Jesús Emilio Gómez
Hace ya muchos años vivía en Yolombó un campesino que en su juventud se dedicaba a la arriería, llevando recuas de mulas a la región minera de Segovia y Zaragoza. En esos viajes una contundente morena a la vera del camino real logró cautivarlo y hacerle cambiar su vida errante, por la de un hombre ahora dedicado a la agricultura y a la ganadería, en una mediana parcela que administró con esmero para levantar a su familia.
Los dos hijos mayores, Jesús Emilio y Ana Rosa, iniciaron su primaria en la escuela rural El Porvenir, distante hora y media de la casa, donde aprendieron las primeras letras, gracias a Doña Octavia, a quien acompañaba su hija Lilia. En ese tiempo no había que llevar útiles escolares, eran suministrados por el Ministerio de Educación, cuadernos, lápices, y pizarras negras con marco de madera blanca. Luego fueron a continuar la primaria en la Escuela Pública de “Plaza Vieja”, en la cabecera municipal, donde había hasta tercero de bachillerato.
Un día después de un paseo de día entero, fui víctima de un cuadro febril persistente que el doctor diagnosticó como fiebre tifoidea. Después de un tratamiento de un par de semanas, a base de ampolletas bebibles, suero y emplastos de salvia, nacedero (quiebra barriga) y ambiente húmedo mantenido a punta de vapor de hojas de eucalipto y naranjo, no se logró bajar la fiebre. Mis padres pensaran en un desenlace fatal. Lo que ocasionó en la casa un clamor general de llantos, oraciones y exclamaciones al Creador:”tú Señor nos has dado a éste hijo, dispone de él si es tu voluntad”. A todas esas yo permanecía aletargado, indiferente y sin temor, levitando en un lago que cubría la bóveda celeste; sensación que duró varios días hasta cuando regresó la conciencia y la vida.
Hoy me doy cuenta de un milagroso en la época cuando no había antibióticos selectivos. Rindo especial admiración al Doctor José Marcos Duque, quién cuando atendió el parto de mi madre campesina, dijo a la novata pareja de esposos: “Aquí les entrego un futuro médico”. Ahora alcanzo a darme cuenta del inaudito esfuerzo que hizo para salvar mi vida, a pesar de la tremenda contingencia, de la que dos de mis condiscípulos no salieron vivos.
Una vez recuperado continué mi escolaridad hasta cuarto de bachillerato en el Liceo Aurelio Mejía con muy buenas notas, que estimularon a mi padre a solicitar una beca al líder político, miembro de la Asamblea Departamental y a su vez Presidente del Consejo, Luis Eduardo Vanegas Franco, quien se la negó de plano a concedérsela, diciéndole:”no le gaste más plata a ese muchacho, póngalo a echar azadón para que le ayude en la finca”. Palabras que irritaron a mi padre herido en su amor propio y que aumentaron la terquedad aprendida de las mulas con las que tantos años trajinó. Así que dijo a mi madre:”Ana alístese que mañana salimos para Medellín”.
En Medellín terminé mi bachillerato en el colegio San Ignacio, adscrito a la Universidad de Antioquia. Sostenido con productos de la finca enviados por mi padre en bultos, desde la estación Sofía del ferrocarril, cada ocho o quince días. Cuando terminé ingresé a la Universidad de Antioquia, a la Facultad de Medicina, estudié los seis años de carrera, hice el año de internado, al cabo del cual se me confirió el título de Médico Cirujano, cumpliéndose así el vaticinio del médico familiar, 23 años antes.
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