Adriana Yepes
En ese instante, Javier recordó lo bien que le iba cuando trabajaba en el casino
en la mesa de Black Jack. Sabía con precisión las reglas y de manera oculta,
las trampas. Confiaba en lo aprendido, esperaba estar del otro lado para
alcanzar a ganar la cifra que necesitaba, sabía que era cuestión de un par de
horas para lograrlo, era poco y mucho a
la vez. Disponía de 24 horas para entregar el dinero, le habían definido con precisión los límites, conocía las reglas del juego y sabía que las cumplirían: “o lo traés, o no volvés a ver a
Rosita, vos sabés “. Una y otra vez esta frase le daba giros en su cabeza como
si en cada vuelta pudiera encontrar una solución a su preocupación.
Se vistió con su pinta de intelectual acomodado, corbatín y
sombrero negro de fieltro, pantalón satinado y zapatos charolados, cabello
engominado, su olor a limpio y pesadumbre se percibía con facilidad. De un
portazo ya estaba en dirección al casino.
Le gustaba el ambiente, sabía que entre copa y copa, sumado
al denso olor humeante se consiguen
olvidar las penas aunque se gane
o pierda. El va con todo, es su única
oportunidad. Ubica la mejor mesa, la más estratégica, aquella que supone
comparte la buena suerte. Golpea fuerte
las fichas y da inicio al juego. Pierde un par de veces, mientras entra en calor y ubica el estilo de los
jugadores, en especial el de un hombre enigmático que lo observa sin parar por
encima de las gafas. Lo saluda y hace la venia para que continúe en el juego, sabe
que no es casual que ambos estén allí. Siente
una gota de sudor frio bajando desde su
frente. Todo va y viene, debe centrar una vez
más su atención .Ganando confianza,
apuesta un poco más, gana un par de veces.
El hombre lo observa, una y otra vez. Se decide, apuesta con todo lo que
tiene .Toma un sorbo de licor levantando el vaso en señal de brindis con la
mirada dirigida al hombre enigmático, y es allí entonces que el repartidor luce sorprendido al entender
que el, ha ganado un millón.
Sin más preámbulos, cobra el dinero y parte sin dar
explicación alguna, sabe que después de ganar no es bueno salar la suerte
jugando sin parar. Se desvía de su destino y entrega lo que debe, “todo bien”.
Camino a casa, en la madrugada la brisa lo
despeina un poco, notando que olvidó su sombrero en el casino; sin
detenerse y sentado en el sofá de siempre,
enciende un cigarrillo, con la mirada perdida y la mente confusa; sabe que habrá muchos otros plazos en
circunstancias similares, como una ruleta que solo se detiene para ganar o
perder. Ya no más, piensa en Rosita. Cuánto la ama, como en una película
sin editar pudo recordar la primera vez
que la sostuvo en sus brazos, sus manos pequeñas y blancas, eran tan jóvenes,
fue el primer momento de ambos, los invadía el miedo, la curiosidad y el deseo
eran una sinfonía multicolor que no les permitía pensar, solo vivir una
experiencia mágica. Estuvieron tantas veces juntos, innumerables sueños pronunciados,
planeaban hijos y querían recorrer el mundo, habían construido toda una leyenda.
Poco lograron vivir de semejante historia que jamás editaron. Se veía a sí
mismo tan perdido de su propio ser a los 30 años sin un propósito claro, y
llevando de la mano a su Rosita tan solo con 24 años y una vida por delante, que
pudo ver con claridad el sin sentido.
Envuelto en una
profunda nostalgia escribe su último mensaje “para Rosita
del alma, con mi tormentoso amor, pero amor al fin y al cabo “.
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