Vistas de página en total

miércoles, 30 de marzo de 2016

Díaspora

Rosa Nieto
Seis de la tarde, viernes 21 de agosto de 2015, el tren resopla y disminuye velocidad. Los que nos bajamos presurosos en la estación Les Olympiades nos abrimos paso. Primer día en Paris de mi tercer viaje. Tierra que ejerce una fuerte fascinación en mí, tal vez por la belleza de su idioma que suena tan musical, o porque siempre tengo la sensación de que a la vuelta de la esquina me voy a topar con una sorpresa, o quizás sea su particular patrimonio arquitectónico que hace que me sienta en el centro del mundo.

Estoy ansiosa. El motivo del viaje es acompañar a mi sobrino José en su instalación en una universidad de Cergy, un pueblo al noroeste de Paris. Desde la edad de cinco años ha sido mi compañero de viaje, de aventuras. Jugamos futbol, buceamos en el mar, visitamos acuarios, conocimos gran variedad de tiburones, lobos marinos y ballenas, recogimos caracoles, comimos exóticas comidas y nos dimos largas siestas. Él me lleva de la mano, es mi guía, habla perfecto el francés.
Agosto llega a su final, la temperatura ha descendido, avanzo de prisa por los pasillos de la estación sin mover casi las piernas, floto. Rostros impenetrables, silenciosos se encargan de empujarme. Me acerco al último tramo, tomo las escaleras eléctricas que me llevan a la superficie. Una fuerte ráfaga de viento frio se estrella contra mi rostro, me llega un delicioso olor a choclo asado. Por segundos pierdo la noción del tiempo y del espacio. Estoy con mis amigos por los alrededores de la Plaza de Toros de Cali, es diciembre, salimos de toros, queremos saciar el hambre. Las ventas ambulantes nos invitan a carne asada, empanadas y choclo asado. Sigo avanzando por los pasillos de la estación, alcanzo la calle. Dos fornidos muchachos negros ataviados de turbantes y mantas multicolores, en cuclillas, ofrecen a los transeúntes, choclo asado que preparan en un rudimentario brasero. Promocionan la venta en un idioma desconocido, no es español ni francés. De golpe me entero que son los primeros de los muchos nuevos visitantes que conoceré. Llegan para quedarse en La Galia, antiguo nombre de Francia. Ya no es la que vi hace cuatro años, ni mejor ni peor, es otro país.
Sábado 22 de agosto, hemos adelantado varias diligencias y decidimos hacer turismo en el fin de semana. Los compañeros de José, que llegaron antes que nosotros, lo han llamado para hacerle algunas recomendaciones, entre otras, que las mujeres deben cuidarse de cruzar la mirada con algún extranjero, pues para algunas culturas orientales el mirarse a los ojos es una clara invitación sexual. No podía creer lo que oía, solté la carcajada y al segundo se me olvidó. Cuando subimos al metro mi sobrino me daba puntapiés cada vez que mi curiosidad se iba detrás de algún transeúnte. Las jóvenes juiciosas viajan con los ojos clavados a la pantalla del celular.  El celular ahora presta un servicio adicional, es utilizado como escudo para evitar que los ojos de la dueña observen lo prohibido.
Hemos llegado a la emblemática basílica del Sagrado Corazón, aun es temporada alta y los turistas son una mezcla de razas, colores e idiomas. Ansiosos de gastar y tomar fotos. Hay un grupo de visitantes de tez achocolatada y mirada apagada, recostado en las verjas de hierro que rodean los jardines. Vestido con ropa inadecuada para la temporada, indiferente a las tierras extranjeras. Circula inmutable en la inmensidad de una vida que no incluye su territorio, se desliza imperceptiblemente. Yo quisiera pensar que en su corazón algún día empiece a gestarse la fascinación por lo desconocido. En pequeñas alfombras exhibe su mercancía: imágenes religiosas en yeso dedicadas a diferentes credos, santos, jaculatorios impregnados de fe, escapularios que harán invulnerables a quienes los porten, para que las maldiciones no los alcance, sahumerios. Se acerca un turista curioso, souvenirs le dicen en coro.  Espera que el fruto de la venta alcance para mitigar el hambre de ese día. Ventas callejeras que me hicieron evocar cualquier pueblo de peregrinación colombiano. De pronto alguien grita “policía” y en segundos enrolla sus alfombras con la mercancía adentro y desaparece. 
Lunes 24 de agosto, viajamos en tren hasta Cergy. Nos tomó una hora desde el noreste de Paris. Cergy es un pintoresco pueblo de sesenta mil habitantes, ubicado en la campiña francesa, con muchos pinos, atravesado por el río Oise en el que se realizan deportes náuticos. Una vez instalados en el hotel salimos a caminar por los alrededores. Sus habitantes son mucho más hospitalarios que los parisinos.
Martes de madrugada, 25 de agosto. Fuimos en bus hasta la prefectura. Mi sobrino debía tramitar la Carte de Sejeur que es el documento oficial de residencia de Francia y que deben diligenciar los extranjeros que llegan a quedarse.  Entran buses en la fría estación de Cergy.  Los muros grises del edificio de la prefectura dan la bienvenida a un colorido grupo de pasajeros. Hablan en voz alta un idioma que desconozco, pero con la musicalidad de mis coterráneos de Buenaventura. Se empujan, creo que se hacen bromas, sueltan risotadas. Cargados de bultos y maletas raídas, cargados de esperanzas, se confunden con otros que han tenido largos años de migración. Algunos solo tienen su cobija. Puede decirse que la cobija multicolor es su hogar, su país.  Es el inicio de un camino que se convierte en el prólogo de una nueva vida.
Las puertas de la prefectura se abren y empezamos a entrar en orden. Hicimos fila por tres horas. Mientras mi sobrino espera el turno, me dedico a caminar dentro del edificio para desentumir las piernas. Llego a una sección con el aviso: “asilo”, las sillas están ocupadas por familias con niños, ancianos y jóvenes callados, tristes. Me turbo. En sus mentes cargan todo su equipaje: alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, resentimiento ¿Quién puede saberlo? Una vida misteriosa y primitiva se agita en su corazón. Su espíritu permanece en casa. El destino, mi destino, su destino, ese misterioso arreglo de lógica implacable. Un niño llora y tira de la falda de su madre. Ella se acerca a una máquina y compra alimentos. La lengua del niño busca el gusto y se ve obligado a saciar el hambre con comida que no le resulta familiar.
Los franceses estirados, de nariz respingada, bien puestos, con rostros inescrutables se mueven, conviven con sus nuevos inquilinos, los arrojados de sus aldeas por la guerra, los invisibles. Dueños de casa que toman posiciones críticas frente a seres humanos en quienes ven el atraso y la superstición.  
Empiezo a sentirme desplazada. Nuestro planeta se encuentra en la era de los “refugiados, inmigrantes, exiliados, indocumentados”, palabras que hasta hace poco casi no se mencionaban. Han pasado a ser una de las inquietudes fundamentales de nuestro tiempo. Cientos de miles de seres humanos son esparcidos alrededor del mundo. La intolerancia de los pueblos y la urgente necesidad de vivir en una comunidad cuya cultura nos permita vernos como iguales, blancos con blancos, negros con negros, mestizos con mestizos, nos han convertido en personas asustadas porque alguien que no creció en nuestra ciudad pueda hacernos daño. Cada media hora se oyen sirenas de la policía, la gente se estremece.
Francia tiene a sus espaldas la difícil tarea de recuperar sus símbolos de libertad, igualdad y confraternidad, los del país de los derechos humanos, amenazado por un manto de decadencia, tendido por un grupo de franceses que no comparte tales principios. Se empieza a notar que los colores cobrizo y negro priman sobre el blanco.

1 comentario:

  1. Muy buena reseña, has presentado una nueva cara del Paris actual; preámbulo de los atentados de septiembre. La descripción de soledad de los inmigrantes frente a la actitud de hostil indiferencia de los nativos. Es el mal del planeta. Felicitaciones por el texto.

    ResponderEliminar