Jorge Enrique Villegas M.
Fue notorio el cambio que dio Juanjo luego de
haber perdido a la abuela. No volvió a las
fiestas del colegio ni a las de la familia. Blanca lo disculpaba: “tiene un
poco de fiebre”, “le duele la cabeza”, “mañana madruga”.
Nadie quedaba satisfecho con las explicaciones.
Nadie quedaba satisfecho con las explicaciones.
—Cada día está peor. Llévalo al
médico–advirtió Antonio.
—Mejor vamos donde un psicólogo o un
terapeuta–comentó Blanca.
Antonio cumpliría la promesa hecha a la
familia de ir a la playa en vacaciones.
—¿La abuela va?–preguntó Juanjo.
—Es la primera.
Desde ese momento Juanjo contó los días. Cuando
Ena terminó la escuela, a él le quedaban dos días de clases y Antonio ya los
disfrutaba.
En las tardes, cuando Juanjo llegaba a la
casa, la abuela le tenía las galletas y el refresco de tamarindo que tanto le gustaba. Aún
recuerda el diálogo que sostuvo con ella la víspera del viaje.
—Abuela, mañana vamos al mar. ¿Lo
conoces?
—Tenía
12 años cuando me llevaron por primera vez.
—¿Te gustó?
—Mucho. Es inolvidable.
—Yo no lo conozco. Mi papá me dijo que es
mi regalo de cumpleaños–Juanjo cumplía 11.
—Yo haré la torta.
—Estoy contento. Quiero preguntarte algo,
abuela.
—Dime
—¿Eres muy fervorosa?
—Si.
—¿Por qué?
—Me llena de confianza.
—Abuela, hace días no me dices nada del
abuelo.
—Ya sabes lo que pasó. Se fue hace cinco
años.
—Se fue o se murió.
—No ha muerto. Yo lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Se siente, hijo.
A Juanjo le gustaba verle los ojos cuando
contaba historias del abuelo. Brillaban y el rostro se le tornaba dulce.
Terminaba sonriendo, lo acariciaba y le susurraba: “ve, saluda a tu hermana y a
tus padres”.
Temprano guardaron las cosas en el baúl del
coche. Cinco horas de carretera parecían mucho. Luego de instalarse en el
bungaló decidieron caminar. Blanca recomendó el uso de las gorras y la
aplicación del bloqueador solar. “El sol está fuerte”–dijo.
La playa brillante, el mar refulgente, la
brisa relajante, invitaban al descanso y al disfrute. La abuela se detuvo junto
al mar. Emocionada, no pudo evitar las lágrimas.
—Sigan, yo los alcanzo. Quiero llenarme
de esta belleza–mencionó.
—No tardes Filo. Iremos a almorzar y la
torta…–le recordó Blanca.
La abuela miró la línea de encuentro del
mar con el cielo, extendió los brazos, gozó de la brisa, se quitó las
sandalias, experimentó el cosquilleo y la frescura de la arena en los pies y
guardó los audífonos. Volvió la mirada y se entregó al hechizo del viento
jugando con las palmeras. Cerró los ojos y entró en éxtasis. Fue por eso que no
vio los gestos desesperados, ni escuchó las voces, ni los gritos que la advertían
de la gran ola que venía. Filomena no supo interpretar el sonido del mar que
oía lejano y sentía en los pies anunciando catástrofes. La ola llegó y pasó. De la abuela no quedó
ningún rastro.
—¡La abuela, ma!–gritó Juanjo y corrió
hacia la playa.
Alcanzó a verla cuando la ola le pasaba
por encima y la envolvía
—¡Se la llevó, ma! ¡La ola se la llevó!–gritó.
—¡Espera Juanjo!–lo cogió de la mano con
fuerza.
—Díganos cómo está vestida–pidió la
policía a Blanca y fue Juanjo quien respondió: lleva una blusa blanca, de mangas
largas y pantalón caqui.
La desaparición de la abuela deprimió a la
familia. Blanca lloraba a solas y Juanjo llegaba en las tardes directo a su
cuarto. A veces se quedaba junto a la
ventana absorto. Ena volvió a orinar la cama. Antonio llevó a la familia al
terapeuta. A pesar de las recomendaciones, Juanjo no reaccionaba.
Al cumplirse dos años de esta pérdida,
Juanjo hizo manifiesto a Blanca que soñaba una y otra vez con la abuela. Lo
llamaba.
—Ma, volvamos a la playa donde
desapareció. Quiero saber por qué se me aparece en sueños y me llama.
—Juanjo, una ola se la llevó. Recuerdo
que lo gritaste.
—Ma, volvamos.
—Hablaré con tu padre.
Antonio creyó que sería bueno para todos.
Decidió que volverían en tiempo de vacaciones.
Llegado el momento, decidieron madrugar. La
mañana se tornó soleada. Cada vez más cerca del mar, Juanjo observó el vuelo de
las gaviotas. Hay más que la vez anterior–dijo–. Blanca se puso a mirarlas. Son
hermosas y el cielo tan azul–expresó.
Les asignaron el mismo bungaló de la vez
anterior.
—Ma, quiero ir ya a la playa.
—Espera un poco.
—Déjame ir. Antonio entró al baño.
Lo miró serena.
—No te alejes.
Caminó de prisa. Observó el paisaje y recordó
que la abuela le había dicho que el mar no se olvida. Tenías razón, abuela–murmuró–
Vio un gran tronco en la arena y corrió hacia el. Su sorpresa fue grande al
encontrar a la abuela acurrucada y dormida.
—¡Abuela! ¡Abuela!–la despertó.
Filo abrió los ojos, lo reconoció y
sonrió.
—Abuela…–Juanjo la abrazó y lloró–
Abuela, nunca te creí muerta–susurró.
—¿Por qué dices eso, Juanjo?
—Abuela, aún tienes la misma ropa.
—Qué te pasa Juanjo. Está un poco sucia
por el chaparrón que me cayó…
—Abuela, qué pasó.
—Qué pasó de qué, no entiendo.
—Tu…
—Sentí que me cayó mucha agua. Yo les
hice señas para que me ayudaran, los llamé, estaba aturdida. Pasaban por mi
lado y no me veían. Les grité. Me caí y me dolieron las piernas. Me ahogaba.
Muy rápido llegó la noche. Una noche muy silenciosa, oscura, sin estrellas.
Comencé a temblar del frío, me acurruqué y me dormí. Ya ves, estoy bien.
—Abuela, han pasado dos años.
—No diga bobadas Juanjo. Ayúdame a
pararme. Tengo hambre y quiero cambiarme de ropa. Le diré a Blanca que partamos
la torta que traje.
—Abuela…–se abrazaron.
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