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miércoles, 9 de marzo de 2022

Un año de vida en Villa Marista

 

                                                  Jesús Rico Velasco

              

El dolor de la muerte de mi papá,  ocurrida en marzo de 1948, lo llevaba a pesar de que hacía esfuerzos por superarlo. Fue un papá de corto tiempo sobre la tierra. Ya había pasado tres años en la  primaria del colegio de San Luis Gonzaga. Ahora estaba en el seminario, tratando de acomodarme a una nueva vida de recogimiento, dedicación y disciplina. En las noches, acostado en mi cama, a mi mente llegaban los recuerdos de esos días, cuando mi papá me llevaba a recorrer los potreros en la finca, nos bañábamos en el río, y asistíamos de madrugada al ordeño para tomar leche tibia, recién ordeñada, y de vez en cuando arriesgarme junto a él en los socavones de las minas, cuando tenia la sensación  profunda de lejanía. La amargura de no volver a verlo  arropaba completamente mi ser.

Los primeros años de la escuela primaria los realicé en el colegio de los hermanos maristas en Cali, que quedaba en la esquina de la calle octava con carrera novena, en un edificio hermoso de cuatro pisos que casi le daba la vuelta a toda la manzana. Era muy buen estudiante, aplicado y reconocido por todos. En kínder siempre ocupé el primer puesto. Siempre estuve listo a participar en las actividades, los juegos, los recreos y en el equipo de futbol, para menores de doce años, en todas las actividades recreativas. Ayudaba en cualquier acto de  recaudación de dineros para las vocaciones, la evangelización en el África y  la ayuda a los pobres, y a las personas más  necesitadas en Colombia.

Había diseñado con el hermano Ricaurte, unas competencias  con carritos de plástico, que sostenidos por una pequeña varillita, se movían por etapas sobre una mesa de madera que tenía una ranura que le daba la vuelta a una pista completa, para los carros que competían por premios soportados por los alumnos participantes en el salón. Cada semana hacíamos competencias y los premios de los ganadores se acumulaban con los nombres para figurar en una tabla de honor. El único estudiante que desaparecía era yo que  me mantenía escondido debajo de la mesa, moviendo los carritos mientras ocurría encima la carrera por etapas. A la larga todos los compañeros sabían que era yo quien movía los carritos. Cuando dejó de ser llamativo el sistema  de las carreras con el piloto escondido, diseñamos una  pista en cartulina  con grandes carros de carreras cortados también en cartulina, que por cantidades de dinero se movían de una etapa a la otra en la pista imaginaria diseñada en la pared que daba sobre los amplios  corredores del segundo piso.

Mi dedicación al estudio, mi buen comportamiento, y la religiosidad que demostraba en  esos primeros años de colegio me señalaron como candidato para asistir al seminario de formación de los hermanos maristas que quedaba en la ciudad de Popayán. Con la ayuda económica de  mi familia Velasco Reinales y de mi madrina Mercedes Borrero me mandaron  al seminario de los hermanos maristas.

La preparación del viaje fue un verdadero acontecimiento. Se hicieron los contactos con el Provincial del seminario y fui aceptado como participante en la formación de hermanos  que comenzaría en los primeros días del mes de julio de 1952. Los familiares me organizaron un ajuar  con todos los elementos necesarios  para vivir en comunidad. Para viajar me consiguieron   una maleta de cuero café bastante grande que todavía la tengo. Tenía una cerradura con llave central y un ajuste con dos correas laterales para evitar que se abriera  y una manija fuerte de agarre en la mitad también en cuero. El listado en el ajuar incluía un vestido de baño, tres pares de medias cortas negras o media caña, tres pares de medias largas blancas o  caña entera, cinco pares de calzoncillos ajustados para niños, una levantadora,  tres pijamas de cuerpo completo, cinco camisas de cuello y mangas cortas, tres pantalones largos de dril preferiblemente de color caqui y un “blue jean El Roble”, dos camisas de manga larga, un suéter de mangas largas para clima frío, una cobija de lana “ Tigre”, tres toallas de mano, dos toallas de cuerpo entero, tres juegos de sabanas blancas con sus correspondientes fundas, y unas chanclas preferiblemente de caucho. Dos pares de zapatos de cuero uno negro y otro café escolares marca “Grulla”, y unos zapatos o botas  negros o blancos  “Croydon”.  Inicialmente era importante llevar algunos elementos para el aseo personal, varios tubos de crema dental , algunos jabones y por lo menos tres cepillos de dientes.  Una bolsa de tela gruesa con ajuste de cierre acordonado para uso persona, marcada claramente con el nombre para  depositar la ropa. Todos los componentes del ajuar deberían estar marcados con tinta negra indeleble, con las iniciales del alumno en algún sitio estratégico de cada uno de los elementos incluidos en el ajuar.

La partida

Al amanecer del cinco de julio muy temprano  ya estábamos en la estación del Ferrocarril del Pacifico porque el tren hacia la ciudad de Popayán salía a las 7 de la mañana. Nos encontramos con  el hermano Germán que nos llevaría al seminario. Todos lo conocíamos como “mano de caucho”, porque había perdido una mano cuando trataba de elaborar artículos de pólvora para la celebración de las fiestas de la virgen y de la navidad en el colegio varios años atrás. Un hermano muy afectuoso con sus alumnos, amigable y muy abierto en las relaciones con los muchachos.

Felices nos encontramos esa mañana los cinco aspirantes  en la Estación del Ferrocarril que quedaba en la calle 25 con carrera primera en una plazoleta de entrada rodeada de palmeras tropicales que le daban un calor especial, alegre y  festivo, en donde se parqueaban los taxis, las carretas, algunos vendedores ambulantes, y los futuros pasajeros del tren y sus acompañantes.

Al llegar a la taquilla estaba el hermano Germán con mis compañeros  Guillermo y Fernando Roldan, que los conocía en el colegio de San Luis Gonzaga y estaban un año más adelantados que yo. También recuerdo  a Fabio Rodríguez de mayor edad, y un muchacho  de apellido Contreras un poco amanerado,  que no conocía y provenían de otros colegios que los maristas tenían en otras ciudades. Los cinco nuevos aspirantes y el hermano nos despedimos de nuestros acompañantes y familiares que estaban en la Estación,  y con tiquetes de primera clase nos subimos a nuestro vagón que tenía asientos acolchonados de cuero, muy diferentes a las bancas de madera de los asientos de segunda y tercera clase que quedaban en los vagones siguientes cada vez más próximos a la locomotora.

Un adiós a Cali por nuestro futuro y llenos de alegría partimos hacia la heroica ciudad de Popayán. Sonó la campana, pitó varias veces la locomotora, y empezó suave y lentamente el trac a trac del tren con furia, y mucho humo de la chimenea. Fue muy emocionante la partida al dejar atrás la ciudad, los amigos del Peñón   y la familia.

La primera parada fue en Jamundí con el alboroto causado por los vendedores que se subían al coche y pasaban con rapidez con sus productos. Siempre hay compradores deseosos de saborear las frutas, los manjares populares, el pandebono caliente, las almojábanas, las empanadas calientes con ají, y otras comidas rápidas que pasan  frente a nuestros ojos. Unos minutos después, nuevamente el pito de la locomotora, el humo del carbón en el aire, y el trac a tras que mueve el espíritu viajero para continuar divisando el paisaje que nos acompañó durante el viaje. Recuerdo que unos minutos antes de llegar a Jamundí pasó el inspector del tren, que pedía los tiquetes y  marcaba en cada uno  con un perforador de huecos en papel el lugar de su expedición, y lo exigía cada vez que pasaba una nueva estación para comprobar  los pasajes de los nuevos que se subían.  Muchas paradas, unas cortas y otras largas  de acuerdo con la importancia del pueblo: paramos en Guachinte, Timba Valle, en donde unos años atrás en marzo de 1948 mi papá estuvo herido por un disparo de revolver que le ocasionó la muerte. Pasamos por  Timba Cauca, Morales, Robles y otras estaciones  más pequeñas que no recuerdo, para llegar a Popayán hacia el medio día. Cada uno cogió sus maletas , muy contentos y bastante alertas  nos bajamos del tren en la Estación Central, y con el hermano Germán decidimos coger dos taxis  para que nos llevaran a Villa Marista, como se reconocía al seminario que quedaba hacia las afueras de la ciudad a unos diez o quince minutos en carro.

La bienvenida

El hermano Telesforo, principal del Claustro,  con otros profesores y alumnos nos dieron una calurosa  bienvenida. Después de un corto descanso nos llevaron al comedor en donde al entrar nos recibieron todos los maestros y alumnos con un fuerte aplauso, y por supuesto un copioso y delicioso almuerzo para el cual se veía un  gran esfuerzo de las hermanitas que nos asistían.

Hicimos el correspondientes recorrido por toda la edificación empezando en la acogedora Iglesia de construcción gótica de Villa Marista, con una oración de agradecimiento a Dios y a la virgen María por permitir que estuviéramos allí para compartir el futuro de nuestras vidas. Recorrimos los salones de clase, los inmensos corredores,  los  lindos jardines interiores, los amplios patios con preciosos jardines y los  patios y lugares  de encuentro para los juegos de los alumnos al interior del edificio. Terminamos la tarde recorriendo las extensiones de la Villa sembrada de café, las instalaciones de la carpintería, los sitios de concentración y procesamiento de las basuras, los talleres de mecánica, la lavandería y finalmente las huertas y las canchas de deporte. Un día completo lleno de paisajes, movimientos, alegrías, gente, mucha gente, monjitas,  compañeros y profesores.    

La vida en el seminario

A las 4:30 de la mañana se oyó el “laudetur jesus christus et maria mater ejus” que anunciaba un nuevo día. Alabemos a nuestro señor Jesucristo y a la virgen María… palmeado solemnemente por uno de los hermanos encargado de levantarnos y  empujarnos fuera de nuestras camas. El clima helado y las duchas frías despertaban a cualquiera. Los primeros días se me quebraban los huesos y no resistía el agua que chocaba contra mi piel. Pero la costumbre y la perseverancia de todos los días hizo que se acomodara la vida pequeña a estas circunstancias de levantarse, bañarse y y despertarse para empezar el día con un Dios en el corazón que nos estaba esperando en la capilla  a las 5 de la mañana todos los días.

De todos los seminaristas, aproximadamente unos 80, éramos varios los que en  la cola, camino hacia la capilla, hacíamos una parada en el patio para dejar nuestros colchones mojados, secando al sol. Las frecuentes orinadas  en las noches  frías y largas no  nos dejaban vivir felizmente como a los demás compañeros. Los primeros días  no dije nada, el sobre el colchón, completamente orinado. Me levantaba tranquilo con bastante frío y me iba a la ducha a bañarme con agua fría. Me vestía rápidamente y me hacía entre los primeros de la fila. La segunda y tercera  noche dormí sobre un colchón de algodón mojado por lo orines del día anterior. No pude aguantar la angustia y el sentimiento de culpa. Muy temprano al amanecer antes de las “palmadas” me fui a la alcoba del hermano encargado de la vigilancia en el dormitorio, toqué en la puerta asustado, él abrió y  preguntó:                        

 - ¿En que puedo ayudarlo?

- Hermano, me oriné en la cama-le dije.

Inmediatamente comprendió el problema.  Deje la cama sin tender y cuando  salgamos del dormitorio se coloca de último en la cola para mostrarle  en donde dejar  su colchón.

En la mañana después de la misa me buscó y juntos fuimos a una bodega en donde habían algunos colchones y me señaló uno que era de “pura paja”, tela rayado con franjas de colores que conocía porque lo usaban los campesinos y los mineros que trabajaban con mi papá. Me miró fuerte a los ojos y me dijo: este será su colchón mientras dure su problema.

 Afortunadamente éramos varios los meones, y un mal compartido se hace más llevadero, para soportar  acuestas los colchones de paja medio mojados y olorosos que dejamos todo el día al sol, siempre pendientes de que no lloviera para salir corriendo, en donde estuviéramos,  a colocarlos bajo un techo. El “hermano Amable” me veía con alguna frecuencia   para frotar con un ungüento bendecido mi diminuto vientre para que no me orinara en la cama. Más los consejos de no  consumir agua antes de acostarse, orinar antes de meterse en la cama , y pedirle a la virgen María su bendición todos las noches  se convierten en la rutina en el dormitorio.

Julio era un mes caliente, el sol salía muy temprano y nos ayudaba a recibir con alegría la llegada del nuevo día. Era una especie de mes en vacaciones en donde las actividades no estaban completamente bien definidas.

El hermano Alberto, que dirigía las actividades recreativas, nos alentó a participar en paseos para nadar en el torrentoso río Cauca que pasa  a unos diez kilómetros  de la ciudad,  con  barrancos altos y algunas playas en sus orillas. Nos bañábamos en el río en unas aguas frías que venían de los paramos entrando y saliendo con el dinamismo  de la felicidad de los niños. La prueba reina era atravesar el río, un desafío para los más valientes. Era todo un proceso muy organizado a la vez, en el cual los más grandes y fuertes buenos nadadores que conocían y ya llevaban varios años en el seminario, se lanzaban primero con un lazo inmenso que ponían y amarraban de lado y lado  medio terciado entre las  orillas. Los desafíos eran muy grandes y de pronto hasta peligrosos. Pero era el momento de la alegría, y el empuje lo sentía por dentro.

Le dije al hermano Albert

- Yo soy capaz  de atravesar el río.

Todos atentos gritaban de la alegría y me arreaban para hacerlo. Uno, dos, tres , gritaron .Y me tiré al río. Cuando iba en la mitad del río sentí entre mis piernas una fuerte corriente que me empujaba hacia abajo. Me asusté un poco, pero a pesar de ser un niño flaco era bastante fuerte. Nadé con brazadas más fuertes tratando de llegar con rapidez al lugar en donde estaba la cuerda. Miré a Francisco, uno de los seminaristas mayores que me esperaba en la cuerda para ayudarme a salir y terminar en el otro lado. Me agarró de un brazo y con fuerza, me tiró sobre la playita que ellos habían seleccionado para salir del río al otro lado. Había cruzado el río y me sentía feliz después del susto en la mitad del río. Ahora tenía que regresar. Nuevamente subí por la  orilla unas dos o tres cuadradas bien arriba y me lancé de regreso pasando el río de vuelta para regresar felizmente a la orilla en donde estaban los compañeros que gritaban con alegría. El hermano Alberto me miró y  dijo, lo hiciste muy bien. Extraordinario.  Había logrado cruzar el río dos veces, frente a los seminaristas que participábamos ese día de una visita.

En ocasiones el hermano Alberto, muy aficionado  a los recorridos por los poblados de los  campesinos y las aldeas indígenas de los resguardos, nos llevaba al trote por los caminos y senderos con una buena intensidad saliendo de Villa Marista  temprano para regresar después de una dos o tres horas para el almuerzo. Se amarraba la sotana entre los pantalones sujetándola por entre las piernas con el cordón y  la ajustaba al otro lado de la cintura. El cristo de metal que usaban los hermanos maristas colgado al cuello con un precioso cordón  lo sujetaba en el pecho por entre la sotana y así podíamos correr o aligerar el paso en nuestras caminatas. Nunca lo vi usar el sobrepelliz que se utilizaba para ocasiones especiales y el sobre cuello blanco se lo quitaba.

Me gustaba mucho la proximidad con el hermano Alberto por su entusiasmo y la participación que nos daba para adornar la vida que llevábamos casi como encerrados en un convento. En algún momento conversamos y me preguntó:

 –¿Quieres participar en el coro del seminario?  

Gracias a Dios que le dije que “ sí “ a pesar de que no tenía buen oído y una voz poco agradable para cantar. Eso fue maravilloso porque él tocaba el piano o el órgano en la capilla y cuando había participación cantábamos  en el atrio que era como una especie de  galería a la cual llegábamos por unas escaleras hasta llegar a un segundo piso en donde  estaba un hermoso órgano traído de Francia y armonizaba muy especialmente la iglesia de los hermanos maristas en Popayán. Me fascinaban los coros cuando lo hacíamos para replicar los cantos gregorianos  y la celebración de las misas solemnes de varios curas y acompañadas con monaguillos. Además se convirtió en una actividad que ocurría en la semana santa muy concurrida en Popayán. Visitábamos cantando casi todas las iglesias del pueblo. Nos reuníamos los participantes del Coro en el anfiteatro por lo menos una vez por semana a practicar las misas, las canciones ceremoniales y los villancicos para la navidad. La semana santa en Popayán fue una temporada única  imborrable en mi memoria de una sola ocasión, porque unos meses después se fue derrumbando el castillo religioso que construí en el interior de mi cabeza.

Una tarde después de terminar los ejercicios del coro, regresé al anfiteatro sin que nadie me viera y  me quedé dando vueltas por las instalaciones. Subí al escenario y caminando desprevenidamente  encontré un tablado  en el piso que levanté cuidadosamente. Debajo había un espacio amplio con un asiento que utiliza  la persona que ayuda en las obras de teatro a los actores para recordar y seguir el hilo conductor de una obra. En otro lugar encontré varios royos de películas guardadas en cajas metálicas redondas. Me llevé un rollo de alguna película entre mis pantalones escondido y me subí inmediatamente al dormitorio para guardarlo en mi cajonero. Poco a poco fui recortando las vistas de plástico sin importar su contenido fílmico y en unas dos o tres semanas un grupo grande de seminaristas, jugábamos en los recreos a “tapar la vista” desde los sardinales alrededor del patio. Es un juego divertido hasta cuando empezamos a mirar detenidamente las vistas y eran de una película mexicana de Cantinflas, que empezó a llamar la atención a los directivos. Preguntaron a varios seminaristas que jugábamos en los recreos. Un día sin avisar hicieron requisa forzada con cada seminarista frente a su cama para mostrar el contenido de los cajoneros uno por uno. Trate de esconder el resto de la película, pero lamentablemente en un determinado  momento me toco  mi turno y allí  la tenía escondida debajo del colchón de mi cama. Los días estaban contados, la angustia me atormentaba, ya estaba señalado por mi mal comportamiento y falta de solidaridad con los compañeros, que este fue un último acontecimiento que precipitó mi salida del seminario.

La enseñanza

Después del desayuno que ocurría aproximadamente entre las siete y las ocho de la mañana, nos movíamos hacia el segundo piso en donde estaban las aulas para las actividades normales académicas que todos debíamos cumplir. Había cinco salones de clases dirigidos a la formación intermedia en el “seminario” menor, con la participación de 20 estudiantes en el cuarto año en donde estaba yo, y el resto distribuidos por salones  hasta formar un total de unos 80 seminaristas para la formación intermedia. El seminario mayor estaba localizado en otros claustros en Pasto y en Boyacá. En el curso de cuarto año teníamos clases de Aritmética, geografía, historia, literatura, latín y francés y de pronto otras asignaturas que no recuerdo. El horario normal académico empezaba a las ocho de la mañana  y se terminaba a los doce del medio día cuando sonaba la campana para  dirigirnos al comedor a almorzar. Era un buen estudiante y le dedicada tiempo para aprender el latín que utilizábamos todos en los recreos para comunicarnos y era casi normal en la comunicación, en el uso y celebración de todas las  misas, y  en el libro de los cantos gregorianos que tanto adoraba y que se dejaba en la iglesia en donde cada uno de nosotros tenía un puesto asignado en donde dejábamos el misal y el manual de los cantos gregorianos.

En la clase de francés era un estudiante sobresaliente. El profesor era el hermano Miguel,  gordito y rudo, de tez colorada que quería ser francés. Un día hacia finales del mes de junio de 1949, cuando ya había trajinado por el seminario una larga temporada, por alguna razón se presentó un intercambio duro entre el profesor y yo como estudiante. Tal vez fui yo quien motivó la rabia del profesor, que terminó en ira y se convirtió en cólera cuando se levantó de su asiento, se hizo al lado del escritorio, tomó una regla y se dirigió hacia mi pupitre, me solicitó la mano derecha y dejó caer sobre ella un reglazo que también todavía recuerdo y enfurecido me cogió de la patilla izquierda y lentamente  con cierta sevicia alzó mi cuerpo, sentí un dolor inmenso, me miró fijamente a los ojos  y  dijo:

 -Hijueputica te vas de esta clase y no regresás jamás- y me sacó al corredor.

Fue la ultima vez que lo vi. Un empujón que necesitaba hacia finales del año para poder abandonar el monasterio que en el fondo mucho quería.

Durante los primeros meses me sentía muy cómodo. Las directivas me demostraban un cierto aprecio por las buenas relaciones que tenían con mis familiares especialmente con mi madrina quien era muy caritativa, religiosa, y sobre todo muy rica. En las conversaciones y mensajes de los directores del seminario siempre me sugerían la importancia de permanecer en contacto con mi familia para solicitar ayuda para terminar la construcción de la capilla especialmente para conseguir algunos de los vitrales para las ventanas que no tenían. En algún momento de la existencia llegó un regalo de mi madrina para el seminario que causó mucha alegría y elevó mi espíritu santo al lado del padre celestial. Las cosas iban bien hasta un día doloroso  que anunciaba el fallecimiento de Asunción una hermana de mi madrina. Las semanas pasaron y algunos meses hacia el final de mi permanencia  fui  olvidado en la práctica.

Todos los días se celebraba una misa en latín, que era nuestra segunda lengua en el seminario, cantada con coros sonoros de voces delicadas de las hermanitas que apoyaban las actividades de Villa Marista. Normalmente una hora que podía extenderse un  poco más dependiendo del calendario y la ocasión, más un pequeño recreo antes del desayuno. La misa diaria cantada por las hermanitas  y todas las actividades religiosas en la vida cotidiana se metían en nuestro interior para mantener la paz con Dios. Fueron muy pocas las ocasiones de pecar contra la conciencia y muy limitadas las veces que se hacía necesaria la confesión antes de la comunión. Prácticamente todos los seminaristas comulgábamos diariamente con mucho fervor y concentración en  las prácticas religiosas.

El comedor

El comedor era un salón hermoso dotado de suficientes mesas cada una para ocho personas cuatro de lado y lado para un total  de ochenta personas sentadas. Al frente de cada asiento había un pequeño cajoncito en donde cada uno guardaba sus deliciosas querencias que nos dejaban nuestros visitantes en los días de agasajas una vez por mes. Las veces que fui visitado fueron realizadas por una señora de apellido Cajiao Velasco, que residía en la ciudad y me cargaba de dulces ricos y muchas golosinas de parte de mi madrina que repartía poco a poco en el comedor entre los amigos de la mesa o de otras mesas vecinas. El comedor era inmenso y siempre había espacio suficiente para visitantes ocasionales que provenían de otros lugares del país en donde también existían seminarios con dedicación de entrenamiento vocacional más avanzado. Frente a todos los comensales existía una tarima en donde se hacían tres o cuatro de los hermanos que se ocupaban del desarrollo de la rutina diaria de entrenamiento más un  podio de lectura en donde por turnos nos tocaba leer todos los días en el desayuno o en almuerzo algo sobre la vida de los santos, o partes de historias apasionantes  que se iban enredando en nuestra cabezas y en la imaginación en la medida en que transcurrían los capítulos por  días, semanas y  meses.

Diciembre

Llegó diciembre  cargado de muchas celebraciones para los hermanos maristas y la llegada de la navidad. Era el mes de la virgen que arrancaba con la fiesta de la “candelaria” que se celebraba el martes 7 de diciembre con mucha alegría, iluminación en el corazón de los seminaristas, y una vela para cado uno después de la cena que se recogía encima de una mesa cuando íbamos pasando hacia el patio techado de atrás de la edificación. Prendíamos las velas antes de llegar al patio, rezábamos y cantábamos el “magnifica” a viva voz acompañado al final de una serie de oraciones y varias “ave marías”.

Cada uno colocaba su vela en el piso cuidando que quedara sobre el sardinel, para evitar las manchas y los chorreones  anunciados por las directivas del claustro. Se me había olvidado mencionar que, cada uno cogía su vela y la prendía haciendo  un despliegue de cuatro en fila, siguiendo el corredor principal que salía de la capilla frente al jardín que tiene una estatua de la Virgen María en el centro, y que representa la Sagrada Concepción.  El ordenamiento era hermoso con las luces que brillaban como estrellas bajadas del cielo, para adornar la noche de la candelaria en este bendecido claustro que la tenía como la reina central. Con mucho recogimiento subíamos al segundo piso en donde quedaban los dormitorios. Entrabamos muy rápidamente en una fila de dos por uno en la cual se organizaba cada uno frente a su cama y se preparaba para acostarse. Unos iban al baño a hacer sus necesidades, cepillarse los dientes, y uno que otro a conversar antes de ir a la cama. Los baños eran grandísimos en dos conjuntos uno en cada ala del dormitorio.

Me tocaba dormir en la primera  cama del ala que daba hacia la calle de la ciudad muy próxima a a los servicios sanitarios,  por la condición del manejo de la orinada señalada cada vez por el hermano vigilante. Los baños eran muy cómodos amplios y mucha luz, para facilitar la movilidad de un gran numero de seminarista. Sobre el lado derecho al entrar estaban las duchas, separadas por una pequeña pared que le daba cierta individualidad, y al frente en un espacio amplio de más de dos metros estaban los inodoros cerrados con  puertas individuales.  Al lado de cada cama teníamos un cajonero para la ropa y pequeños enseres de manejo personal. La maleta siempre estaba allí debajo de mi cajonero que limpiamos ocasionalmente, cuando hacían vigilancia cerrada sobre cada uno de nuestros dormitorios.

En la practica nos acostamos temprano el día de la candelaria. Hacia el amanecer nos despertó la palmeada del hermano vigilante del dormitorio “Laudetur jesus christus et maria mater ejus” que se escuchó por todo el dormitorio, y cada uno se levantó rápidamente porque ese día miércoles 8 de diciembre era el cumpleaños de la Virgen María. Se celebra la fiesta de la inmaculada concepción, dogma de la iglesia católica que la declara libre de todo pecado original. Hacia las 5 de la mañana todos estábamos en la capilla para una misa cantada con dos curas y tres monaguillos, más el coro de las hermanitas que se mezclaba con las voces de los hermanos y la de nosotros, formando un  solo musical armónico, sonoro, equilibrado  y de una cierta dulzura que para  algunos nos hacía llorar.

Todos comulgamos con amor por lo que hacíamos y poder recibir la bendición del cielo por nuestros buenos actos. Era un espectáculo invisible de dedicación, pasión religiosa y dulzura con nuestra madre la santísima virgen. Terminada la misa salimos para desayunar y al llegar al comedor tuvimos una grata sorpresa: las hermanas habían colocado copas de vidrio champañeras  en la mesa,  y el hermano Telesforo, provincial del seminario encabezaba la mesa central. Aplausos y feliz cumpleaños gritamos todos por la virgen inmaculada de toda concepción en el día de su cumpleaños.

Cada coordinador de mesa se acercó al pódium y tomó una botella para ser servida entre los asistentes. Todo ocurría con dedicación y esmero cuando se soltaron de unas grandes canastillas  unas bombas azules y blancas que cubrieron el techo del comedor. El hermano Telesforo se dirigió a todos nosotros con mucha alegría y nos invitó a alzar la copa y brindar con un “vino espumoso” por el cumpleaños de la virgen maría. Por los tornos empezaron  a circular los componentes de un delicioso desayuno con huevos pericos o revueltos, chocolate o café con leche, panes variados, pandebono caliente, almojábanas, y tortas de diferentes sabores preparadas por los monjitas. Un desayuno maravilloso como nunca habíamos tenido. La reunión se prolongó y se dejó una cierta libertad en los movimientos de los estudiantes, y un aumento un poco acalorado en las conversaciones. Esta fue una fiesta de la virgen despues de la candelaria de grata recordación.

La noche de la navidad se celebró el viernes 24 con mucha pompa y mucho rezo. El hermano Germán (“Mano de caucho”) que había superado su trauma de enfrentarse a la pólvora, tenía varias cajas con volcanes, silbatos, mariposas, y pólvora de varios colores, además de algunos tronantes y papeletas sonoros que alegraron la noche con ese ruido festivo de las navidades. Como siempre, pero con mucha felicidad asistimos a las ceremonias religiosas de la mañana temprano con misa de varios curas, canto exquisito de las hermanitas al unísono con nuestras voces y de los hermanos que le daban mayor profundidad. Un copioso almuerzo, uno que otro regalo que se anunciaba gritando, y una tarde libre para pasearse por la finca, estar en los corredores  y jugar en las canchas de deporte al futbol, basquetbol, correr, y correr por todas partes.

Después de la cena, en la cancha de deportes de atrás que está antes de subir a los dormitorios, aparecía la “vaca loca” con música de altoparlantes, gritos y mucha bulla, con antorchas quemando los cuernos  y la cola, de una cabeza de vaca cadavérica conseguida en el matadero de la ciudad y adornada especialmente para la ocasión. Era un un cuadrado de pequeños troncos de madera cubierto con cartón  que permitía el  ingreso por debajo de uno de los seminaristas que había participado en la celebración en el año anterior. Salía corriendo a  envestir a quien se atravesara en el camino. Todos gritábamos, corríamos, adelante y atrás de la vaca loca. Se quemaba la pólvora del hermano Germán hasta que quedamos agotados de tanto correr, gritar y disfrutar del espectáculo para terminar cuando se quemaba completamente la cabeza y el esqueleto de la vaca loca. En algún momento se terminó la fiesta  cuando sonó una campana  que señalaba la hora de rezar el “Salve Regina” y las aves marías antes de subir a los dormitorios.  

En el comedor casi siempre me tocaba encargarme de nuestra  mesa de ocho puestos, poner los cubiertos, revisar los cajones de cada uno de los seminarista, servir la sopa y traer a la mesa los viandas para los ocho de la mía. Al final se recogían los platos y se llevaban por turnos a los tornos que servían de comunicación invisible con  las monjitas que nos asistían en locería, lavado y asistencia en los comedores. Recuerdo mi dedicación y esmero en el cuidado de atención  a la mesa de mis compañeros, que con el tiempo se convirtió en martirio, desdén, y total abandono cuando ya mi corazón no resistía la permanencia en el seminario al finalizar mi primer año de entrenamiento.

Ese día estaba deprimido, sentía rencor en mi corazón, con una actitud desfavorable hacia toda actividad que me castigaba el alma. – Este es un buen momento, ahora o nunca, lo dije en mi interior .

Recogí las tasas y los platos que habíamos utilizado en el desayuno y con mucha calma los arrumé formando una magnifica torre de platos y tasas que sobrepasaban mi cabeza, adornada la bandeja con los cubiertos que le daban un toque alegre al conjunto.   Caminé tranquilamente delante de la tarima de los hermanos directivos del día que miraban aterrados lo que yo estaba haciendo avanzando hacia los tornos  con cierta rebeldía y  frivolidad,  y cuando todos los asistentes me miraban horrorizados moví lentamente con un dedo de la mano oculta la pila de platos que se contorneaba de un lado para el otro, y justamente antes de llegar al torno fueron cayendo lentamente contra el suelo, produciendo un sonido de loza que se quiebra en pedacitos y el ruido ensordecedor de los cubiertos que todavía tengo grabado en mi cerebro. 

La finca: el café y las huertas

Villa Marista era un seminario metido en una hermosa finca cafetera a las afueras de la ciudad de Popayán , parcelada en el terreno por lotes dedicados a la producción agrícola tipo  “huertas caseras” con responsabilidad asignada por grupos de alumnos para el manejo de su preparación, manejo y control de su producción. Cada grupo tenía en su horario los tiempos y movimientos dedicados a la finca. Durante la temporada cafetera todos nos metíamos en la cosecha mata por mata  que en pocas semanas recogíamos los granos en unos lindos canastos para llevarlos  a la despulpadora motorizada en donde se tiraban los granos que pasaban por la maquina y en pocos minutos aparecían lavados y recogidos para su posterior secado sobre las tolvas de madera que se encontraban listas parea recibir por cantidades terminadas  de granos despulpados y limpios después del lavado con abundante agua.

Cada uno cumplía su tarea. Las tolvas se cuidaban durante la temporada cafetera hasta conseguir un café apropiado a la cantidad necesaria de humedad requerida para producir una textura que podía ser detectada con  la palma de la mano o de un  quiebre de mano prodigiosa que determinaban que estaba en el limite  adecuado de humedad para ser pasado a las etapas siguientes de su procesamiento de la  tostadora, para su color oscuro achocolatado  al paso de los granos sometidos al fuego lento y permanente de un calor apropiado y tiempo determinado al ojo por nosotros los nuevos expertos.

Todos cultivábamos algo en grupos pequeños para la preparación de las huertas que estaban prácticamente trazadas con el tiempo y permanencia de los seminaristas. Las cosechas en pequeña escala de los productos garantizaba la existencia permanente de legumbres, hortalizas, aromáticas y algunos frutos como las mandarinas, naranjas, y limones. Todos los productos cosechados pasaban  por lo tornos y las manos  de las hermanitas que nos asistían en la preparación de los alimentos, arreglo de ropas y limpieza de lozas y cubiertos. Un mundo pequeño supremamente bien organizado, con normas de comportamiento definidas, adornado y llevado con alegría y mucha felicidad todos los día guiados por la mano de Dios.

En la mitad de la finca había un lindo campo de futbol en donde hacíamos entrenamiento por equipos que se enfrentaban en la temporada del campeonato de verano distribuidos los participantes por regiones de procedencia. También se jugaba con vehemencia el “baseball” en las tardes de verano antes de la caída del sol. Los bates fueron fabricados en la carpintería del seminario y se jugaba con pelotas de caucho macizas pequeñas muy apropiadas para ese deporte. Se disponía de algunos guantes para atrapar la pelota y  de protectores para la cara.

Al final: las manzana podridas dañan a las demás

Pasé un año largo, entre las verdes y las maduras. Mi comportamiento se descompuso y empecé a disminuir en el rendimiento académico, en la conducta y en el compañerismo. Los hermanos me empezaron a señalar como  la manzana podrida que daña a las demás. Me castigaban dejándome en soledad en unos inmensos espacios finqueros sin hacer nada en medio de una naturaleza húmeda. Me sentía triste, humillado y desamparado porque Dios y los hermanos se habían  olvidado de mi. No me incluyeron en las celebraciones en honor al fundador de la congregación de los hermanos maristas el santo Marcelino Champagnat cuyo cumpleaños ocurre el 6 de junio y fue canonizado por el papa Juan Pablo II en 1999, y de las fiestas en honor de San Luis Gonzaga patrón de la juventud quien murió a los 23 años por la peste de Roma de 1560 y cuya fiesta se celebró el 21 de junio justo una semana antes de mi partida. Igualmente, las relaciones con mis familiares estaban falleciendo. En el ultimo calendario cercano  al mes de julio de 1949  no tuve ninguna visita los domingos antes de mi salida.

Un desasosiego me acompañaba al caminar por los inmensos corredores del claustro. Sentía que todo ese deseo de ser un religioso, comprensivo y educador se quedaba en el olvido. Finalmente un día viernes bien entradas las horas de la tarde el orientador  de la disciplina en el claustro me buscó por todas hasta que me encontró en la lavandería con las hermanitas, ayudando a preparar la entrega de la ropa de todos los internos. Se acercó y me dijo : -Joven Rico, suba al dormitorio y prepare su maleta que mañana a las cinco de la mañana  lo llevaremos a la estación de buses para que regrese a Cali y se reúna con su familia. Dios se había acordado de mi. No lo esperaba así tan de repente pero comprendí que de esa manera desprevenida suceden las cosas.

Temprano hacia las 4:00 de la mañana  sentí el amanecer en mi cuerpo. Tomé la última ducha fría del año, tendí la cama como pude , cogí mi maleta, y  caminé lentamente hacia la puerta de salida del dormitorio, y en cada cama que tocaba en los pies de alguien  dejaba un  suspiro de adiós a mis compañeros. En  la puerta estaba el hermano Amable que me llevaría al paradero de buses. Me dieron un puesto en la parte delantera de una Chiva  muy próximo al chofer quien recibió las instrucciones para bajarme en la ciudad de Cali. La maleta de cuero la subieron al techo bien adelante en donde colocaban los corotos de los pasajeros que iban viajando directo y los cubrieron con una carpa para que no se mojaran.

En el largo recorrido largo de pueblo en pueblo, se observaban gentes que subían y se bajaban de la chiva. En algunas partes aparecían familias enteras que querían salir de la región por miedo a las represalias políticas de la violencia que cada vez era más fuerte en el campo.  A la altura de Piendamó, después de varias horas de recorrido, la chiva repleta de pasajeros, llevaba gente atiborrada en medio de la carga, cajas, costales con víveres, gallinas, y  enseres. Unas tres horas después, se detuvo en Santander de Quilichao para un rato de descanso, visita a los sanitarios y para echar algo al estomago. 

Dos horas más tarde y tal como lo había soñado, los maristas habían terminado por devolverme a Cali en chiva. Con la misma maleta que partí, descendí en el parque Santa Rosa.



[1] Crónicas de una vida (en preparación)

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