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viernes, 9 de marzo de 2018

La carta del caudillo


 Socorro Rivera


“Los abuelos nunca mueren, se vuelven invisibles”
                                                          Anónimo

Mis abuelos se casaron en Manizales, donde se conocieron, se fueron a vivir a Pereira, a una casa heredada por mi abuela de su tío Pablito, muerto en el famoso crimen del pañuelo rojo, famoso, porque nunca se resolvió. A Pablito lo mataron ahorcado con el pañuelo rojo que lucía en el bolsillo de su saco, por robarle las morrocotas de oro. Nunca se casó, por eso lo heredaron sus sobrinos, entre los que estaba mi abuela.

La casa era hermosa, de estilo moderno para esa época, la familia creció con la llegada de las primeras hijas, la última nació a los siete meses de gestación, una bebé con muchos problemas de salud, de raquitismo y el médico familiar dictaminó, se curaría cambiando de clima.
Mi abuelo empezó la búsqueda de un lugar donde además del clima apropiado para la salud de su tercera hija, se pudiera establecer con un negocio propio, para no depender de nadie y ser libre de ejercer su carrera política en el liberalismo. Su compadre le hablo de un municipio pequeño, en la cordillera occidental, en los límites con el departamento de Risaralda, el paraíso terrenal, por su clima, por la posibilidad de pasar cine en el teatro, con el recién adquirido proyector Bell & Howell que mi abuelo  había comprado a un comerciante que lo trajo por Buenaventura.
Así empezó la historia de la familia en el Cairo. Vendieron la casa heredada por mi abuela, empacaron los enseres y se marcharon al paraíso terrenal. El viaje duró diez horas en una berlina contratada en la plaza principal de Cartago, viajaron uno encima de otro. Entre los enseres de la abuela y los aparatos de cine del abuelo se llenó el carro.
Eran las cinco de la tarde cuando llegaron. Una plaza llena de flores, servía de marco a la Alcaldía, la Inspección de Policía, la Notaria y el Juzgado Promiscuo. Preguntaron por la casa del señor Arango, y el que se decía el bobo del pueblo gustoso los guió. Al pasar por la panadería mi abuelo vio el local perfecto para poner el teatro, y pensó que allí de día podría funcionar el directorio liberal gaitanista, y que además el Caudillo, lo podría nombrar director.
La casita que compraron al Señor Arango era hermosa, con un inmenso jardín de hortensias y una huerta, que sería el deleite de mi abuela, y el patio trasero para los juegos de las niñas, con un árbol de níspero, donde funcionaria el columpio y donde recibía el sol la menor, a la que el aire puro garantizaba curación.
El pueblo tenía una escuela, con un solo salón, en el que funcionaban todos los cursos escolares, dirigida por Mario Campo, un maestro por vocación, nacido y criado en el pueblo, que estudió en la capital, se sentía muy orgulloso de su reloj de leontina, del que nunca se separaba, regalo de grado de sus padres.
Y como en todos los pueblos del país, existía el llamado malo del pueblo, que transpiraba odio con el que traslucía su fealdad y timidez. Usaba un sombrero gigantesco, cubría su humanidad, botas vaquero de las que usaban los gringos pistoleros de las películas que proyectaba mi abuelo.
Como ya se hacía de noche, mi abuela le preguntó al chofer de la berlina, la hora a la que se encendía la luz de las calles, contesto que en el Cairo, todavía no había luz, algunos privilegiados tenían planta eléctrica. Mi abuelo no se amilanó, puso por delante su buen humor y optimismo, quería iniciar una nueva vida en un pueblo donde la gran mayoría eran godos, no había luz y además no les gustaban los paisas. Hizo traer una planta eléctrica. Se puso en la tarea de hacer un sondeo entre los habitantes para conocer a los que compartían su credo político y matriculó a las dos hijas mayores en la escuela.
El día de la inauguración del cine, la entrada fue gratuita. Todo el pueblo acudió a la invitación, el alcalde con su emperifollada esposa, el Inspector, soltero todavía, dándose aires de guapo, en busca de novia, el Notario, con su famélica esposa y sus trillizos, y el Juez, que recién había enviudado. El único que permanecía alejado era un personaje oscuro a quien el sombrero no permitía verle el rostro, y cuyas botas hacían ruido de espuelas. Los del pueblo estaban acostumbrados a su presencia, a mi abuelo le perturbaba su presencia, no podía confiar en alguien que oculta su rostro.
El pueblo entero amaneció adorando a quien les dio un rato de entretenimiento. La vida transcurría y los niños en la escuela habían creado una copla que cantaban cuando salían: “dos cosas hay en el Cairo que causan admiración, el reloj de Mario Campo y las botas del Gorrón”. Hasta la menor corría detrás de los escolares cantándola, demostrando su mejoría. Todos celebraban la travesura, hasta el profe Campo, al único que le molestaba era al Gorrón, que escondido detrás de su inmenso sombrero rumiaba ira y odio contra el mundo y los liberales.
Mi abuelo abrió su oficina de director del centro liberal gaitanista, con cinco miembros, que temerosos acudían a las reuniones, para conocer lo que El Caudillo del Pueblo, instruía a través de correspondencia que cada quince días llegaba en la berlina. En una carta apareció el anhelado nombramiento, mi abuelo era el director de la oficina gaitanista del Cairo. Después cada semana le llegaran cartas anónimas amenazantes.
Una mañana le llegó un panfleto, le daban plazo de 48 horas para irse del pueblo, lo echaban por liberal, no lo querían más allí. Ellas no querían irse del pueblo, no supieron la causa.
Fue el nueve de Abril de 1948, a la una de la tarde, cuando la historia se partió. La noticia de la muerte del Caudillo llegó al pueblo tres horas después, se inició la campaña para sacar a mi abuelo del pueblo; alguien puso un petardo en el teatro, que destruyó absolutamente todo. De la oficina del directorio no quedó nada.
Los liberales tuvieron que encerrarse, las provisiones de comida empezaron a terminarse. Esa noche el abuelo, la abuela y las niñas, dejaron la casita primorosa para huir de los pájaros, que asechaban a todo el que no fuera conservador.
A la madrugada del sábado llegaron las bestias, solamente podían llevar una mude ropa y uno que otro libro.  El clima estaba terrible, la neblina no dejaba ver a más allá de un metro, debían irse a riesgo de la vida.
El abuelo llevaba la carta de Jorge Eliecer Gaitán en su carriel. Miró hacia atrás y le dio el adiós al paraíso terrenal.



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