Carmen Elisa Piedrahita
¡Fuera de mi propiedad, bastardos! ¡La próxima los voy a picar a todos! Gritaba la mujer mientras agitaba en su mano derecha un machete. Se metió a la casa y luego salió con un hacha, con la que empezó a golpear un árbol de mango, exuberante y cargado de fruta. Alguna ya empezaba a podrirse en el piso.
Llamó a gritos a uno de sus peones. ¡Córtelo!
Patrona, es un árbol hermoso, que da sombra y buen fruto. Son sólo unos
niños traviesos, y no olvide que son sus nietos.
¡Esos malditos! ¿Creen que pueden robarme mis mangos? ¡Córtelo!
Ella tenía de qué vivir. No era que necesitara mucho. Los peones se
encargaban de la cosecha, de las vacas, vendían las frutas y la leche al por
mayor. Todo se había vuelto sencillo para ella.
Hacía 15 años que su marido había fallecido. El padre de sus once hijos le
llevaba 25 años.
Después de tanto tiempo todavía se le aparecía en pesadillas con el rostro
y las manos suplicantes para que no lo dejara sólo, cuando ya la muerte lo abrazaba
y lo mordía. El dolor no lo abandonaba, se retorcía y gritaba. Ella lo miraba en
silencio. El último día salió de la casa y caminó sin detenerse hasta no
escuchar sus gritos. Cuando regresó, la mirada fija y abierta le indicó que su
espíritu había viajado a los mismísimos infiernos. Todo había terminado, incluyendo la pesadilla
de su matrimonio.
Recordaba muy poco de su vida antes de los 13 años. Pero los sucesos
fatales de ese día, la sacudían sin piedad: venía de bañarse en el rio, cuando
alguien la agarró por detrás. Ella gritó, el hombre la golpeó, le bajó la ropa
interior, se le echó encima, le abrió las piernas ayudándose con la rodilla. Dolor.
Un dolor intenso y punzante. Sentía como si le desgarrara las entrañas. Oscuridad.
Sintió el golpe de las gotas de agua sobre la frente. Abrió los ojos. Allí
seguía él.
Párese que vamos pa’ su casa.
Anochecía cuándo llegaron. Él llamó a la puerta con tres golpes. Abrió el
padre de ella. El hombre la tomó de la mano y se dirigió al padre: esta muchacha
estuvo conmigo, ya está echada a perder. Le doy dos gallinas y un chivo por
ella.
El padre aceptó. De nada valieron el llanto y las súplicas de la madre. Era una boca menos para alimentar y el
ofrecimiento pareció generoso. Ese día, su familia desapareció de sus
recuerdos.
El camino fue largo, o eso le pareció. Sangraba,
y pensaba que perdería hasta la última gota antes de llegar a su destino. Tenía
más sueño que ardor, se sentía débil. Cerró los ojos. Se imaginó que eso era
morirse. Dormir y no despertar. Pero no se murió.
Su vida se convirtió en una rutina de tortura, de dolor sin tregua. De un
solo golpe, había borrado de su
memoria las épocas en que se sintió amada y había amado. Por decisión se había convencido de que siempre
fue huérfana.
Él se dio cuenta, antes que ella, de que estaba embarazada por primera vez.
-Alístese. Nos vamos pal`` pueblo a casarnos.- le dijo.
Ahora le debes respeto y obediencia a tu esposo hasta que la muerte los
separe, había dicho el sacerdote mientras blandía su dedo índice delante de un enorme
crucifijo, que anticipaba la condena que serían para ella los días venideros.
Él le olía a basura putrefacta. Ella vomitaba cuando él se le acercaba, pero
las golpizas terminaron por pararle el vómito. Se acostumbró a verse con el
vientre hinchado. Aprendió a parir sin ayuda. Hasta que, un día cualquiera, el
dolor desapareció. Se silenciaron los gritos cada vez que paría. Ya no luchaba
contra él, abría las piernas y esperaba a que acabara.
Los hijos del odio lo amaban. Y ella no se los perdonaba.
Tiempo después, con la ayuda de dos hermanos, él construyo una casa más
grande, compró gallinas, dos vacas,
sembró árboles frutales y, poco a poco, fue haciéndose propietario de más
tierra y más animales. Creía que, entre más hijos, mejor mano de obra. Desde
niños les enseñó a trabajar la tierra. No los maltrataba. Ella sí.
Fueron seis hombres y cinco mujeres que nunca dejaron de sentir que eran
una carga para su madre. Todos abandonaron el hogar antes de los diecisiete
años. Las mujeres se casaron con el primero que se los propuso, se llenaron de
hijos que ella nunca se interesó en conocer. Los hombres se casaron y se
separaron. Cada vez eran más jóvenes las madres de sus hijos.
Un día de lluvia, el hijo menor se presentó a su casa acompañado de una
niña de 4 años. La madre de su hija, llevaba un día desaparecida. Necesitaba
buscarla. Pensaba ir a un pueblo, que
estaba a dos días de camino, porque allá vivía un tío de ella. Pero antes
recorrería las veredas, las cañadas, el río y todos los alrededores del lugar.
Le rogó que se quedara con la niña unos días.
Ella aceptó, mientras solo fueran unos días.
Guardó las dos mudas de la niña y la mandó a dormir sin preguntarle si
tenía hambre.
¡Si se vuelve a orinar en la cama, se va a dormir con los perros!
La niña la miraba pasmada.
Era una niña lánguida, de piel clara, de mirada triste con apariencia
enfermiza. Permanecía silenciosa, sentada en los rincones de la cocina. No se
acostaba, para no correr el riesgo de orinarse en la cama. Procuraba mantenerse
de pie, concentrándose en algún objeto alcanzado por la luz de la luna, para mantener abiertos los ojos, pero la
mayoría de las veces el sueño la vencía sentada en el suelo de algún rincón de
la habitación. Y allí amanecía.
Una noche de lluvia, antes de irse a la cama, fue a la cocina por un tinto.
La vio dormida en el piso. Se detuvo y se quedó mirándola. Luego continuó su
camino hasta la cocina, pero antes de llegar, se devolvió, levantó a la niña y
la puso en la cama. Hacía frío, pero no buscó una manta más gruesa para
cubrirla.
La siguiente noche, la lluvia persistió con más fuerza. Los rayos y truenos
rasgaban el silencio. Ella trataba de dormir, pero no podía.
Cerraba los ojos con fuerza, como si eso apaciguara el ruido. De pronto, mientras
aún estaba despierta, sintió una manito helada sobre su mejilla, y un susurro
débil: tengo miedo. Miedo de qué. Y se incorporó con impaciencia. La niña no
contestó. Estaba temblando. Ella la tomó de la mano, la metió en la cama y la
apretó contra su pecho sin decirle nada.
No podía dormir. De pronto aparecieron algunos recuerdos que creía
enterrados. Tenía cuatro años cuando su papá murió ahogado mientras pescaba.
Una creciente se lo llevó, y lo encontraron tres días después. Acompañó a su
madre a reconocer el cadáver. Durante dos años
fueron solo ella y su madre, hasta que consiguió otro compañero y tuvo cinco
hijos más.
Ella le había ayudado en el parto de los más pequeños. A todos los cuidó
como si fueran sus hijos. Aprendió a cocinar, aprendió a limpiar, aprendió a
callar. De un momento a otro tuvo que ceder a su mamá. Ella solo tenía tiempo
para sus hermanitos y para ese hombre que la miraba con desprecio y que nunca
dejó de recordarle que no era hija suya.
No supo cuando se quedó dormida.
Solo supo que, al día siguiente y al siguiente, sentía el pecho tibio, respiraba mejor. Sonreía sin
motivo. Era extraño. Abuela, ¿y si mi mamá no vuelve? Va a volver, vas a ver. ¿Y
si no vuelve? Pues yo te voy a cuidar y
te voy a defender con este machete. Abuela, tienes sangre en las manos, ¿te
duele? Le dolía, por supuesto, pero era un dolor que no quería frenar, que no
importaba. Entonces siguió arañando la tierra. Abuela, ¿qué vamos a hacer aquí?
Vamos a sembrar un árbol de mango, mi niña.
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