Clemencia Inés Gómez
Cruzamos el
infinito a cada paso, nos encontramos con la eternidad en cada segundo.
Rabindranath Tagore
José,
el padre, un hombre rudo y poco expresivo, se encerraba en la habitación para
disfrutar a solas de dulces y galletas, a pesar de las prohibiciones médicas
por su avanzada diabetes. Trabajaba manejando un furgón, repartiendo productos
de consumo masivo en las tiendas de la ciudad. En algunas ocasiones, cuando
terminaba la jornada laboral y se encontraba de buen genio, premiaba al pequeño
Robinson subiéndolo al vehículo y dándole una vuelta cercana a la casa,
amarrado al cinturón de seguridad.
La noche del 13 de mayo, un fuerte aguacero
con borrasca sobresaltó al niño. Blanca le leyó, como de costumbre, un cuento
sobre los animales y el bosque, lo que le permitió recuperar la calma y
conciliar el sueño. El niño se despertó sobresaltado a las 3 de la mañana y
corrió hacia el cuarto de sus padres llorando, sólo atinaba a repetir: “Ande,
ande, muy ande…”. Blanca y José trataron de interpretar lo que había soñado su
hijo, era la primera vez que algo interrumpía su plácida manera de dormir.
Pasado un mes del terrible sueño, Blanca
preparó de cena una tortilla española, quiso que Robinson visualizara el mundo
como el gran globo, trajo del canasto la papa más grande y se la entregó
pidiéndole que la moviera, le habló de su desplazamiento, luego partió una papa
cocida por la mitad, al tocarla con el dedo índice, sintió su calor por dentro.
El niño se quedó pensativo y exclamó: “Ande ma, ande ma…”, entonces Blanca
recordó lo que había dicho aquel 13 de mayo, cuando despertó sobresaltado.
Finalizando agosto Blanca buscó en libros y
periódicos recetas diferentes para sorprender a Robinson en su cumpleaños, el
15 de septiembre. Salió de la cocina y observó por la ventana del cuarto que el
niño, parado en la cama, lanzó con fuerza a su amigo Choncho, el oso de
peluche: “Choncho, o soy ferte, tú no eres ferte Choncho”, y tras repetir:
“Choncho, o soy ferte, tú no eres ferte”, saltó de la cama encima de él.
Blanca, sorprendida, interrumpió su juego y lo regañó por haberle descosido la
cabeza. A la hora del almuerzo, Robinson saboreó su sopa de verduras con papa y
una vez vio su plato vacío, apuntó con su dedo índice al de Blanca: “Ma, tú
tenes pitas, yo no teno pitas, yo no teno pitas”. Ella le compartió las papas que
le quedaban del almuerzo.
El lunes 1º de septiembre amaneció oscuro.
Robinson, que usualmente se levantaba a las 7, continuaba durmiendo cuando
Blanca escuchó un golpe fuerte contra la ventana del cuarto, entró y observó
que ni siquiera el ruido pareció despertarlo, se asomó por la ventana y vio un
pájaro que despegaba vuelo de un árbol frondoso del patio. Regresó tranquila a
la cocina.
Concentrada en las actividades del día se
encontraba Blanca, buscando recetas e ingredientes cercanos a su bolsillo para
complacer al pequeño Robinson cuando sintió al niño en el pasillo, que ya se
había levantado. Había amanecido dispuesta a complacerlo primero con un buen
desayuno, como a él le gustaba, chocolate espumoso, arepa y queso. El almanaque
de la cocina marcaba 10 de septiembre, Robinson sonriente alzó su mano
izquierda: “Cinco ma, cinco”.
El timbre en la puerta los interrumpe, es
Magnolia, una vecina que trae de regalo unos envueltos recién hechos. Robinson
se queda en la cocina, mientras Blanca abre la puerta. Aprovechando la ausencia
materna, él corre una silla pequeña hasta el almanaque, cuando ellas entran a
la cocina, el niño se encuentra arrancando algunas hojas. Magnolia observa la
cara de la madre, entre risueña y molesta, Blanca sólo atina a regañarlo, bajándolo
de la silla. En el suelo el niño repite: “Cinco, cinco, cinco”, y sale molesto
hacia su cuarto.
Un fuerte pito cercano a la vivienda,
similar al de la volqueta de su padre, atrae la curiosidad del niño y lo saca
de su habitación, aprovechando la visita de Magnolia. Lleva en sus brazos a
Choncho. La puerta principal ha quedado ligeramente abierta. “¡Empújala,
Choncho!”. En ese momento, un furgón retrocede buscando espacio para cuadrar en
la tienda de la esquina. Robinson agarra de su mano izquierda al oso, quien se
salva de ser aplastado, en tanto que el cuerpo del niño queda atrapado bajo las
llantas traseras del vehículo. Los gritos desesperados de los vecinos llaman la
atención del conductor. Blanca los escucha y sale corriendo, encuentra a su hijo
moribundo, tendido en el pavimento, bañado en un charco de sangre, en tanto que
el oso permanece impávido rozando la mano izquierda del niño. Las fuertes
súplicas de Blanca se escuchan en toda la cuadra: “¡No te vayas mi niño, no te
vayas! ¿Por qué Dios mío, por qué?”. La mitad de su cuerpo ha quedado
completamente aplastada sobre el andén. Llora desconsolada al tocar sus manos:
Robinson ha dejado de respirar.
La angustia se apodera de Blanca cada noche.
Tres meses después de su muerte, sueña que el pequeño Robinson le repite de
manera incesante: “¿Ma, tú tenes pitas? Yo no teno pitas”. Sobresaltada se
levanta a servirle un plato con papas. Al encender la luz de la cocina, una
mariposa blanca sale por la ventana.
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