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viernes, 15 de septiembre de 2017

Chimbilimbis, un negrito feliz

Eduardo Toro Gutiérrez


Un día, de hace ya muchos años, alguien que estaba interesado en conocer las bondades de una lavadora eléctrica me preguntó por la marca de la que imaginó, yo tendría en casa. Mi respuesta fue rápida y tajante:  como te parece que la lavadora de mi casa es todavía de trencitas y se llama Etelvina.

Hoy no podría explicar el milagro de los cientos de trencitas que cabían en la cabeza de la negra Etelvina. Si no lo cuento ahora, más adelante podría olvidarme de sus ojos grandes y expresivos, de sus dientes almidonados, su figura altiva de negra endemoniada y su voz musical y grata. Trabajaba con nosotros con la condición de que la acogiéramos con su hijo Yasmiro de Jesús Mosquera, o mejor Chimbilimbis, su llamativo apodo. Fue una fortuna amparar al espabilado negrito de escasos diez años. Lo matriculamos en una escuela cercana y, entre la escuela, las tareas escolares y el oficio de mandadero, acolitado por mi madre y sus amigas de oración, pasaba el tiempo enamorando con su sonrisa de algodones de guama y la mirada de muñeco de ventrílocuo.
Chimbilimbis se quería tragar el mundo, todo lo nuevo le llamaba la atención y todo lo preguntaba. Sin duda alguna tenía una inteligencia superior, amaba el futbol, su héroe era Tarzán el Temerario, el de las historietas, que devoraba con avidez.
Vivía seducido por el color rojo de la Mechita. De mi mano acudíamos al estadio cuando el América jugaba de local. Le compré el uniforme rojo de pies a cabeza, con un emblema en el costado izquierdo que representaba un diablo con su tridente y ninguna estrella todavía.  Me sentía orgulloso de mi escarlata acompañante, quien caminaba seguro a mi lado con el cojín, también rojo bajo el brazo, luciendo unas gafas deportivas tan oscuras como su piel, con las cuales estaba convencido algún día vería campeón al gran América de Cali.
Negociábamos el almuerzo, yo lo tomaba en casa y Chimbilimbis en el estadio, donde siempre consumía un perro caliente con salsa de piña y gaseosa y una que otra chuchería.
Chimbilimbis se hizo famoso en la tribuna que ocupábamos en el costado occidental del estadio Pascual Guerrero. Claro que un negrito, tan negrito, metido dentro de un uniforme tan rojo, con cachucha roja, tenis rojos, y esa maravilla de dientes tan blancos como la leche, no podría pasar desapercibido. En el entorno de nuestra tribuna lo relacionaban físicamente con Charol González, un emblemático jugador de la Mechita. Había dos jugadores que con el solo contacto del balón lo hacían saltar de emoción, eran sus ídolos, el argentino Américo Montanini, la Tejedora, y el paraguayo Adolfo Riquelme, la Muralla Guaraní.  
Un día Etelvina, nuestra lavadora de trencitas, nos notificó que debía regresar al Chocó para hacerse cargo de su mamá enferma. Le propusimos varias opciones, una entre muchas, que se tomara vacaciones por el tiempo que fuera necesario y dejara a Chimbilimbis con nosotros, haciéndonos cargo de su educación y seguridad social. Gracias mi seño, fue lo que respondió, pero mi hijo va conmigo hasta donde el destino me arrastre. Mi madre trató de convencerla resaltando las ventajas que tenía Chimbilimbis quedándose bajo nuestra responsabilidad, mas no fue posible convencerla.
Si para nosotros era difícil desprendernos de un muchacho de corazón tan grande y amoroso, cómo no lo iba a ser para su madre. La anterior reflexión cambió el disgusto de mi madre por un piadoso “que la Virgen los acompañe y que el Señor los lleve con bien”. Los chambimbes de los ojos del muchacho fueron más negros a través de sus lágrimas de súplicas inútiles.  Chimbilimbis se abrazó a mí en un sentido gesto de amistad sincera y me dijo entre sollozos: tranquilícese mi jefe que yo vuelvo cuando el América sea campeón.
Las tardes de futbol sin la compañía de Chimbilimbis nunca volvieron a ser tan divertidas. Nuestra tribuna, todo el estadio y el plantel de los Diablos Rojos, extrañaban su presencia y, sobre todo, los gritos y los abrazos que repartía con tanta generosidad cuando el América marcaba un gol.  Después, durante los partidos a los cuales llevaba como amuleto el cepillo de dientes rojo que dejó olvidado, me limitaba a cruzar los dedos, en posición de lagarto, en gesto inequívoco de superchería, con la esperanza endiablada de que el equipo conquistara el título que me brindara la posibilidad de volver a encontrarme con mi amigo, el negrito feliz. Pero la maldición de Garabato seguía empoderada de la suerte de la Mechita y no había cepillo rojo ni nada en el mundo que sirviera para conjurarla.
Años después, finalmente, en medio de la algarabía de un pueblo apasionado, la Mechita consiguió el campeonato de la liga colombiana de futbol y se abrió la posibilidad de que Chimbilimbis regresara para cumplir la promesa que un día hizo entre lágrimas y adioses… pero nunca volvió; desde la triste despedida no volvimos a saber de Etelvina ni de su hijo.
Guardo en mi memoria algunas genialidades de mi recordado amigo Chimbilimbis, pero quiero recordar con especial cariño la vez que lo encontré en el baño lavándose los dientes con un cepillo que no correspondía al color que se le había asignado. Chimbilimbis, le reproché,  cómo se le ocurre, está usando mi cepillo de dientes, el suyo es el rojo, recuérdelo bien. Chimbilimbis se encogió de hombros, me miró con  ojos de asombro, la cara toda blanca atollada de espuma dental, escupió sobre el lavamanos, se enjuagó la boca, tomó airea y me dijo entregándome el cepillo: tranquilícese mi jefe que a mí no me da asco. 

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