Conocí
a Milena en 1975 en la universidad de San Buenaventura, fui su profesor de
cálculo. Esperaba la llegada del miércoles, nueve de la mañana, para verla
y retomar nuestro silencioso diálogo de miradas. Sus profundos ojos almendrados
me seguían atentos y yo luchaba por concentrarme. Antes de terminar el primer
semestre ya nos habíamos besado.
La contagiosa
alegría de Milena tenía el poder de hacerme regresar a tierra cuando me
desconectaba en elucubraciones matemáticas. En su compañía el tiempo volaba, si
paseábamos o íbamos al cine o a un concierto o simplemente si nos tirábamos
sobre el pasto a ver viajar las nubes. El veinticuatro de agosto de aquel año, nos
encontrábamos en el paradero de San Bosco esperando el bus, llovía, ella estaba
de buen ánimo y como siempre ignoraba mi mal humor y sin planearlo me preguntó:
“¿Crees que sería divertido si nos casamos?” Y yo le grité que sí. Nunca podría
separarme de ella, tenía un encanto que me enloquecía. Sin ella estaba seguro
de que me lanzaría al vacío. Han pasado cuarenta y tres años. Nada puede borrar lo que uno ha vivido,
incluso si se nos olvida. Ahí sigue, es lo que uno es. Es curioso eso de estar
locamente enamorados. Me oigo contarlo y lo siento tan superficial comparado
con lo que teníamos hasta hace poco.
Hace
veinte años, cuando dejé la universidad, decidimos vivir cercana a los
Farallones de Cali, buscábamos un remanso de paz, creo que fue la mejor
elección. Teníamos todo el tiempo para nosotros, largas caminatas, lecturas
hasta el amanecer y las recetas culinarias que a diario inventábamos.
Hoy,
haciendo recuento de los sucesos, recuerdo que en octubre de 2012 empecé a
sentir la rara impresión de que nuestra felicidad se escurría. Milena con
frecuencia se paseaba pensativa por la casa, nada la motivaba, hablaba para
ella en voz baja, yo solo alcanzaba a escuchar el susurro de una letanía. Cierto
día, cuando caminábamos por el sendero que bordea el río, Milena se detuvo frente
a un grupo de flores, se arrodilló en la tierra y separando las ramas con
cuidado, sorprendida me dijo: “A veces olvido cual es el nombre de estas bellas
flores, pero miro de nuevo, su color me hace parpadear y recuerdo que son
lirios. Creo que si las acerco a mi mejilla sentiré su calor ¿lo sientes? o
¿será mi imaginación?”
Una
noche de domingo mientras le leía en voz alta me interrumpió para decirme: “Rogelio,
ando la mayor parte del tiempo buscando algo que tenía que hacer, pero no
recuerdo qué es. Me la paso preguntándome ¿Qué era tan importante? Cuando se me
va la idea me siento perdida. Me temo
que estoy entrando en esa etapa...” Ya
habíamos conversado sobre qué hacer si …si nos visitara el velo de la bruma. Con
frecuencia nos repetimos una y otra vez para convencernos “No será de manera
permanente. Estaremos en una especie de tratamiento, una cura de descanso. Aún estamos aquí, nos tenemos el uno al otro”.
Milena, siempre me preguntaba: “Dime, Rogelio ¿qué podría pasar si lo olvido
todo?” Yo le contestaba: “Querida, siempre seguirás siendo mía”.
Finalmente,
el año pasado, una mañana después del desayuno, Milena me pregunto: “¿Qué es
esto, Rogelio?” De nuevo le explique que
se trataba de los documentos que debía firmar si decidía ir a Los Almendros.. ¿Es
esto lo que quieres? le dije. Ella me
contestó “Es exactamente lo que deseo. Los firmaré. Llévalos”. Tragué mis
lágrimas, no me dejarían visitarla por treinta días, ella los necesitaría para
adaptarse al lugar. Rodeó mi rostro con sus manos y me contestó como si
recitara un texto aprendido “Treinta días no es nada, después de cuarenta y tres
años”. No me gustaba ese lugar donde la dejaría. Estaba seguro de que jamás encontraríamos
el apropiado. A lo único que podíamos aspirar en esos momentos era a un poco de
serenidad. Ella se puso el vestido que usó en nuestra cena de navidad en casa
de los Velásquez y unas gotas de Chanel No.5, mi perfume preferido. Con sonrisa
coqueta me replicó “Supongo que estaré bien vestida todo el tiempo. Será como
si estuviera asistiendo a un importante congreso. ¿Cómo me veo?” Le contesté: Franca y titubeante. Amorosa y fuerte.
Siempre me ha encantado tu aire enigmático”.
Camino
a la casa de retiro Los Almendros estuvo muy callada. Le pregunté si se sentía
bien. Me dijo: “Solo hago una oración de agradecimiento por los recuerdos. No
estoy ida del todo, hay cosas que no olvido por completo, aquellas de las que
nunca hablamos y que quisiera olvidar, pero no puedo. Vivimos tiempos difíciles
en los que yo fui un ser invisible. Deseabas alzar vuelo. Te sentía ahogado y
yo tercamente luchaba por amarrarte a mis dominios. No quería perderte, a pesar
de que no estuvieras enamorado de mis todos los días. Como una sombra me
deslizaba por los rincones de la casa, cada mueble me traía recuerdos. Mi amor
agazapado te esperaba en silencio. Nunca me dejaste, a pesar de tantas chicas
bonitas que te exigían atención ¿cómo ibas a dejar de ser parte de la época que
viviste? Pudiste haberme abandonado, pero no lo hiciste y te lo agradezco. Ya
pasó. Me prometiste una nueva vida y hace veinte años nos mudamos a este
maravilloso bosque de palmas, gualandayes y yarumos… aún no me he ido”.
Me
sorprendió su memoria a largo plazo que permanecía intacta. ¿Sería buena idea
dejarla en ese sitio? Me fue difícil no dar la vuelta y retornar con ella a
nuestro hogar. Milena, como de costumbre, me sacó de mis pensamientos. “No te
preocupes, Rogelio, ya estamos en esa etapa. Sera una cura a base de descanso.
No estas tomando esta decisión solo. Yo lo decidí”. La instalé en su nueva
residencia y regresé a casa. Enfrenté mi soledad. Las personas en realidad nos
sentimos solas cuando no podemos ver a quien amamos. Milena, mi esposa, por
ejemplo.
Llené
la soledad de mis días investigando en el computador sobre el extraño
cortocircuito que fue apagando el cerebro de Milena. Las células neuronales
poco a poco olvidaron cómo asimilar los nutrientes que necesitaban para
comunicarse entre sí, ocasionándole daños irreparables que la aislaron del
mundo real. Su amor permanecía al acecho en nuestro hogar, detrás de cada
mueble, todo a mi alrededor estaba saturado de ella. Sus gatos, sus plantas,
nuestro sofá donde compartímos cálidas noches de lectura. Tenía miedo al espejo de nuestra alcoba, me
recordaba sus caricias, cada uno de mis movimientos estaba impregnado de su
amor.
Por
fin llegó el día treinta y uno. Me permitieron visitar a Milena. Infinidad de
preguntas me rondaron: ¿se habrá adaptado a ese lugar? ¿se sorprenderá de
verme? En el camino le compré un ramo de margaritas. Llegué muy temprano a Los
Almendros. Me dirigí presuroso a su cuarto. No estaba. Bajé a la sala de estar.
Ella y los demás internos jugaban póker. Giró su cuello, su mirada buscó a un
extraño, me saludó con la mano. Yo quedé clavado al marco de la puerta, no
sabía dónde colocar las flores. Cautelosa se levantó de la mesa, no quería
perturbar la concentración de ellos en el juego. Se acercó, me ofreció una taza
de té. Gracias, le contesté, no tomo té.
Me cogió
del brazo y me llevo hasta la mesa de juego, quería presentarme a su amigo Miguel.
“Sabes”, me dijo, “lo conozco hace muchos años cuando trabajaba en la
ferretería de mi pueblo, pero apenas tuvo el valor de invitarme a salir la
semana pasada”. Milena se disculpó, debía regresar al juego, a Miguel no le
gustaba jugar solo. Todos los días la visito a la misma hora, en algunas
ocasiones ella me ignora, en otras se desespera y me pregunta por qué soy tan
persistente.
Cada
tarde regreso derrotado a casa. Me pregunto si Milena estará fingiendo, tal vez
me castiga. ¡Qué ironía! ¿Sabrá quién soy? Aprendí a darle algo de espacio.
Ella está enamorada de aquel hombre que no se le despega. No quiero molestarla,
solo quiero verla, asegurarme que está bien.
Grietas
de tiempo, sutil neblina que ha diluido mi paisaje. Se ha convertido en una barrera
de humo que me impide la visión directa de quien es para mí el ser más querido.
El silencio es inmenso.
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