Fernando Bermúdez
Alberto y Juan estaban felices. Hacia ocho
meses habían iniciado su proyecto de vida. Alberto ejercía desde hace once
meses como enfermero de planta en el hospital clínico San Carlos de Madrid, y
le renovaron contrato por tres años en una categoría superior, con un mejor
salario. Juan después de terminar su curso de auxiliar de vuelo había sido
convocado para las evaluaciones preliminares en EasyJet, una aerolínea de bajo
costo.
Localizaron un piso en cercanías de Príncipe
Pío, del que se enamoraron por lo acogedor, por su vista al Palacio
Real, a la colina del templo de Debod, por tener el metro y un supermercado a cuadra
y media. Fue tanto el entusiasmo por el sitio y su entorno, que se propusieron
ahorrar para adquirirlo.
La crisis económica del país los empezó a
afectar. La aerolínea postergó indefinidamente la vinculación de nuevo
personal, y Alberto debió asumir los costos de manutención, pues Juan era poco
lo que podía aportar. Juan sufría por la situación y le dolía ver a su gran
amor estresado y silente, además de notarlo fatigado y bajo de peso. Alberto
jamás hizo reproche alguno, pero cada vez los silencios eran más largos, quizás
por temor a herir en su susceptibilidad al ser que más quería en el mundo,
justificando su actitud por sobrecarga laboral.
Un fin
de semana Alberto sorprendió a Juan: quiero que nos separemos, que oxigenemos
nuestra relación, que por un tiempo recuperemos nuestro propio espacio, por lo
que he tomado un apartamento cerca al hospital. Juan, sorprendido y consciente
que la falta de un trabajo estable era la causa principal de los conflictos,
sólo atinó a decir:
- No comparto tu decisión, pero la entiendo,
solo te pido que la recapacites, tengo la promesa de ser enganchado muy pronto,
y además estoy explorando otras opciones, créeme que lo peor ya pasó.
– No Juan, el económico no es nuestro único
problema–replico Alberto.
– ¿A qué te refieres?–preguntó Juan
- Ya lo entenderás.
La partida de Alberto causó gran tribulación en
el estado de ánimo de Juan. Al despedirse, Alberto le solicitó que por el bien
de la relación no se llamaran, ni visitaran, promesa que Juan incumplió. Intentó
contactarlo vía celular pero sus mensajes nunca fueron respondidos.
Desesperado, con amigos comunes consiguió su dirección, y las respuestas fueron:
no está, o, no tiene autorización de pasar. La intriga, los celos y la
desesperanza lo consumían. Alivió un poco la situación el llamado de la aerolínea
para comenzar entrenamiento a la brevedad.
Juan fue asignado a la sede de Barcelona. El
intenso proceso inductivo duró tres meses antes de ser programado en ruta. El
trabajo lo absorbió, pero ni un solo día dejó de pensar en su Alberto. Anhelaba
compartirle las buenas nuevas, decirle que ya podían caminar juntos de nuevo,
pero la única posibilidad de comunicación siempre fué ignorada.
En enero, a Juan y su tripulación les correspondió
la ruta Barcelona, Paris, Niza, con regreso Niza, Barcelona. En Niza el estado del tiempo se deterioró, y
por seguridad fueron suspendidos todos los vuelos hasta nueva orden.
En la noche el capitán, que gustaba de los juegos
de azar, invitó a su tripulación al gran casino de Montecarlo en el que ya había
estado. A Juan, que no conocía Mónaco, le impactó la majestuosidad del edificio,
sus dos torres frontales y su hermoso reloj central. El estilo arquitectónico
daba la impresión de estar frente a un gran teatro, como en efecto lo es, pues
el complejo además de los salones de juego, consta del gran teatro de
Montecarlo, la ópera, y la sede de los ballets de Montecarlo. El capitán les
hizo un tour por los restaurantes, el área cultural y los distintos salones de
juego. Finalmente los invitó a divertirse un rato, apostando un poco y
disfrutando de los deliciosos pasa bocas y licores por cortesía del casino.
Juan en Madrid ocasionalmente había ido al Casino
Gran Vía, pero de las máquinas no había pasado. Por norma jugaba lo que le durarán
20 euros. Quería jugar a las máquinas, pero el capitán lo motivó a jugar blackjack,
alistó sus 20 euros y aceptó. Se ubicaron en una mesa con cuatro jugadores más y
empezó con recato apostando dos euros. En la primera mano plantó en 17 haciendo
volar al crupier, de a poco se fue animando en las apuestas, y con la ayuda de
unos vodkas y una seguidilla de blackjacks, en una hora ya ganaba 500 euros, y
cada case era de entre 50 y 100 euros dependiendo del juego que le entrara. Era
su día de suerte, jugando por 200 euros hizo tres blackjacks casi seguidos,
luego doblaba o abría las apuestas sin muchas prevenciones a 500, 1000 euros
ganando siempre. Era el show de la noche, en dos horas y media de juego juan ya
acumulaba 80.000 euros. El casino ordenó el cambio de crupier, y entonces sorpresivamente
juan decidió pasarse a jugar ruleta. El capitán y sus eufóricos compañeros,
felices por lo que le estaba sucediendo, le pedian que parara. “Tranquilos, lo que tengo es ganancia”, y con
la misma osadía continuó apostando fuerte en transversal, caballo y pleno y en una
hora más acumulaba 120.000 euros. A las dos de la mañana les anunció que haría
su última apuesta de 25.000 euros a pleno en el número 27. Esa intrepidéz lo
convirtió en el único ganador en esta modalidad por ese monto en el casino, y
le representó 875.000 euros adicionales a su cuenta.
Esa madrugada no concilió el sueño. Quería
gritar de la emoción, recordó el piso de Madrid que les encantó, especialmente
a Alberto, y que soñaron algún día comprar. Pensó en llamarlo para compartirle
tanta felicidad y al mirar el celular encontró una llamada perdida de Alberto a
las nueve de la noche, motivo adicional de alegria. Intentó devolver la llamada
aunque eran las 3:35 am. Decidió esperar unas horas para darle las buenas nuevas
y decirle que se acabaron los problemas, que a partir de ahora estarían juntos
y felices por siempre; sin embargo resolvió no hacerlo por la hora. Decidió compartirle
tan buenas noticias personalmente. Esa misma noche volaron de regreso a Madrid.
Por ser domingo Juan no madrugó, a las diez de
la mañana llegó al condominio. Estaba extremadamente nervioso, hacia alrededor
de seis meses no se veían, y temía un nuevo rechazo, pero contrario a las
anteriores ocasiones, el portero muy cortésmente lo dejó pasar y le entregó un
sobre dirigido a él. El señor Alberto dejó dicho, que cuando usted viniera le
entregara este sobre, las llaves y lo dejara seguir.
Un día después, por la llamada de un residente,
el rondero encontró a Juan colgado de una viga de la sala en el apartamento. En
el piso una arrugada carta: “Mí adorado Juan,…nuestro amor, nuestros sueños,
nunca dejaron de serlo ni un segundo en mi vida. Con dolor en el alma decidí
que debíamos separarnos, que por tu bien debía de librar solo la batalla por mi
vida, con la esperanza de reencontrarnos muy pronto. Ya no me quedan fuerzas,
anoche quería escuchar tu voz por última vez. Te amaré por siempre. Alberto”
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