contesté.

Lanzamos los morrales, saltamos nosotros y corrimos por el sendero. Luego por la carretera. No veíamos nada, pero no parábamos de correr. Nos tropezamos, nos levantamos, seguíamos corriendo.

Llegamos, por fin, a la otra carretera. Nos sentamos en medio de la oscuridad, escondidas en el follaje. No hablábamos ni nos movíamos. Sentíamos pasos, voces, tal vez era nuestra imaginación. Permanecimos despiertas, el sol asomó con timidez. Entonces vimos la chiva, en el 30 pasaba la flota a Cali.

Las tres hicimos un pacto de silencio.

–¿Qué les pasó?– me preguntaron mis papás.

Sin mirarlos y mientras entraba a mi cuarto, les contesté: ¡Nos aburrimos!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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