Eliseo Cuadrado del Río
Sin aviso previo José Isabel llegó a casa de su Tío:
- Espero que hayas venido por algo importante. Me has interrumpido la siesta.
- Sí es importante: Usted no cree en Dios. ¿No es cierto?
- ¡Recontracoño! ¿De dónde has sacado eso?
- Es lo que dicen en el pueblo.
Don Francisco se derrumbó en el asiento más cercano. Ignoraba que su situación fuera tan grave. Jamás se había preocupado por sus comentarios anticlericales de liberal cuasi masón, pero nunca se había referido al Creador. No tenía la menor duda que José decía la verdad. Eso significaba que en cualquier momento podrían excomulgarlo. ¿Qué sería entonces de su mujer y sus hijos? Buscaba desesperadamente una respuesta que contrarrestara la perspicacia del muchacho; cuando vio que tenía algo en la mano. Era el monaguillo de la única iglesia del pueblo.
- ¿Qué traes ahí?
- Estoy tallando un pedazo del púlpito, que se comejénió.
- Muéstrame.
Don Francisco quedó asombrado de la exquisitez con que José estaba reproduciendo la pieza dañada.
-¿Dónde conseguiste la madera? Es preciosa.
- Me la regalaron en su taller. Perdone. Cuando usted se va yo me cuelo y Andrés me enseña. Prométame que no lo castigará. Yo tengo la culpa.
Por el momento estaba salvado. Había logrado desviar la atención del muchacho y también la amenaza.
- Tienes vocación de ebanista. Si deseas trabajar conmigo puedo conseguir el permiso con tu papá. Debes aprender pronto porque me voy a retirar. Si me satisface tu trabajo te haré mi socio. Ninguno de mis hijos tiene talento para el trabajo manual. Solo piensan irse a la capital a estudiar una profesión. No sé qué le pasa a la juventud de hoy. No son capaces de aprovechar las oportunidades. Solamente confían en los libros.
Todo se facilitó. El padre de José dio, encantado, su consentimiento.
- Hay un problema. A José no le quedará tiempo para estudiar.
La advertencia fue olvidada y el joven no aprendió a leer ni escribir.
Años después el nuevo párroco lo despidió por iletrado.
Con el tiempo José se convirtió en un ebanista de renombre. Se vio obligado a ampliar el Taller y aumentar el número de carpinteros. Él daba los últimos toques a las maderas. Era rico. No sabía en qué gastar la plata de soltero contumaz.
Un día, llegó a su taller, el curador de la Catedral para recibir el trabajo de restauración del Altar Mayor.
- Esto es una maravilla. Bien vale lo que nos ha cobrado. Aquí está su cheque. Firme aquí.
Entonces José sacó el huellero, mojó su dedo y estampó su huella en el documento.
- No salgo de mi asombro. ¿Qué hubiera sido usted de haber sabido firmar?
- Monaguillo.
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