Adriana Yepes
Rápido, rápido nos vamos para Calima. ¿ Empacaron los juguetes, las almohadas y las cobijas de huellas? preguntó Libertad. Si mamá, todo, todo. Carlos, estamos listas, podemos salir.
El fin de semana fue plácido, el
día despejado, las niñas jugaban en la piscina, se acercaban a comer, el
recorrido por el lago, la montada a caballo, en las noches el frio les permitía jugar al “arrunchis”,
hasta que se quedaban dormidas. La mayor
parte del tiempo Carlos observaba las niñas, su mirada lejana parecía de
despedida con la familia, se quejaba del dolor de espalda, cada vez más fuerte y prolongado, las excusas
eran frecuentes para explicar su ausencia y el cansancio permanente.
La semana volvía a empezar y con ella el corre-corre de siempre. Carlos a su trabajo, las niñas al colegio, las tareas, las loncheras, mientras Libertad se ocupaba de la casa, la ropa y los alimentos de todos, hasta del dolor de Carlos, en las noches le colocaba paños tibios, le hacía “sobos” con la esperanza de que algún día el dolor abandonara la espalda de su marido y Libertad lo volviera a ver como era.
Un día cualquiera no se pudo
parar de la cama, el dolor era muy fuerte y su cuerpo ya no tenía la fuerza
para hacerlo. Libertad lo vio llorar lo abrazó
con ternura asegurándole que todo
estaría bien. Carlos accedió ir al médico quien de inmediato ordenó su
hospitalización. Se iniciaron exámenes, juntas
médicas, las dudas no se resolvían. Carlos empeoraba y al final de todo el dolor, el miedo y la incertidumbre, el diagnóstico se aclaró aunque no hubo buenas noticias: esclerosis
lateral amiotrófica ( ELA). No podría volver a mover sus cuatro extremidades ni
volvería a caminar, el lenguaje se haría cada vez más imperceptible, confiaban que su respiración no se comprometiera. La
enfermedad llegaría al punto que le diera la gana y se detendría dejándolo
postrado. Carlos preguntó: ¿como haré saber a mis hijas que las amo, no podré
volver a trabajar, moriré pronto? Después de un largo silencio y unos días
eternos no fue necesaria la respuesta de nadie, la familia fue sacando sus
propias conclusiones, se adaptaban a la
nueva condición, la vida les cambió, todo giraba alrededor de la gran
vencedora: la enfermedad. Se acondicionó una habitación para Carlos, cama
especial, equipos para su rehabilitación. Libertad lo bañaba, suplía sus
necesidades elementales, le proporcionaba una vida más confortable, veían el
noticiero, le leía el periódico, hacía todas las diligencias requeridas para la
atención médica en casa.
Las niñas fueron creciendo se hicieron adultas.
El tiempo pasaba y pasaba pero la vida no cambiaba. Carlos cada vez más
silencioso como si la vida que cargaba no le mereciera ningún comentario. Libertad
se conservaba hermosa y tonificada por el ejercicio, además de su labor extenuante, abnegada y amorosa, más
allá de su fantasía y su deseo sublimado e insatisfecho, le faltaban las caricias
y espacios apasionados, perdidos en su
memoria, ausentes hacía muchos años.
Un día conoció un mulato acuerpado, seductor, de mirada
inquieta, sonrisa abrazadora y cabello
revuelto, mayor que ella. Los encuentros fueron cada vez más frecuentes y esperanzadores,
hablaban y hablaban de la vida que cada
uno había construido, la respetaban y preservaban, las carcajadas salían sin freno,
la piel se hizo protagonista, vivieron el amor escurridizo, oculto, generoso y
tardío, sin exigencias ni culpas, conscientes que tenían vidas paralelas y
leales a la historia sin preguntas ni
exigencias, no les quedó faltando nada.
-¿Mamá qué hacías acompañada de
un señor moreno en tu carro? Se
hicieron necesarias las explicaciones.
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