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lunes, 27 de diciembre de 2010

Carla

                                           Gloria Vejarano T

La vio salir de la nada, entre la bruma de esa multitud de caras conformada por los alumnos que lo escuchaban en el aula. Ese día estaba dictando una conferencia sobre su tema predilecto: la historia de la ciudad. Acostumbrado a sumergirse en la profundidad de su discurso, no miraba a su alrededor. Por eso, el descubrimiento de esa mirada, lo dejó ofuscado. La siguió al finalizar la clase. La chica se acercó a un joven que la abordó y al cual le dio su número celular. Gabriel leyó sus labios.
Cerró la puerta del apartamento tras de sí y se dirigió al Museo Nacional en donde grabaría un programa para televisión. Había sido contactado por un joven director de cortometrajes para realizar un seriado. Aunque no tenía experiencia en este campo, aceptó. Lo vio como una oportunidad para llenar sus vacíos. El tedio lo estaba consumiendo. Tenía 62 años y un divorcio a cuestas. Se mantenía en forma gracias al trote diario que era casi como un acto religioso para él. Vestía siempre a la moda, tal vez por la influencia de sus alumnos y por su desprevenida forma de pensar.
Llegó a tiempo para la entrevista, lo hizo a la perfección, caminando a través del gran salón mientras iba hablando con mucha propiedad y conocimiento. Tantos años en la cátedra le habían servido de entrenamiento. El director quedó satisfecho. Tengo tiempo de ir a visitar a mi hermano, pensó.
Departió el almuerzo con Jorge y Sonia, su cuñada. Ellos eran sus confidentes y se pudo explayar a sus anchas sobre sus cuestionamientos de la soledad que vivía. Recordó a la chica.
       —Esta mañana me ha sucedido algo especial.
—Cuéntanos, inquirió Jorge.
—He visto a la estudiante más hermosa que nunca soñé.
— ¿Y?
—Le he mandado un mensaje de texto.
  Increíble, dijo Sonia. ¿Y qué le has dicho?
—Le escribí “Hoy te he visto en la Universidad, en la cátedra de historia, ¡me impresionaste!”.
— ¿Y lo dejaste así sin firmar?
—Sí. Ella pensará que es un compañero, alguien de su misma edad. De los que les acostumbran mandar esos correos.
Llegó a su apartamento. ¿Qué estaría haciendo ella? ¿Donde viviría? Decidió enviarle otro mensaje. “Te pienso, me tienes idiotizado”.
Al otro día y los días siguientes se dedicó a seguirla. Se ubicaba en otra mesa cercana, desde donde le mandaba sus mensajes anónimos. Era una obsesión, no podía pensar en otra cosa.
Fue en la cafetería “Cinderella” la cuadra siguiente a la Universidad, en donde ella un día, a los treinta y tres  de haber empezado esa carrera loca de “Yo te persigo, yo te atrapo”, se paró frente a la mesa de él y le dijo. “Ah! Con que usted es” y a él no le quedó otro camino que aceptar, “Si, yo soy”.
Caminaron hasta el apartamento de él, al fin de cuentas estaba cerca. Ella, la joven, la hermosa, él con su sabiduría y su experiencia. Fue un encuentro excitante, de los que él ya había perdido el recuerdo.
La vida volvió a florecer, todo era nuevo y bello. Hasta la historia tenía ahora destellos dorados que él desconocía. Fueron muchos encuentros, día a día el recobraba el brillo. La juventud volvía y la emoción primaba en su vida. Un día desarchivó su vieja flauta y tocó para ella una bella melodía ya casi olvidada.
“Por qué te extraño, desde aquel noviembre
Cuando soñamos juntos a querernos siempre,
Me duele, este frío noviembre
Cuando las hojas caen a morir por siempre”
Ella lo disfrutaba, se dejaba querer. Le hacían gracia todos sus chistes, sus ocurrencias. Gabriel era feliz pero al mismo tiempo sufría la desazón de “¿En qué va a parar esta historia?”, así se lo expresó a su hermano.
—Me estoy enamorando Jorge. Siento que ya no puedo más. Yo sé que esto no es posible, que esto es una aventura, pero no quiero que termine.
Acudió a la cita que ella le había puesto. Se paró en la acera de enfrente, justo podía ver la mesa en que ella se encontraba sentada con una amiga. En ese momento llegó el chico, ella se le lanzó al cuello y lo besó apasionadamente.
Gabriel sacó del bolsillo de su abrigo el celular, sus dedos temblaban. Marcó.
—Hola soy yo.
—Si ya lo sé, contestó Carla.
—Vine a la cita que me pusiste. Estoy aquí al frente. Lo he visto todo.
—Si, por supuesto, para eso te cité. Quería que vieras mi verdadera vida.
Ella salió un momento de la cafetería. Llegó hasta la puerta en la cual él la estaba esperando. Se abalanzaron el uno sobre el otro y se dieron un largo beso. El más dulce beso que él hubiera recordado jamás.

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