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lunes, 20 de mayo de 2013

Hojas sobre la nieve


Eduardo Toro


…que un viejo amor de nuestra alma si se aleja,
qué un viejo amor ni se olvida ni se deja,
pero nunca dice adiós..


Lucía y Celesty se  reunían los miércoles en la tarde en el café de la Librería Universal. El té con galletitas  era el plato del ceremonial,  y lo consumían alegres.El tema de su conversación giraba nostálgicamente alrededor del  imborrable amor de  Lucía, quien a sus sesenta años aún se veía fresca y hermosa, con su bata primaveral y una sonrisa abierta y franca. Celesty, su fiel amiga desde la escuela primaria, conocía hasta la más íntima de sus pisadas.

Una tarde de  bruma, Lucía y Celesty miraban caer la lluvia  tras la vidriera cercana a la mesa que ocupaban.  Una pesada mano tocó el hombro de Lucia y a la vez una voz varonil dijo: “si en la primera mirada no me reconoces, me iré de tu memoria para siempre”. Lucía reaccionó emocionada y sorprendida. Me basta el timbre de tu voz para saber quién eres y quiero que te quedes en mi vidapara siempre, mi querido y lejano Juanelo.
Celesty confesó a Lucía ser la responsable del “casual” encuentro e invitó a Juanelo a compartir con ellas esa tarde de lluvia, el mejor escenario para viajar por los caminos de la nostalgia y hacer paréntesis evocadores. El acostumbrado té fue sustituido por una botella de jerez, que consumieron al alegre choque de las copas. Lucía y Juanelo, tomados de las manos, se disputaban la palabra y contaban atropelladamente las historias vividas durante el largo tiempo que el destino los mantuvo separados.
Había pasado mucho tiempo desde el día que Juanelo viajó a la capital para resolver su condición económica, con el propósito de  regresar al lado de Lucía. Pero el destino es cruel y hace de nuestras vidas un amasijo de tristezas. Han pasado cuarenta años y apenas ahora,  y gracias a los buenos oficios de Celesty, Lucía y Juanelo se vuelven a encontrar.
Lucía, quien no supo más de la vida de Juanelo,  se casó con Borja, un apuesto muchacho, hijo de un lusitano andariego que llego a Yaburí con los bolsillos del pantalón al revés y así  exploró en los  socavones de la mina de La Constancia. Muy pronto se hizo a una fortuna en oro porque  en complicidad con la noche, se escurría hasta las bodegas en donde almacenaban el metal. Cada vez saqueaba uno o dos lingotes para que no se notara el despojo. Práctica que se prolongó por años, hasta obtener una considerable fortuna, tanta que llegó a ser reconocido como el hombre más acaudalado del nordeste antioqueño.
Los intentos de Juanelo por contactar a Lucía fueron inútiles.Durante un año escribió  suplicando lo esperara, pero su familia, deslumbrada por la fortuna de Borja, quemó sus cartas y las súplicas de Juanelo se volvieron humo. Lucía y Borja tuvieron dos hijos. Ahora Borja es un viejo lleno de achaques que se regodea tísico sobre la enorme fortuna que heredó del  lusitano andariego. Vive temeroso y asustado recostado a la avaricia, víctima de la obsesión de que alguien se cuele por la ventana para diezmar su fortuna. No admite extraños en su casa y sobre Lucía recae todo el trabajo del hogar.
Lucía dedicaba todos los días de la semana a la atención que demandaban los achaques de Borja; le suministraba los alimentos con sus propias manos, porque el temblor de sus manos  no le permitía alimentarse por su cuenta; lo bañaba, lo vestía y lo mantenía de pañal  porque se orinaba y cagaba sin control. Solo los miércoles en la tarde Lucía se emperifollaba y salía  de recreo a encontrarse  con su amiga Celesty, para tomar el té con galletitas y hablar de todo lo que no fuera el mierdero de su marido.
Los miércoles, muy a regañadientes, su hija Marián se hacía al cuidado de Borja, era una exigencia, talvez la única, que Lucía demandaba a su hija, pues el té con galletitas en compañía de Celesty, representaba un escape a la libertad, una rara y alentadora sensación de estar viva. Roland, su hijo vivía en un país lejano, tan lejano, que nunca supo del drama que vivía su madre.
Juanelo tenía dos hijos y viarios nietos que viven en la prosperidad, dedicados a los negocios. Lena, su mujer, es víctima de la enfermedad del olvido, que agobia y duele más en el alma que en el cuerpo. Es atendida por dos enfermeras  permanentes. Él no sabe si la amó, o si solo se acostumbró a su compañía, o si solo la quiso un poco por ser la madre de sus dos hijos. Su vida siempre estuvo al servicio del recuerdo de Lucía, el único y gran amor de su vida.
Juanelo y Lucía, un miércoles en la tarde, en reunión  en casa de Celesty, y con ésta por testigo, acordaron unir sus vidas por el resto de sus años. Sus respectivas familias serian informadas del trascendental paso en forma clara y concluyente. Lucía informó del suceso a su hija Marián y pidió le contara, si a bien lo tenía, a su hijo Roland, cuya opinión poco le importaba.
Marián recibió a disgusto la mala noticia, precisamente en el momento en que su padre más  necesitaba de cuidados especiales. Eso no puede  ser posible, después de tantos años de estar juntos, mi padre  no puede ser  abandonado.  Sí es posible y así lo haré.  Yo nunca he querido a tu padre, él para mí ha sido solo un amigo, siempre lo he atendido con cuidadoso respeto y desinterés. Ahora el destino me da la oportunidad de vivir lo que me resta de vida al lado de Juanelo. Y continuó atareada,   organizando la ropa que se llevaría, entregó el cofre con las joyas  a Marián - y agregó - de aquí no me llevo nada. Quedas con suficientes lingotes de oro para pagar las atenciones que tu padre necesita.
Marián, tratando de persuadir a Lucía, la increpó diciéndole: a tu edad no se ve bien, serás el hazmerreír de todo el mundo, tú no tienes edad para ponerte en estas ridiculeces, fíjate que ya estás vieja. Claro que estoy vieja, replicó Lucía, me envejecí al lado de la avaricia de tu padre y me volví vieja limpiándole las babas y la mierda.
Roland y Marian, acordaron consultar  sobre la posibilidad de declarar a Lucía fuera de control, incapaz de tomar decisiones, sin plenas facultades mentales para obrar responsablemente. Ellos prefieren internarla en un sanatorio. Dos corpulentos hombres redujeron a Lucía, quien inútilmente pedía ayuda. Fue sedada y sometida a dolorosos procedimientos  que la llevaron a tener terribles  alucinaciones.
El miércoles de la semana siguiente, Celesty no supo de Lucía, no acudió al encuentro acostumbrado, y tampoco llamó a excusarse. Entonces se dio a la tarea de investigar. Supo que Lucía había sido declarada legalmente en interdicto y recluida en un sanatorio para enfermos mentales. De inmediato se comunicó con Juanelo y le informó sobre el resultado de sus pesquisas. Juanelo, a quien sus hijos también  acusaban de  abandono y falta de caridad con su compañera de tantos años, había tomado la decisión irrevocable de unirse en el amor con Lucía. Lena era un ser sin memoria que naufragaba en la zozobra del olvido, a ella le garantizaba un ejército de enfermeras para su cuidado.
Juanelo, en complicidad con Celesty, entró a hurtadillas al sanatorio en las horas de visitas y se encontró con una Lucía incapaz de reaccionar ante su presencia, bajo los efectos de algún sicodepresivo. Juanelo con la ayuda de dos enfermeros, pudo rescatarla y llevarla a una ambulancia que los condujo a casa de Celesty, en donde fue tratada con procedimientos de desintoxicación.
Juanelo fue acusado de secuestro, rápidamente judicializado y condenado a prisión. Celesty, con diligente empeño, movió sus fichas y contrademandó a Marián por retención indebida de personas, mediante el uso de métodos que atentan contra la vida y ponen en riesgo la  salud mental. Celesty, ante la fiscalía, expuso con argumentos de emotiva validez, la historia de amor de Lucía y Juanelo, que ella había vivido como propia.
Los viejos amantes fijaron su residencia en un pequeño  villorrio del norte de los Estados Unidos. Pasaron el primer invierno al pie de la chimenea, mirando caer tras la vidriera los años del pasado, nostálgicas  hojas desprendidas de los árboles. Pasó el invierno y, un día primaveral, Lucía vestida de colorines y un sombrero de paja lleno de florecitas, feliz y tomada del brazo de Juanelo, se acercó al templo parroquial. Juanelo preguntó: ¿Qué hacemos aquí, Lucía? Hemos venido a contarle a Dios, porque Él no sabe nada delas cosas que nos pasaron durante  el largo tiempo que  estuvo alejado de nosotros.

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