“La familia es
la mentira mejor contada, venerada, amada y a la vez odiada. Es un libro lleno
de historias, algunas honorables para contar a muchos y otras sombrías para
acallar a todos”
Alexandra Correa
Tus ojos, el recuerdo
más angustiante que tengo de ti ¿¡Cómo olvidarlos!? Eran los ojos de un animal
rabioso, perseguido y acorralado. Estabas poseído. ¿Por qué te haces daño? ¿Por qué te arañas los
brazos? pregunté asustada.
- ¡Déjeme
culicagada! ¡Qué le importa, metida! Me gusta hacerme daño ¡Y qué!, ¿no
entiende que cuando tengo rabia no me puedo controlar? ¡Lárguese o le doy!
Yo tenía siete
años.
Tus castigos
fueron bárbaros, la dureza y la falta de piedad, demostraron el poco amor que
me tenías. El comportamiento desalmado con el cual me recibiste aquel día en el
me quedé jugando en la calle; me esperabas con el palo de la escoba. Corrí
despavorida a esconderme debajo de la cama, y allá fuiste por mí. Introducías
el palo para que saliera y ¡por poco me quitas un ojo! Arrastrada como una cucaracha fue como me
sacaste del hueco. Era el abismo en el cual me sumergía cada vez que podía y del
cual no quería regresar.
Al colegio
regresé una semana después con la mejilla amoratada, las compañeras preocupadas
me preguntaban ¿Qué te pasó? Me caí patinando en la casa, mentía.
Derribaste mi
puerta del cuarto porque quería un poco de privacidad, sacaste mi colchón a la
calle cuando olvidé hacer la cama y la peor de todas fue aquella vez que no me
bañé, corriste a meter mi cabeza en el sanitario para que al menos me fuera con
la cara lavada. En mi mente aun rondan las etiquetas con las cuales me enmarcaste,
“buena para nada, no serás nadie en la vida, que vergüenza tener una hija como
usted”.
De niña no
entendía de bien ni de mal, no había malicia, juicios ni pretensiones. Me castigabas
por todo, por no tomar los alimentos, por las tareas, por no rezar, por
levantarme tarde, porque sí o porque no. Cargabas en el bolsillo de tu pantalón
una vara. Justo antes de pegarme aseverabas: “con la vara que mides serás
medido” Porque fuera de tus castigos, también vendrían los de Dios, eso decías.
Yo solo repetía, la vara con la cual Dios te juzgará no tendrá la suficiente
distancia que abarque cielo y tierra. ¿Y Dios? ¿Dónde andaba en los momentos
que más lo necesitaba? Por más que lo imploraba, nunca me escuchó.
Muchas mujeres
abortan cuando no quieren a sus hijos y yo decidí abortar a un padre cruel y
salvaje. Fue un aborto simple e indoloro, no tuve que promover alguna ley ni
arriesgar el cuerpo en una habitación insalubre. Renuncié para siempre a ti. Me
fui de la casa con lo que tenía puesto sin volver la vista atrás e hice una
hoguera con mis recuerdos, prendí fuego al poco amor que te tenía para luego
soplar las cenizas al olvido.
La juventud fue
el opio con el cual adormecí muchos momentos del pasado. Los miedos arrullados
durante años despertaron al verte en el funeral de la abuela, que terminó rodeada de víboras
venenosas aguijoneando el pensamiento y el alma. Verte fue revivir y a la vez n o
querer vivir, deseé matarte y a la vez amarte, acariciar tu cabeza de cabello blanco
y escaso o estrangularte. ¿Qué fue de la cólera que te inundaba? ¿Alguna vez te
cuestionaste si valió la pena? ¿Te detuviste pensar cómo querías que yo te
recordara? ¿Creíste que la berraquera que te inundaba la tendrías de por vida?
Haber contado
mi historia supuso abandonarte a la deriva en medio de una tenebrosa tormenta de
la memoria. ¡Oh padre, no sabes lo que siempre quise enviarte a oler gladiolos bajo
tierra!
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