Amparo Quintero D
No
se explicaban por qué Ariadna se
mantenía refugiada durante largas horas de la noche en el estrecho cuarto que
alternaba el uso de comedor y estudio. Se negaba a salir después de terminar
sus tareas escolares. Esperaba encontrarse sola para leer en voz alta los
cuentos de las Mil y una noches hasta
que enronquecía y cansada de luchar contra el sueño se dormía. Solo así podían
llevarla a la cama.
La situación
empezó seis meses antes, recordaba la tía. Podía reproducir en su mente los
gritos “tía lléveme, tía lléveme, tía lléveme” que la siguieron varias cuadras,
una noche de sábado. No la llevaron a ver Parry
Mason en el televisor de su cuñado que vivía en el barrio vecino porque esa
noche llovió y la niña sufría de bronquitis. Cuando regresaron, a media noche,
la encontraron en el comedor, sudando y con los ojos enrojecidos, apenas
visible por la luz amarillenta del bombillo, leyendo a gritos con voz ronca, un
cuento de Las mil y una noches; se
negó a salir, como si al dejar de leer se cumpliera en ella la amenaza del Sultán Shahriar.
La
prima contaba. Sí, había cambiado. Ya no jugaban como antes y tampoco
conversaban o cantaban. Cansada de la situación una noche le escondió el libro
pero Ariadna se transformó. Ansiosa,
conteniendo el llanto, buscaba en la
estantería, el rostro de le ponía cada vez más rojo resaltando las pecas y se
confundía con el rojo del cabello; los ojos parecían fuego que alumbraban más
por la luz mortecina de la habitación. Desde ese día, se aferraba al libro al
dormir y si se lo trataban de quitar despertaba gritando.
Los
primos no prestaban mayor atención a la pataleta de Ariadna, según ellos. Entre
estudios universitarios, jazz, y
lectura, sus vidas transcurrían en otro mundo Se habían acostumbrado a
verla en un extremo de la mesa, leyendo, pero lo hacía mentalmente cuando ellos
estaban. En las noches cuando llegaban los amigos a estudiar, la niña se dormía
temprano. Sólo insinuaban, con risa burlona, que el problema era la casa,
debían cambiarse, un verdadero búnker, decía el uno, y los cuadros religiosos,
agregaba el otro riendo, la presencia del infierno en ellos ya los condenaba.
La casa,
de altas y gruesas paredes de bahareque, espacios estrechos, piso de cemento, poca
luz y fría, era sombría. La humedad despedía ese olor de las cosas viejas que
propicia la tristeza. La decoración no ayudaba. Cuando las exigencias de la
supervivencia apremian, la estética pasa a segundo orden y de esto se lamentaba
la tía pues en su hogar paterno había gozado del esplendor, comodidad y belleza
que trae el dinero con los encantos de
una buena educación. Para lograrlo de nuevo, repetía, había que estudiar y toda
la familia tenía ese objetivo.
Sin
ventanas hacia la calle, la pesada puerta verde de dos naves resaltaba en la
fachada. Se entraba directamente a la sala donde el Sagrado Corazón en llamas daba la
bienvenida. Era el sitio de encuentro obligado, hacia las seis de la tarde,
para rezar el rosario. Los pesados y grandes sillones forrados de plástico que
imitaba el cuero recibían a la familia en una disposición consensuada. Mientras
los primos se repantigaban entrecerrando los ojos, las niñas se sentaban cada
una al lado de la tía quien con suaves pellizcos las obligaba a comportarse
cuando la risa atacaba.
En
el ala izquierda se sucedían tres cuartos comunicados entre sí. Cada uno tenía
el espacio mínimo para las camas y un armario. Era inevitable mirar el gran
cuadro de las Ánimas del Purgatorio
envueltas en llamas clamando salvación, en la habitación de los padres; en el
dormitorio de los primos se exponía el de los Caminos del bien y del mal, que les recordaba qué les pasaría si
elegían uno de los dos; a continuación el cuarto de las chicas con cuadro del Ángel de la Guarda rescatando a unos
niños de las garras del diablo era garantía de seguridad y salvación.
A su
vez, cada cuarto tenía salida a un largo y estrecho corredor que colindaba con
una gran pared donde se exhibía el cuadro de La inmaculada pisando la serpiente. Siguiendo por el corredor se
llegaba al comedor que también era utilizado como estudio, con una mesa de
madera de seis puestos que ocupaba el espacio dejando el borde de las paredes
para las estanterías de los libros. La hora de las comidas era apacible por la
grata presencia del cuadro de la Última
Cena.
Los cuartos
de la ducha y del sanitario se encontraban
en el último rincón del gran patio, único lugar por donde entraba el sol pero
en la noche era lúgubre. El patio se había convertido también en el lugar
preferido de Ariadna en el día.
Muchas veces la encontró la tía, arrodillada, con los ojos cerrados y los
brazos extendidos hacia el cielo y otras escarbando en las cajas con los
enseres y reliquias familiares que no se exhibían por falta de espacio
¿Y
qué decía Jacinta? Al fin y al cabo, con ella quedaba la niña cuando no la
llevaban los mayores. ¿Y qué podía decir ella? Respondía, mirando fijo con su ojo
tuerto: ya todos sabían que ella no se metía con esa niña y ahora se los
repetía, por eso no le hacía el desayuno a las cinco de la mañana, no le lavaba
la ropa y menos ahora que se estaba orinando en la cama, todo por el capricho
de no salir al baño, dizque por la oscuridad; desde que llegó a vivir con
ellos, supo que tenía el diablo adentro, tan roja que era, como una diablita, con
esos ojos que parecían candela y la mirada fija y penetrante, que leía en voz
alta con voz de ultratumba y hacía movimientos raros como haciendo cochinadas,
y además, como loca pasaba por el corredor tapándose los ojos para no ver la
serpiente de la virgencita, ya quería ella que viera de verdad las serpientes
de los manglares en su costa Pacífica,
esas sí daban miedo pero que no le preguntaran nada, concluía, que ella, tan
pronto se iban los mayores, se acostaba en su camastro en la cocina, se dormía
y no se daba cuenta de nada.
¿Y
qué pasó con el informe de Psicología del colegio? El Psicólogo dice estar
admirado por la madurez de una niña tan pequeña, con solo nueve años ha leído
mucho; siempre iza bandera y ocupa el cuadro de honor. Es reposada,
disciplinada, aseada, conversa con sus amigas, no se aísla. Es normal su
comportamiento.
¿Y
qué dice Ariadna? Ella no dice nada,
cabizbaja se desplaza al comedor y se aferra al libro, temiendo que se lo
arrebaten. Así, día tras día durante estos seis meses.
¿Un
sacerdote? ¡Ah, ya vino un sacerdote! Si. Ariadna
le leyó los cuentos, lo tuvo encantado hasta que se durmió, rendida. La
esperanza de él era que ella dejara de leer al llegar al final pero cuando le
preguntó a la niña cuántos cuentos le faltaban para terminar ella le respondió
que ya había terminado de adelante para atrás y ahora había empezado de atrás para
adelante, que le gustaba leer varias veces Aladino
y la lámpara maravillosa pero que no siempre leía, que también brillaba la
lámpara. El sacerdote resignado le dio la bendición, salió del comedor agobiado
mostrando un ánfora de cobre muy brillante que le entregó la niña diciéndole:
es la lámpara de Aladino Padre, por
favor, llévela, dígale a Dios que seguro
no ha encontrado al genio porque está escondido pero que siga frotando de
seguro a Él sí le responde y mi mamá regresa.
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