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lunes, 27 de diciembre de 2010

¿Qué opinas tú?

                                                                      Hugo Zapata

Somos, lo queramos o no.  En la ciudad, en el mar, donde quiera que estemos, allí está nuestro paraíso.  Un día  de verano estaba yo en la isla de Providencia, unida a la isla de Santa Catalina por un malecón  - dormido en el pasado -  de tablones viejos, desgastados y carcomidos por el mar y los años. La parte que todavía se conserva flota al son caribeño, al vaivén de las olas. Suaves unas veces, violentas otras tantas. Las costas de aguas cristalinas se encuentran olvidadas, no por su lejanía, aunque siguen teniendo una belleza autóctona. La productividad  y el turismo están al debe.
El recorrido en lancha es maravilloso, los callos, la cabeza de de Morgan y  tantos paisajes  inolvidables. Si la civilización llegara, encontraría un verdadero paraíso. El recorrido a la isla se hace en chiva por una carretera pavimentada, flanqueada de áreas ligeramente cultivadas, una que otra palma de coco o del árbol del pan y unos cuantos hatos de ganado y  pocas casas de propietarios foráneos.
Una particularidad especial y única es ver la cantidad de cangrejos que bajan de la montaña a desovar. Después cientos de miles de cangrejitos, como colcha andante, suben hacia la montaña, lo que obliga a interrumpir el tráfico vehicular y humano. Es un espectáculo maravilloso y único.
Una mañana - metido en mi hamaca, a eso de las siete - como cualquier otra, llena de gracia y belleza,  con un mar de fondo de aguas claras brillantes y cristalinas, me  divertía con la alegría del paisaje y la felicidad de quienes  se dejan seducir por ese mar de mil colores, dueño del horizonte que se arremolina y se pierde en el espacio infinito. El aire era puro,  cálido y    limpio, invitaba a extasiarse en su regazo. El sol empezaba a salir entre un verde  amarillento lleno de sequedad, el agua del cielo estaba remisa y se  negaba a dar consuelo a la tierra castigada por la inclemencia solar. Surge de pronto -casi de la nada- un negro requemado por la inclemencia del sol,  de alta estatura, flaco y espigado, de buen mentón y escasa cabellera, de camisa coloreada con impresos  que semejaban el paisaje y unos pantalones de un color azul oscuro, enrollados hasta las rodillas y de pies desnudos. En su mano derecha sostenía una fina y tupida red de unos dos metros de diámetro con trozos de plomo en sus bordes. Se adentra con su atarraya hasta que el agua le llega a las rodillas. Otea las aguas. Pasan casi diez minutos pero no logra  pescar nada. Sale y camina sobre la arena húmeda. De pronto cree divisar algo, regresa y lanza su atarraya, que abierta cual abanico cae sobre las olas, la recoge lentamente,  pero nada.
El lugar ante mis ojos sigue siendo el mismo mar, las mismas olas. Yo también quedé frustrado, ni con mi ayuda mental pudimos pescar algo. A veces nos frustramos más por lo que no fue, que por lo que no  tiene remedio, no es conformismo aunque sea por engaño o fracaso, que no sucedería si  el camino utilizado fuera diferente. Hay tiempo y lugares inolvidables como si la naturaleza los hubiera creado para nosotros.
Vive, deja vivir, no te encierres en tu yo.  Qué bonita que es la vida, mírala en el espejo de tu alma.
Tengo la idea de haber estado divagando.



1 comentario:

  1. Reflexiones de un ser con sabiduría,mirando en retrospectiva, con la mirada del que ha vivido plenamente !

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