Eliseo Cuadrado del Río
Llegó a la playa y se desvistió. Envolvió en la toalla su ropa y colocó el envoltorio en la arena a manera de almohada. En esa época no se habían inventado las tangas para hombres y llevaba una pantaloneta con suspensorio cosido por dentro para poder sentarse y flexionar las piernas sin producir sobresaltos.
Antes de cerrar los ojos se colocó un par de gafas con lentes de cartón pintados de negro en reemplazo de los originales. A esa hora los turistas eran escasos e ignoraban sin dificultad al escuálido muchacho, que por su quietud no parecía estar a punto de tomar una decisión trascendental.
Se decía que a cierta distancia de la playa había un banco de arena, tan grande que una vez parado sobre él las aguas te daban a los tobillos. En ese sitio no había olas. El problema era localizarlo. Se tomó una Kola Román y empezó a caminar hacia el horizonte. Sin mirarlo.
Los bogas dicen que quien nada mar adentro no debe fijarse en la línea que une el cielo con el agua porque azoca. Otra razón para usar esa clase de lentes. Las primeras olas le hicieron perder el equilibrio. Sabía que sucedería. El sol estaba justo encima de su cabeza en una mañana sin nubes. Pronto perdió el contacto con la tierra y avanzó rotando su cabeza y su cuerpo con un buen estilo libre, que le permitía tomar aire con facilidad. Las olas lo levantaban hasta sus crestas y esperaba descender entre dos para adelantar un poco. Así logró traspasar la zona donde se forman las olas y avanzó sin dificultad.
Los cartones de sus gafas se habían desprendido, pero permanecía con los ojos cerrados para evitar que el agua salada los irritara y no caer en la tentación de ver el horizonte que estaría siempre en el mismo sitio. Fue en un momento de desconcentración cuando sintió cansancio por primera vez. Llegó a la conclusión que estaría bien lejos de la playa y se preparó para hacer la primera prueba.
Expulsó todo el aire de sus pulmones y empezó a hundirse de inmediato, pero no tocó fondo. Siguió nadando hacia abajo y cuando abrió los ojos, solo vio oscuridad a muchos metros de profundidad. Instintivamente empezó a nadar hacia la superficie en el colmo de la frustración.
En realidad no había llegado hasta allí para encontrar lo que solo era un rumor de bogas. Era otro asunto sumamente grave. Había sido sorprendido besando en la boca a su primera novia de doce años. El hermano de ella solo dijo ¡Aja! Él sintió que había traicionado la amistad de su mejor amigo y destruido la magia de los amores escondidos. Instantáneamente llegó a la conclusión de que merecía el máximo castigo que puede recibir un hombre de quince años.
Cuando llegó estaba extenuado y por la posición del sol calculó que había estado en el mar entre dos o tres horas. De manera que empezó a mantenerse a flote de espaldas sin mucho esfuerzo. Al poco tiempo sintió que la corriente del golfo lo arrastraba mar adentro. Esa había sido su idea inicial pero había cambiado de planes. Se sintió muy joven para morir. A esa temprana edad solo mueren los famosos después de volverse ricos y quiso saber qué tan lejos estaba la playa. Al virarse solo vio agua por todas partes. Las olas habían desaparecido y entró en pánico.
Empezó a nadar frenéticamente en cualquier dirección hasta quedar exhausto. Para su sorpresa sus manos tocaron tierra y pudo sentarse. Su risa de hombre solitario se volvió carcajadas cuando se puso de pié y empezó a caminar.
Un par de bogas que estaban cerca gritaron.
-¡Miedda! Allí hay un man caminando sobre las aguas!
Remaron hacia él.
-¡Oye tú! ¿Cómo tú te llamas?
-Jesús.
-Vámono de aquí.
Se pusieron grises.
-Si no tiene apellido nadie nos va creer.
-Jesú ¿qué?
-Lequerica Román.
-¡Oiga compa, mi abuelo trabajó en la fábrica de hielo y mantequilla que tuvieron ujtede en el Pié e la Popa, donde inventaron la Kola!
-Sed tengo.
-Pélale tre coco de agua pa que se lo coma con toy pulpa
-¡Tira la atarraya! Ante de que se vaya ese banco de pargo rojo. Coño ejta e una pejca milagrosa.
-¡Oye, Lequerica, entre loj trej dejcubrimo ej banco de arena.
Subió al bote lleno de pescado y remaron en dirección a la ciudad. El viento soplaba. Desenvolvieron la vela y encargaron a Jesús de manipularla. En la proa uno miraba hacia delante, mientras el otro con el remo mantenía el rumbo.
Es un verdadero deleite leer estos cuentos de Eliseo, que con su sabor costeño y su excelente escritura, nos deleita y alegra.
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