Eran las tres de la mañana.
–Recojamos las cosas. Nos vamos–
les dije.
–Esa gente no nos va a dejar
salir– dijo Martha, temblando.
–¡Pues saltamos por el balcón!
Eran las vacaciones de semana santa. Mis vecinas, dos hermanas hijas del segundo matrimonio de su padre, y yo, planeábamos dónde las pasaríamos. Las tres teníamos novios absorbentes y posesivos. Nos iríamos de paseo, sin novios y sin familia.
Carmen Elisa Piedrahita
El medio hermano de ambas, Oscar,
estaba ennoviado con una chica, le decían “La Turca”. La familia de ella tenía
una casa de campo cercana al kilómetro 30 de la carretera al mar. Oscar nos había
dicho que la casa estaba disponible.
A mis 16 años, mis padres no me
hacían muchas preguntas. Estaban muy ocupados resolviendo su relación y sus
problemas existencialistas. Solo bastó con decirles que me iba para una finca
el miércoles y que regresaba el domingo.
Los días anteriores hice un curso
intensivo de cocina: aprendí a hacer arroz y chocolate. Mis compañeras de viaje
aprendieron a hacer huevos fritos. Con todo ese bagaje y muchos enlatados, pan
tajado, jamón, queso, huevos y algunas cosas más, estábamos listas para nuestra
aventura. Empacamos la comida en una caja y llevamos la ropa en los morrales.
Contratamos un taxi. Nos llevó el
miércoles en la tarde y debía recogernos el domingo en la mañana.
La casa era un chalet estilo
suizo, se llegaba por una carretera alterna, sin pavimentar que desembocaba en
otra carretera sin pavimentar y más estrecha. A mitad del camino, a mano derecha, había una
puerta de hierro que daba paso a un sendero por donde cabía un solo carro, y terminaba
en la entrada del chalet. Constaba de una sala, una cocina, un comedor que terminaba
en unas escaleras al segundo piso, donde quedaban tres habitaciones alrededor
de un pequeño hall. Una de las habitaciones tenía un balcón.
Nos acomodamos rápidamente y
salimos a explorar los alrededores. Detrás de la casa había un pequeño bosque que
decidimos recorrer al día siguiente. Caminamos la pequeña carretera, al final pasaban
las chivas, llevaban pasajeros al kilómetro 30, sitio con las características
de un pueblo. Nos tranquilizamos,
podíamos ir en chiva al 30 y abastecernos de lo que hiciera falta. No
teníamos vecinos.
La primera noche nos dimos cuenta
de un reflector en el exterior de la casa, iluminaba el sendero de entrada,
pero el resto era oscuridad absoluta. Mirábamos por las ventanas con cierta
aprehensión. Un hombre se había sentado al pie de la puerta de hierro y parecía
fumar marihuana. Lo vigilamos. Luego se fue.
Nos levantamos temprano, desayunamos
los mejores huevos fritos, el mejor chocolate y el mejor pan tajado del
planeta. Caminamos el pequeño bosque, escuchamos el canto de los pájaros, nos
encontramos una araña gigante, comimos guama y nos llevamos de vuelta tres
palos gruesos, por si acaso.
Por la tarde caminamos la pequeña
carretera hacia arriba. A los 20 minutos de marcha decidimos regresar, jugamos parqués
y veintiuna. En la noche comimos y, después de contar historias de fantasmas
nos acostamos temprano.
De pronto, en mitad de la noche, un
ruido fuerte nos despertó. Alguien golpeaba con violencia la puerta de entrada
a la casa. Me levanté sobresaltada,
escuché los gritos de varios hombres. Gritos y disparos. Salí de la habitación
y me encontré a mis amigas en el hall. Miramos por las ventanas: había dos
carros con el motor encendido. Alcanzamos a ver hombres con botas, chaquetas.
Uno de ellos disparaba. Nos retiramos de las ventanas y nos acurrucamos en mi
habitación sin hacer ruido y sin encender luces. Rezamos.
Pasaron unos minutos. Escuchamos
sonidos de puertas de automóvil que se cerraban. Arrancaron. Luego silencio.
–Se fueron– dije.
Miramos el reloj. Eran las 11 de
la noche. Pasó una hora. Silencio.
– Se fueron del todo– dije.
Decidimos dormir juntas en el
cuarto del balcón. Lo trancamos con una aldaba y además cerramos con llave.
Nos costó mucho tiempo conciliar
el sueño. No sé cuánto tiempo pasó pero alguien que golpeaba con furia en la
puerta de la habitación, nos levantó de un brinco, pero esta vez en la puerta
de nuestra habitación. Miramos por el balcón, allí estaban los mismos dos
carros.
–¡Abran!– gritaban–¡Abran y no
les hacemos nada! Si nos toca tumbar la puerta, no respondemos. Abran, ¡maldita
sea!
Irracionalmente abríamos los
cajones y las puertas del armario, tratando de meternos en ellos. Los gritos
continuaban:
–¡Abran! ¡Abraaan!
Se oían golpes de puños y
patadas.
–Abramos –les dije–de todas
maneras van a entrar.
Frente a la puerta, vimos a dos
hombres sudorosos, de treinta o más años, con chaquetas de cuero, botas. Pálidos,
con mirada de desquiciados.
–No pensábamos encontrarnos tres
florecitas.
Mis amigas reconocieron al
hermano malandro y drogadicto de la Turca.
–Nosotras somos hermanas de Oscar–
dijeron con voz insegura y temblorosa.
–Qué egoísta ese Oscar, que no
había presentado. Abajo tenemos una fiesta. Están invitadas.
Los tipos se quedaron mirándonos
y luego bajaron con lentitud.
Cerramos la puerta y la
aseguramos. Nos quedamos en silencio. Empezó a oler a marihuana. Tenían música
a todo volumen. Se oían carcajadas, gritos de las mujeres. Nos acordamos de los
palos. Los teníamos a mano.
–Voy a bajar– dije.
–¡No! ¡Cómo se te ocurre!
– ¡Tenemos que saber cuántos son!
–¡No bajes por favor!
No hice caso. Bajé, hice como que
iba a la cocina. Me observaron mientras permanecían callados. Eran más o menos diez. Tres mujeres. Había
mucho trago, marihuana y algo que aspiraban. Subí con rapidez.
–Entonces, ¿por el balcón? –dijo
Rosmery.
–No es tan alto. Además no hay
más salida– contesté.
Lanzamos los morrales, saltamos
nosotros y corrimos por el sendero. Luego por la carretera. No veíamos nada, pero
no parábamos de correr. Nos tropezamos, nos levantamos, seguíamos corriendo.
Llegamos, por fin, a la otra
carretera. Nos sentamos en medio de la oscuridad, escondidas en el follaje. No
hablábamos ni nos movíamos. Sentíamos pasos, voces, tal vez era nuestra
imaginación. Permanecimos despiertas, el sol asomó con timidez. Entonces vimos
la chiva, en el 30 pasaba la flota a Cali.
Las tres hicimos un pacto de
silencio.
–¿Qué les pasó?– me preguntaron
mis papás.
Sin mirarlos y mientras entraba a
mi cuarto, les contesté: ¡Nos aburrimos!
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