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domingo, 4 de noviembre de 2018

De fantasmas, miedos y pendejadas



 Adolfo Hormaza


       "¿Que si flotan? ¡Oh sí!, claro que sí. Flotan, flotan, Georgie.
        Y cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás". 
        IT
        Stephen King

        Hacia las nueve y treinta de la noche se despertó asustado porque creyó escuchar un ruido, como una explosión. Se había quedado dormido sin quitarse la ropa, dos horas antes, tras llegar cansado de jugar fútbol. Se despabiló con las sombras de su espaciosa habitación, se encontraba solo en la casa republicana de principios de siglo veinte, hermosa, no muy grande, que infundía temor en las noches, algo parecida a las casas de las películas de terror.

     En la habitación que hasta hace poco compartía con su hermano, se sentó al borde de la cama con frío y observó que todo a su alrededor era oscuridad, las legañas le dificultaban ver bien, se pasó las manos por los ojos.
Soplaba un viento helado, caía una lluvia torrencial que golpeaba como piedras en el tejado,  los truenos aturdidores los oía explotar muy cerca, retumbando como si estuvieran cayendo sobre la casa, creyó que se derrumbaría, los rayos iluminaban momentáneamente la estancia, trató de prender el bombillo, no funcionó, empezó a temblar sin control y sudar profusamente.  
     Por su miopía y el susto, no encontró los anteojos, le pareció ver algo borroso, como seres malignos con miradas de fuego, mujeres saliendo de tumbas, que ascendían y le fijaban su candente mirada, no se parecían en nada a los engendros de ultratumba. Otras volaban haciendo grotescas muecas y movimientos, salían proyectados de los cuadros, como bolas de fuego, que le hacían lances violentos, obligándolo a realizar movimientos rápidos para esquivarlas. Las oía reír a carcajadas, pasaban por su lado y lo rosaban con asquerosas caricias, dejando a su paso  un envolvente viento frío, que calaba los huesos, el temblor fue incontrolable, lo enloquecía, quiso gritar pero no le salió nada de la boca, como le pasaba años atrás, cada vez que sus padres lo dejaban solo en tan enorme casa, con su bella hermana, próxima a cumplir los quince, que dormía plácida en su habitación y era su bálsamo en los momentos de susto, hoy no estaba en casa. Sintió el miedo a morir, el aliento se le perdía, quiso correr, estaba paralizado,  atornillado al piso, quiso arrodillarse para orar y no pudo, tampoco recordó alguna oración que ayudara, un terror fuerte se había apoderado de él. Sudaba, lloraba en silencio, a ratos sollozaba, se pensó ser el más desprotegido y miserable de esta vida, a merced de un destino que no era el que él deseaba, sus fuerzas lo abandonaban, y empezó a presentar un cuadro de pánico aparecía, el aire le faltaba, la respiración se hacía dificultosa, el pecho le silbaba como un pito desde lo profundo de los pulmones.
     Le llegaron recuerdos de cuando en ocasiones se reunían al caer la tarde con los amigos de la vecindad a jugar a “ser machos”, hablar sobre mitos y leyendas de terror, como el de los duendes que le hacían trenzas en la crin de los caballos y corrían por los potreros enloquecidos, La Patasola, en busca de los borrachitos perdidos, para llevárselos, o El Mohán, guardián de los montes, La Llorona, que busca al hijo perdido, o el del Jinete sin cabeza, que atraviesa la empedrada calle principal del pueblo  blandiendo una espada de fuego, a las once de la noche, en busca de la amada, y que provocaba que todo el mundo se guareciera (un tiempo después un valiente descubrió que se trataba del señorito, hijo del gamonal que para no despertar habladurías entre la gente, se camuflaba)  y otros, que Humberto, el mayor y líder de la gallada (convertido en actor de televisión), los contaba de forma  tan realista, con una voz como de ultratumba, imitando a los actores de cine de las películas de terror, Drácula, El fantasma de la Rue Morgue, y otras en boga por la época, proyectadas en los cines con censura.
El cacorro dueño del teatro les permitía la entrada a todos los muchachos. Cuando la película sufría un corte, la muchachada coreaba: soltá el pelao. Al terminar la función, regresaba a la casa muy asustado y en ocasiones, casi siempre,  tenía un dormir atormentado, soñaba que caía y caía en un precipicio sin fin, y amanecía orinado. Se dijo en voz alta: estos maricas no me van a matar, ni me van a seguir jodiendo. Y como blandiendo una espada se abalanzó sobre ellos y descubrió a los trece años, que vivía en un mundo de engaño, de pecado original, de cielo, de purgatoria, de infierno, duendes, brujas y fantasmas.
La dificultad para respirar fue desapareciendo. Empezó a tranquilizarse y vinieron   recuerdos de días ya idos, en los que por ser tan inquieto cometía pilatunas y su madre lo castigaba, las más de las veces, con el cable de la plancha. Pero para él, eso no era lo peor, era la amenaza: se le voy a decir a tu papá cuando llegue de trabajar. Al acercarse la hora, empezaba a tener dificultad para respirar, le silbaba el pecho, cuadro muy dramático porque entre llantos y pedidos de auxilio, gritaba,  no me dejen morir. Entonces llamaban al médico familiar y ocurría “el milagro”, así lo decía mi mamá, puesto que con solo ver al Doctor Berardo Cuestas, con su rostro alegre, adornado con una bella sonrisa, empezaba a mejorar. Le ponía el fonendoscopio, le daba cualquier brebaje, le acariciaba el cabello, y de inmediato terminaba el ataque de asma.
El terror de seres imaginados desapareció, las pesadillas igual, no se volvió a orinar en la cama, durmió plácidamente, y comprendió lo que es  “volverse macho”.

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