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miércoles, 4 de octubre de 2017

Ancestros

 Fernando Bermúdez



                  
              Soy Libardo Gómez. A mis cuarenta años de trabajo ininterrumpido y cumplidos mis sesenta logré pensionarme. Mi familia y yo estábamos de plácemes. Nuestros hijos, Martin y Luciano, habían terminado universidad, ahora recuperaría horas de ausencia junto a mi esposa, y yo dispondría de tiempo para disfrutar de una de mis pasiones favoritas, la lectura.


Mi círculo social se circunscribe a mi esposa María Inés, quien sabe que soy hijo único, que mi padre murió cuando tenía doce años dejando sola mi madre, para mantener el hogar y educarme hasta donde le fue posible. Ejerció como empleada en haciendas de veraneo sábados y domingos, y lavando ropas a terceros en el pequeño pueblo donde nací y viví hasta mis 18 años.
  A los diez y siete años, sin terminar bachillerato, me vinculé al Sena donde obtuve un CAP que me permitió hacer carrera en una industria manufacturera, completar mi bachillerato y cursar mi universidad en horario nocturno, hasta llegar a ser un ejecutivo reconocido. Nunca compartí la historia real de mi vida con persona diferente a mi esposa, por lo tanto mi pasado es una especie de tabú familiar.
Recién pensionado, y en vísperas de que mi hijo mayor viajase al exterior a cursar una especialización, les manifesté a ambos hijos que necesitaba compartirles un tema personal. Fuimos a una cafetería cercana a nuestro apartamento, y apenas sentados, sin mucho preámbulo les dije: la historia que les voy a contar solo la conoce su madre, y es tema del que nunca volvimos a hablar.  Me parece que es su derecho el que la conozcan, y es mi deber contárselas. Si les había extrañado la inusual invitación, la introducción de la conversación les causó mayor inquietud. Es una parte de la historia de mi vida que desconocen. José María y Rosario, a quienes han tenido como sus abuelos paternos, si son mis padres... Pero adoptivos. Sus nombres y apellidos eran José María Gutiérrez y Rosario Henao. Fueron unos humildes campesinos, quienes por razones que desconozco me criaron, me entregaron todo su afecto que era lo único que tenían para dar, y con sus muy limitados recursos procuraron mi bienestar. Nunca me dijeron que no era su hijo biológico, pero en la medida en que fui creciendo lo empecé a intuir por mis rasgos físicos versus los de ellos, por la edad de ambos que los hacia parecer mis abuelos, por algún comentario indiscreto de algun compañero llamándome regalado.
La cara de sorpresa de mis hijos fue total. Luciano el menor y el más sensible, no pudo evitar el llanto a pesar de la mirada indiscreta de quienes nos circundaban; mientras que Martin más equilibrado, me animaba a continuar el relato.  Evocar tales episodios no me era fácil, pero estaba consciente de que este era el momento oportuno para que conocieran esa parte de mi historia, que indefectiblemente entraría a ser parte de la de ellos.  Proseguí: no me bautizaron, ni hicieron tramite oficial alguno para adoptarme, por lo que intuyo me recibieron recién nacido como en un hogar de paso, convirtiéndose en mi hogar definitivo.  Les revelé además, que hubo un personaje en mi vida que fué una especie de hada madrina: una monja vicentina del hospital infantil donde José María laboraba por días, como jardinero, quien siempre estuvo pendiente de mí hasta el día de su muerte, y a quien recuerdo desde que tengo uso de razón. Me inscribieron en la escuela pública del pueblo como Libardo Gutiérrez, así me llamaron e identificaron desde pequeño. Sor Ana María, como se llamaba la monja, suministraba mis útiles, mi ropa y revisaba mis notas.
¿Cómo supiste entonces que eras adoptado?, preguntó Luciano. Me vine a enterar cuando me fueron a matricular en bachillerato, pues solicitaron para el registro la fe de bautismo. Fue un momento traumático en mi corta vida, sor Ana María llegó a mi humilde casa, me apartó y con rostro más severo que de costumbre me dijo: “es hora de que sepas algo: José María y Rosario ni son tus padres biológicos, ni te llamas Libardo, ni te apellidas Gutiérrez. Tu nombre y apellido reales son Tomas Gómez, extendiéndome un documento que no era otro que una fe de bautismo, en la cual figuraba que Ana Beatriz Gómez, hija de Fabio Gómez y Orfilia Sánchez, era madre soltera de un niño con ese nombre. Ese fue uno de los días más caóticos de mi vida, les confesé. En un minuto todo se me trastocó.
Mis conmovidos hijos lloraban desvergonzadamente, mientras hacía un gran esfuerzo para controlar mi llanto.  Cómo superaste esa etapa tan difícil, preguntó Luciano. Pues la verdad es que no fue tan devastador el tema, Sor Ana María movió sus contactos eclesiásticos logrando mantener mi nombre en el registro, mas no así el apellido, por lo que a partir de primero de bachillerato fui y para siempre LIBARDO GOMEZ.
Las pocas personas que departían a esa hora en la cafetería nos miraban con compasión, imaginaban que algo muy dramático estaba ocurriendo. Continuando con el relato, les compartí que José María había muerto un 23 de diciembre de un infarto, de los malabares de Rosario para mantenerme y educarme, siempre con el apoyo de sor Ana María. Trabajando y estudiando en la noche logré terminar mi carrera universitaria. Les conté también cómo a un mes de obtener mi título universitario falleció Rosario, truncando mi deseo de que ella por merecimiento recibiera mi cartón, y como luego había conocido a su mamá María Inés, y que después de un año de noviazgo nos casamos. Martin pregunta si intenté localizar a Ana Beatriz, les digo que sí, de la única manera posible en la época: consultando el directorio telefónico de cada pueblo que visitaba, tratando de encontrar su nombre o el de sus padres en las páginas blancas sin ningún resultado positivo. Como era apenas natural, la revelación causó gran impresión a mis hijos, hubo muchas preguntas sin respuesta, y terminamos la reunión con el compromiso de juntos continuar la búsqueda de nuestras raíces.
Una semana después, Luciano nos escribió un emocionado mensaje de texto a Martin y a mí, en el cual nos anexó un árbol genealógico donde figuraba Ana Beatriz Gómez, sus ancestros y su descendencia, coincidiendo los nombres de Fabio Gómez y Orfilia Sánchez, como sus padres. La misma noche nos reunimos, asombrados por el descubrimiento, y muy entusiasmado Luciano nos comentó que desde el primer día después de nuestra charla, había iniciado una búsqueda obsesiva por internet, y siguiendo varias pistas a través de google encontró el árbol, que mostraba la ramificación ancestral de Ana Beatriz hasta tres generaciones anteriores, tenía tres hermanas, era casada y madre de seis hijos.
 Estábamos felices con la investigación de Luciano, se convertía en el eslabón perdido del desconocido pasado. La información mostraba fechas y lugares de nacimiento de algunos de los antepasados, por lo que decidimos concentrarnos en localizar a Ana Beatriz, o sus hijos, o su esposo (mi presunto padre). Nos focalizamos en su hija, residente en una ciudad cercana a la nuestra, logrando conseguir su información completa.  
Diseñamos un plan para acercarme a ella: construimos confianza a través de datos ciertos míos, dándole a entender que necesitaba su intermediación para establecer posible parentesco con su tío materno.  Nos reunimos en un restaurante de su ciudad escogido por ella, supongo por precaución. Mariana como se llama, es una profesional retirada, madre de una hija. Acudió al encuentro más por curiosidad, pues presumía que iba a conocerse con un primo perdido fruto de una de las tantas aventuras del tío. De mi parte la incertidumbre era total; iba al encuentro con mi caja de Pandora, fingiendo lo que no era, y con la incertidumbre sobre la reacción de Mariana al conocer la verdadera razón del encuentro. Mis hijos y mi esposa estaban pendientes de la evolución de la reunión con expectativa.
Nos saludamos cortésmente, procurando la mayor naturalidad posible, irremediablemente empecé a buscarle parecidos físicos y los hallé: sus hoyuelos al sonreír eran similares a los de míos. Entramos al restaurante sin reparar en los comensales, intuitivamente nos ubicamos en una de las mesas más apartadas, nos sentamos y sin preámbulos solicitamos la carta. Cortamos el hielo hablando del clima, pero era notorio el interés de ella para que entrásemos en materia, de tal manera que empezó a hablarme del tío, único hermano de su madre, muy reconocido social y profesionalmente. El mesero nos trajo las cartas, ordenamos el mismo plato, nos los trajeron, y ella seguía hablando. Habíamos arribado a la una y treinta de la tarde, y eran las dos y quince, y yo no atinaba a empezar.  Al fin me animé. Inicié por contarle la historia de mi vida, la manera como había enterado a mis hijos que era adoptado, cómo habíamos encontrado su árbol genealógico en internet, pero cuidándome de no mencionar nombres, hasta que finalmente le dije que el verdadero motivo del encuentro era esclarecer lo contenido en un documento. Saqué mi ajada fe de bautismo y la extendí.
La lectura duró una eternidad. Mariana leía y releía, tal vez sin entender por qué allí decía que Ana Beatriz Gómez, su madre, era a la vez la madre de su contertulio. Palideció, sus ojos se encharcaron, para finalmente balbucear: “esto no es posible, esto no es cierto, mi madre era una santa”. Nuestro apetito, si lo había, hasta allí llego. Sin saber qué hacer, instintivamente le tomé su mano y le dije: tranquilícese, yo no puedo asegurar que es cierto, pero es usted la única persona que me puede ayudar a esclarecer mi situación. Su celular repicaba y repicaba, alguien esperaba conocer en detalle la proeza desconocida del tío Fabio. Mariana se recuperó un poco, tomó mis manos, me observó inquisidoramente y dijo: “usted tiene las mismas manos de mi madre”. Ya más calmada, comentó que Ana Beatriz había muerto de 58 años, hacía 30 años, cuando ella tenía también 30 años, que era la mayor y había ayudado a criar y educar a sus cinco hermanos, que su papá le sobrevivió 25 años, que si todo esto era cierto la única que podría conocer la historia real era una tía muy unida a Ana Beatriz con la que se llevaba apenas un año de edad, pero que lastimosamente había muerto hacía seis meses, de 90 años. De ella fue la idea de hacernos un examen de ADN para confirmar o no el parentesco. El examen mitocondrial por vía materna salió positivo en un 99.9%.
Mariana es cuatro años menor que yo, nació al año de casados suspadres, después de un noviazgo de seis meses.  Toda su familia es de un pueblo relativamente cercano al mío. Me contó que la abuela materna era una mujer de recio carácter, conservadora en su forma de pensar y actuar, muy religiosa, y que ayudaba económicamente al colegio y hospital del pueblo, ambos regentados por monjas vicentinas.

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