En esa feria de río revuelto de “hoy por ti mañana por mi”, en que yo te nombro y tú me nombras; yo vinculo a tu familia y a mis amigos y tú a los míos; me das contratos y partimos la bimba, se cocina el caldo de cultivo propicio para que fermente y se conserven todas las manifestaciones de corrupción y todo tipo de latrocinios. Y si a esto agregamos la ignorancia, la estupidez o la indolencia de los organismos de control, tendremos el panorama desolador y la explicación de cómo empleados o funcionarios aparecen dándose la gran vida y poseedores patrimonios crecientes sin haber recibido una pingüe herencia o ganarse la lotería. Pero no solo se defrauda al estado robando descaradamente sino también realizando una mala gestión.
Paso a referir algunos casos que conocí durante mis primeros años de vida laboral en el sector público. Recién se iniciaba el proceso de integración del sistema hospitalario que dio mayor injerencia a las autoridades regionales en el control y supervisión de los hospitales, me correspondió ir al antiguo hospital Santa Helena de Buenaventura, donde estaba a punto de iniciarse la discusión de un pliego de peticiones con el sindicato. Todavía no había terminado de sorprenderme al leer el cúmulo de peticiones que hacían, cuando me enteré que eran miembros de la junta directiva del sindicato los del personal administrativo (incluido el Jefe de Personal) y peor aún, que era beneficiario de la convención el mismo director del Hospital. La institución no tenía doliente. Al reprocharles (dejando de lado el calificativo que me merecían) que siendo ellos los que se suponía tenían la información sobre la situación económica del hospital (para responder por los compromisos “incumplidos” de las convenciones anteriores, más los nuevos, no alcanzaba ni endosándoles toda la propiedad del Hospital) cómo dejaban que la gente se ilusionara y creyera que iban a obtener todo esto. La respuesta olímpica que me dieron fue: “los sindicatos están para pedir”.
Por convención Puertos de Colombia había asumido la atención medico-hospitalaria no solo de sus trabajadores sino de todos los de su entorno familiar (me comentaban que para hacerse a algunos auxilios aparecían niños reconocidos por escritura pública hasta por cinco papás diferentes). Y para atender esa masa de pacientes prácticamente estaban contratados todos los médicos del puerto. Me llamó la atención la gran cantidad de farmacias que había, casi tantas como tiendas. Farmacias de propiedad de los médicos o donde eran asociados. Y que en muchas de esas farmacias se “compraban fórmulas”. Esto, mas la “negociación” de incapacidades, fue una de las venas rotas que junto con las desmesuradas jubilaciones llevaron a la quiebra a la entidad, por lo que los porteños perdieron su “gallina de los huevos de oro”.
Estaba recién terminada la represa de Calima y entregaron al municipio el hospitalito que habían construido para atender a los trabajadores. Se nombró por primera vez un médico de año obligatorio para atenderlo. En una visita de rutina, paso por la farmacia y me llama la atención los anaqueles vacíos pero en cambio un arrume de cajas de cartón con la misma marca o etiqueta. Pensé que habían conseguido cajas para guardar las drogas mientras las ubicaban en los estantes. Y pregunté si eso era así y ¿cuál la respuesta que me dio ese joven médico? Que lo había visitado el agente vendedor de un laboratorio y le había ofrecido una promoción de una droga (no varias) a muy buen precio y que él la había aprovechado y se había aprovisionado. Lo malo del cuento es que no solo se gastó el presupuesto del año para compra de drogas en ese solo producto, sino que aún formulándole a todos los pacientes que acudieran al hospital y cantidades importantes, ese adquisición alcanzarían para varios años. Desde entonces empecé a insistir en que así como había escuela de vendedores, necesitábamos escuela de compradores.
En un momento de apremio muy grande en el Hospital Universitario del Valle “Evaristo García” necesitábamos con suma urgencia que la Beneficencia del Valle nos girara el auxilio mensual, pero nada que lo conseguíamos, entonces llamé a los encargados de hacer los giros en la Beneficencia (que eran amigos míos) y en reserva me informaron que los cheques de todos los hospitales del departamento estaban girados hacía días y los tenía en su escritorio el Gerente. Yo era conocido, casi amigo, de ese gerente de manera que lo llamé decirle de nuestra urgencia y pedirle la entrega del cheque. El tipo con la mayor tranquilidad y frescura, me dice que se han presentado problemas y que los cheques van a demorarse unos días (estaba a punto de producirse el cierre bancario del mes, el tipo quería mantener los depósitos para ayudar a encajar el banco). Yo reposté y le dije que sabía que los cheques estaban girados y que él los tenía en su escritorio. Reaccionó en forma energúmena, dijo que yo no tenía porque inmiscuirme en los asuntos de gerencia. De mi parte le expresé que si no nos entregaba inmediatamente ese cheque iría a donde el Gobernador a poner la queja. A regaña dientes – y con pérdida de esa medio amistad- tuvo que entregar el cheque.
Era diciembre, ya estábamos ad-portas del cierre bancario de fin de año y no se había hecho el giro de los aportes nacionales. Todos los hospitales del departamento y el mismo Servicio Seccional de Salud esperaban esos dineros para cumplir obligaciones y, sobre todo, para pago de sueldos y primas de navidad. En ese momento era Tesorero General de la Nación el Dr. Llorente (caleño) quien pese a su deseo de colaborar no podía hacer nada, hasta recibir una orden del Ministerio de Hacienda. La orden estaba retenida por un segundón de apellido Pacheco, que con su comportamiento caprichoso y arbitrario dio lugar a que entre los entendidos (y los afectados por su conducta) crearan el verbo “apachecar” (demorar, enredar, dilatar). En el límite de tiempo me tocó viajar a Bogotá, a ver si poniendo la cara lograba que Pacheco diera tramite a la orden. Me acompañó el agente del Valle en Bogotá, que se movía por esos pasillos del Murillo Toro como pez en el agua, pero me pidió que esperara en la puerta de la oficina de Pacheco que parecía una pecera. Todo se podía ver en ambos sentidos. Pacheco estaba conversando con dos amigos y tomando tinto. No hizo el más mínimo movimiento o señal de que me había visto y menos preguntar si se me ofrecía algo. Llegó la hora del almuerzo y Pacheco se fue con sus amigos, ni siquiera me dijo que esperara a que volviera. Almorcé un perro caliente y volví a cuadrarme frente a la puerta antes de las dos (cuando se suponía debería regresar) no fuera a ocurrir que otro se me adelantara. Pacheco llegó casi a las tres. No me dijo nada, ni me invitó a pasar. (Llorente me había advertido que tenía que llevarle esa orden antes de las cinco, pues en caso contrario el giro quedaba para enero). Eran las cuatro y yo sudaba petróleo, maldecía a Pacheco y lo exorcizaba, hasta que con no poca displicencia me dije “tome lo suyo”, arranco en carrera de marrano y logró llegar antes de la hora de cierra donde Llorente. Antes de viajar se habían hecho girar todos los cheques de los hospitales y convenido con el banco que tan pronto se realizara el depósito del auxilio nacional, harían efectivos esos pagos.
En los años sesentas los médicos rurales no eran muy abundantes de manera que no era fácil conseguirlos para mandar a lugares apartados o mal afamados. Ansermanuevo estaba clasificado en tal categoría, de manera que llevaba como dos años sin galeno. Al fin se consiguió uno y fuimos a acompañarlo y presentarlo a la comunidad. Lo recibieron con mucha cordialidad, gratitud y alegría. Recorriendo el hospitalito (una vieja casa de bahareque, desprovista de casi todos los elementos, incluidos catres sin colchones) observamos que en una de las salas había un equipo cubierto y protegido con sábanas y al destaparlo nos encontramos con una máquina de anestesia ultramoderna. El contraste era tan grande, que chillaba. Al preguntar por el origen, nos contaron que el ultimo medico que tuvieron los convenció de la importancia y necesidad de contar con un equipo de anestesia y que todo el pueblo se había puesto en ese empeño, celebraron basares, reuniones bailables, paseos, venta de empanadas, tamales, hasta reunir el dinero para la compra. Se mostraban orgullosos y satisfechos de la adquisición. Precisamente por esos días el Hospital San Juan de Dios de Cali estaba solicitando que se le suministrara un equipo de anestesia, entonces se les propuso a los líderes cívicos que ya que no contaban con las condiciones mínimas para usarlo, puesto que carecían de sala de cirugía, instrumental quirúrgico, equipos de esterilización y, por supuesto, de cirujano y anestesiólogo, que se lo entregaran al San Juan de Dios, a cambio de todos los otros recursos con los que no contaban. ¿Quién dijo miedo? “Vea, primero muertos. Pero ese equipo es de la comunidad y no se mueve de aquí”.
Un joven arquitecto, falto de experiencia, construyó un hospitalito con sala de cirugía y todo, pero no tuvo en cuenta la altura para instalar las lámparas cielíticas (que de ser montadas quedarían a pocos centímetros de la mesa de operaciones, y del paciente). O de otro con amplio conocimiento que hizo una buena y bonita construcción pero dejó por fuera un “detalle”, el alcantarillado. A toda marcha hubo que apremiar al alcalde para que extendiera la red hasta frente el hospital. O la pifia de un ingeniero que se encargó de construir un pequeño acueducto de ladera y ubicó el tanque desarenador, por debajo del tanque de distribución.
Para rematar esta reseña hago memoria de algo que apareció en las noticias por allá en los años cincuenta: en ese entonces el Estado colombiano tenía poco manejo directo en la explotación de las minas de esmeraldas, el “control” debía ejercerlo la Contraloría General de la República. En uno de los tantos ensayos e improvisaciones que hacen los gobiernos, resolvieron modificar el modus operandi, lo que sorprendió a quien iba a ingresar como auditor de las minas. Las fotografías mostraban al sujeto llorando desconsoladamente. ¿Por qué? Porque - lo confesó cándidamente - había “comprado” el cargo, pagando una fuerte suma de dinero y ya no tendría como recuperar la “inversión” y, menos, cómo hacerse rico de la noche a la mañana.
Durante el breve periodo en que tuve el pomposo título de Profesor Auxiliar de Cátedra de la Facultad de Salud de la Universidad del Valle, di algunas charlas y conferencias a alumnos de pregrado y al primer grupo de médicos que iniciaban su Magíster de Administración Hospitalaria, tratando de inculcar en ellos el respeto a los bienes del estado y el cumplimiento de sus funciones y compromisos. Ponía como ejemplo de hechos indebidos estos que he mencionado y otros más. Pero no obstante que mis compañeros profesores del magíster me pidieron que no me retirara, renuncié porque sentí que no estaba haciendo aportes significativos y efectivos.
Inmodestamente puedo decir que durante mis diez años como Administrador General del Hospital Universitario del Valle “Evaristo García” no se incurrió en latrocinios y que los poquísimos casos – todos de menor cuantía – que se descubrieron, fueron severamente sancionados y que los pocos nombramientos que se hicieron en la medida que se generaban vacantes - no por creación de cargos nuevos o burocracia - se hicieron por concurso.
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