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viernes, 17 de junio de 2011

¿A qué huelen las rosas?

Andrea Barona



                 La culpa aprieta hasta ahorcarla, su cobardía no le permite morir. Serpentea hielo por sus piernas, al llegar al torso lo atraviesa alojándose entre estómago y diafragma. Amanece, entra el sol con miedo, recorre despacio la habitación sin llegar a ella, un marco sombrío cubre su organismo yerto. Se levanta porque le toca, sus ojos le pesan más que las penas. Bebe agua para refrescar sus labios ajados, no maquilla su rostro, parece una pizarra blanca con un dibujo gris en el que han puesto ojos, nariz y boca.

Mariana llega al Colegio a las siete y cuarto de la mañana, su morbilidad contrasta con los cuerpos rozagantes y juguetones de los estudiantes que la saludan. Es tranquila y amorosa con sus alumnos, enseña ética y valores, sus clases son aburridas hasta el bostezo, pero los niños no se duermen porque de cuando en vez les cuenta historias como sacadas de “Escalofríos”. Dice que lo hace para darles ejemplo de lo que les espera si se portan mal, los espíritus y la consciencia los perseguirán y torturará hasta el fin de los días. Aunque la técnica es inusual, nadie se ha quejado, los niños no hablan con sus padres, al respecto. No quieren perderse el próximo cuento, sienten que tienen una cita misteriosa y secreta con el mas allá.

Mariana tiene solo treinta y cinco años y camina lento, no tiene prisa por vivir, ni por morir. Se mueve como una hoja flotando en un lago, a la velocidad con que la empuje el viento. Si no hay viento, se queda mirando hacia ninguna parte. Sus ojos ven hacia afuera, pero ella está viendo hacia adentro. Observa una caja vacía, espera que una luz se encienda, aunque sea minúscula, pero que le permita ver su alma. A veces piensa que no está en su lugar, se la llevó el espíritu del remordimiento. Y si es así, se pregunta ¿por qué no he muerto? ¿Qué más debo soportar? ¿Qué más debo dejar de vivir? ¿Qué más juventud debo desperdiciar para que me perdone y me permita descansar en paz?

En la tarde el edificio queda casi vacío, solo permanecen los estudiantes que participan en actividades extracurriculares. Mariana podría irse, pero nunca lo hace, se queda en su oficina, o recorriendo los pasillos, o sentada en una silla del jardín, repasando viejos libros de ética. Puede recitar cualquier párrafo de memoria y sin dudar.

Toma por enésima vez el libro de Guillermo Mora “Valores, ética y autonomía”, camina sin quitar su vista de la solapa, como si fuera la primera vez.

-Desde aquí se ven muy lindas las rosas- dijo un niño mirando hacia afuera, por la ventana.
-¡Santo Dios! muchacho, no hagas eso, casi me matas del susto. ¿Qué haces aquí, no han llegado tus padres a recogerte?
-¿A qué huelen las rosas?
-¿Las rosas? - Mariana se asomó a la ventana para ver lo que el niño mira con tanto detenimiento -. No sé cariño, a dulce creo. No sabría decirte… las rosas huelen a rosas.
-Son muy lindas, me gusta verlas. ¿Le parece que de ese color se ve el amor?
Mariana calló, observaba erguida el jardín desde el segundo piso de su oficina, apoyando sus manos en el marco, igual que el niño, que permanecía absorto en sus pensamientos y con la vista fija en las flores. Ella volteó y vio la corona infantil de su interrogador sin reconocer muy bien los rasgos de su rostro.
-¿Por qué crees que el amor tiene color?- le dijo -.
-¿Si no tiene color, dime cómo es?
-Es un sentimiento, el que sientes cuando tu mamá te da un beso cuando llegas del colegio.
-Entonces, no puedo saber cómo es. Mi mamá no me besa.

Una zarpa rasguñó el vientre de Mariana, no quiso que el niño la viera llorar. Con la mano en la boca, intentando que los pesares no se convirtieran en gemido, sostuvo el aliento para no hablar con la voz entre cortada.
-¿Puedes decirme de otra forma cómo es el amor?-prosiguió el niño.
Mariana no pudo contestar.
-¿Por qué tus padres no te han recogido, quieres que los llame?
-No están en casa.
-Los llamo al celular.
-¿Por qué crees que mi madre no me quiere?

Mariana sintió deseos de vomitar, se sentó en la silla y lo miró a los ojos. Brillaba un negro azabache en sus pupilas, que le hizo recordar al amor de su vida, sus ojos redondos y mirada pícara, pero con un halo de tristeza.
-¿Cómo puedes decir que tu madre no te quiere? Estás confundido, si quieres puedo hablar con ella. Hay personas que no expresan muy bien sus sentimientos pero te aman. Ella lo hace de otra forma, te prepara la lonchera, te arropa en las noches, te ayuda con las tareas…
-Sí.
-¿Si qué?
-Quiero que hables con ella y le preguntes por qué no me quiere.

Levantándose rápidamente de la silla, corrió por su bolso en una estantería metálica al fondo de la oficina.
-Vamos cariño, esperaremos en la puerta a tus padres y hablaré con ellos.

Mariana se sorprendió al girar y no encontrar al niño. Se dirigió a la iglesia e inclinada ante la Virgen lloró sin hacer ruido, las lágrimas corrieron por su cuerpo entero
-No llores mas- le dijo el niño arrodillado a su lado.
-¿Dónde estabas niño? Me tenías preocupada ¿Qué haces vagando por el convento? Ya es hora que regreses a casa.
-No te preocupes por mí, no lo había entendió pero mi abuelo me explicó. Hace mucho intentaba hacerlo pero yo no comprendí, estaba confundido, los recuerdos eran horribles y dolorosos.
-Dios santo cariño ¿Qué te han hecho? ¿Dónde está tu abuelo? ¿Es él es quien viene por ti?
-No, viene por los dos - Mariana lo miró aturdida pero él prosiguió -
-Por eso es que me encanta ver las flores y deseo conocer su olor. El único olor que me ha acompañado todo este tiempo es espantoso. Me recuerda a cada momento lo primero que vi al llegar al mundo. Sentí frío y dolor, antes de morir vi pedazos de mi cuerpo esparcidos…

Si alguien pudiera morirse dos veces, Mariana ya lo habría hecho. Quiso que la tierra se la tragara al ver en la sonrisa del niño, la de su amado Pablo, quien la abandonó cuando tenía cuatro meses de embarazo.

Al lado de Mariana se sentó su padre, la miró con amor, sabiendo perfectamente lo que sucedía. El niño sonrió.
-No te preocupes madre - le dijo el niño tomándola de la mano - yo te perdono.

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